Vivimos tan ensimismados en nuestro mundo, tan habituados a una rutina diaria, que apenas tenemos tiempo para recordar que viajamos a bordo de una inmensa nave, que se desplaza por el espacio junto a otros cuerpos estelares. La tierra y los demás planetas junto con nuestra estrella, el Sol, forman parte de algo mucho más grande, la «Galaxia», que llamamos «Vía láctea», en referencia a esa tenue banda luminosa que en las noches estrelladas aparenta ser como un reguero de leche derramada a lo largo de la bóveda celeste. El origen del nombre se apoya en la mitología latina y griega, la cual explica que la diosa Hera (para los romanos era Juno) derramó violentamente la leche que brotaba de su seno cuando se percató que estaba amamantando a Heracles, el hijo bastardo de Zeus.
Nuestra «casa», la Tierra, es muy pequeña, comparada con la inmensidad del Universo, e incluso ni siquiera es el más grande de los ocho planetas que integran el Sistema Solar, pues Júpiter, Saturno, Neptuno y Urano les superan en mucho. Sin embargo, es el más habitable, por su atmósfera respirable, por su temperatura media (ni muy lejos ni muy cerca del Sol), por el agua que alberga, que es fuente de vida, y obviamente por los recursos naturales de que dispone, los cuales permiten conservar esa vida en la superficie.
Los demás planetas del Sistema Solar, aun no siendo habitables, presentan sus propias atmósferas, con geografías y meteorologías muy particulares, con espectaculares paisajes muy diferentes a los de la Tierra. En alguno, como Venus o Mercurio, por su cercanía al Sol y las altísimas temperaturas reinantes, la superficie está incandescente e imposible para cualquier ser vivo; mientras, en los más alejados reina el hielo o mantienen atmósferas inhóspitas.
Y qué decir de nuestro astro rey, el Sol, que es el origen de casi todas las energías que recibimos y de su manifestación en la superficie y el interior de la Tierra. Su luz y su calor permiten el desarrollo de todas las formas de vida animal y vegetal sobre la Tierra; es la causa de los vientos, y del ciclo hidrológico, es decir, de la evaporación de las aguas, de la formación de las nubes, de las lluvias, de los ríos, de los saltos de agua… La energía del Sol también es la razón de la existencia de fuerzas internas en la corteza terrestre, capaces de llevar los minerales que contiene a temperaturas tan altas que se funden, convirtiéndose en masas líquidas y viscosas llamadas lavas, que son empujadas hacia la superficie a través de unos orificios que se abren a su paso, los volcanes, siendo expulsadas a la atmósfera con gran violencia. Algunas de esas materias brotan de los cráteres y forman ríos de fuego que destruyen a su paso cualquier forma de vida, dejando más tarde el impresionante paisaje de las «coladas de lava». Las energías internas son tan poderosas, que en ocasiones son capaces de mover las placas rocosas que forman la corteza, quebrándolas y desplazándolas, generando los temidos seísmos o terremotos, que pueden llegar a provocar una gran destrucción en la superficie, incluso el hundimiento de islas y el nacimiento de otras nuevas.
Nos rodean fenómenos apasionantes, algunos son lentos e imperceptibles, otros rápidos y devastadores; algunos son visibles llenos de luz y color, otros están ocultos, muy lejanos o son tan pequeños que sólo pueden observarse mediante instrumentos. En la Tierra hay mucho que ver, sin duda, pero el espacio es una atracción, si somos capaces de observarlo con la capacidad de asombro de un explorador espacial; aprender el sistema solar puede ser divertido, subamos a la nave y pongamos en marcha nuestros sentidos e imaginación. Vamos a dar una vuelta por el espacio más cercano con alguna pincelada sobre el Universo profundo, sin enredarnos en demasiados tecnicismos, de una manera amena para que esa fiesta de los astros que se desarrolla fuera de nuestra atmósfera nos atrape, y seamos capaces de admirar ese espectáculo en toda su dimensión.
Desde muy antiguo, se concibió el Universo como un espacio en donde nuestra querida Tierra era el centro de todo, así lo postulaba el filósofo griego Anaximandro unos 500 años antes de Cristo; incluso los demás planetas no se podían mover de otra forma que no fuera a nuestro alrededor, era la llamada «teoría geocéntrica». Desde esa perspectiva, los humanos se sentían, nunca mejor dicho, el centro del mundo, y así lo declararon griegos y babilonios. Ese concepto sería difícil de apear desde las antiguas civilizaciones, aunque la observación de los eclipses ya dio a Pitágoras indicios de que la Tierra podría tener forma de esfera, amparado además por la concepción que los pitagóricos tenían del círculo, la esfera y la «perfección» de las relaciones matemáticas, donde no había cabida para un Universo imperfecto y desordenado. Así que, más tarde Platón y su alumno Aristóteles siguieron la senda del modelo geocéntrico de Anaximandro incluyendo también a la esfera, pero manteniendo esa creencia de considerar a la Tierra como el ombligo de todo lo existente. Tal fue el nivel de implantación del modelo geocéntrico que se convirtió en un dogma irrebatible, incluso cuando Filolao, uno de los alumnos pitagóricos, formuló una hipótesis en la cual la Tierra no sería el centro del Universo, y que podría tener movimiento propio como los demás planetas. El dogma perduraría hasta muy avanzado el siglo XVI y más allá, con la Biblia de Martín Lutero de 1545 en pleno lanzamiento, como veremos más tarde.
En el siglo II de nuestra era, el astrónomo griego Claudio Ptolomeo publicó un modelo radicalmente distinto al de Platón y Aristóteles, aunque la Tierra seguía conservando su posición como centro inamovible. Ptolomeo abandonó el misticismo y la visión doctrinal de aquellas enseñanzas y observó los sucesos astronómicos de manera empírica, recopilando datos y dando una explicación «positivista» del movimiento de los astros. Ptolomeo se preocupó mucho de asegurar que su tratado no pretendía dar una explicación astronómica realista de lo que sucedía, sino que se limitaba a describir matemáticamente los sucesos que veía sin preocuparse de lo que son. Aquí, las esferas y órbitas circulares perfectas del modelo de Platón y Aristóteles eran abandonadas, y de hecho algunas órbitas no eran circulares, sino excéntricas, algo que para platónicos y aristotélicos constituía una aberración imperdonable, pues para ellos nada podía moverse en el cielo de otra forma que no fuese en círculos perfectos. Ptolomeo explicó los movimientos excéntricos aplicando la teoría de los «epiciclos», consistente en un modelo geométrico que ya fuera propuesto por primera vez por el griego Apolonio de Perga en el siglo III a.C.
El primer modelo heliocéntrico, es decir, donde la Tierra no era considerada el centro de todo, ya había surgido tímidamente 200 años antes de Cristo de la mano del astrónomo griego Aristarco de Samos. En su modelo, era el sol el que ocupaba el centro del universo conocido, despojando a la Tierra de su posición privilegiada y relegándola a un simple planeta más, junto a los otros que orbitaban alrededor del sol. Este modelo no prosperaría por la fuerte implantación que ya tenía el geocentrismo, siendo ignorado por el resto de astrónomos de la Antigüedad, aunque Arquímedes sí cita a Aristarco en una de sus obras.
La supremacía del modelo geocéntrico con una Tierra estática perduró por mucho tiempo, y desde Aristarco de Samos debieron transcurrir varios siglos hasta que, en el VI de nuestra era, alguien hiciese un nuevo guiño a un modelo geocéntrico pero donde la Tierra era dotada de movimiento. Fue el gran matemático y astrónomo indio Aryabhata quien, entre sus numerosas contribuciones al conocimiento, dio explicaciones científicas sobre variados fenómenos astronómicos, como la luz reflejada que emiten la luna y los planetas, los eclipses lunares y solares debido a las sombras que son proyectadas, el cálculo casi perfecto del tiempo de rotación de la Tierra y del año sideral, entre otros muchos estudios y tratados. En el caso que nos ocupa, Aryabhata describió un modelo astronómico en el cual es la Tierra la que gira sobre su propio eje, y no la esfera celeste como se creía hasta entonces, aunque siguió conservando la tradición geocéntrica de los epiciclos para explicar el movimiento del sol y la luna alrededor de la Tierra.
Para desgracia de la ciencia, el geocentrismo tomó las riendas de la historia y se hizo fuerte, tanto que transcurrió casi un milenio sin que nadie, ni científico, ni astrónomo, ni matemático, osase contradecir ese modelo astronómico, que además estaba bendecido por la Iglesia. Ninguno tuvo el valor de desafiar lo que se daba por establecido e inamovible, porque hacer lo contrario podría ser considerado una herejía; difundir que la Tierra no era el centro del Universo no era buena idea. Pero, ya cerca del Renacimiento, surgieron pensadores (alguno incluso dentro del propio mundo eclesiástico) que decidieron ir más allá del dogma. Así, en el siglo XV, el teólogo y reformador alemán de la Iglesia Católica Nicolás de Cusa, sin negar desde su condición de hombre de fe que Dios se halla en todas las cosas, y asumiendo que no se puede estar en posesión de la sabiduría absoluta, se atrevió a reflexionar en su obra «De Docta Ignorantia» sobre la pluralidad de mundos, rechazando el sistema cosmológico ptolemaico y aristotélico, defendiendo la teoría de rotación de la Tierra, e incluso reconociendo la posibilidad de la existencia de seres en otros mundos. Sus ideas, innovadoras en ese momento, y desde la posición de cardenal que ostentaba, no fueron muy contestadas a pesar de que recibió una acusación por parte de un profesor de Heidelberg, de la que se defendió con hábil dialéctica. Aun sin desligar a Dios de la ciencia, algo estaba cambiando tímidamente, el modelo geocéntrico comenzaba a hacer aguas, sólo hacía falta que surgiese un científico (y no un religioso que se hallase condicionado por la fe), para dar con las claves que pusieran a cada astro en su sitio y desvelara sus movimientos reales en aquel Sistema Solar sometido a planteamientos dogmáticos.
Unos treinta años después de la publicación de «De Docta Ignorantia», nacería en Prusia ese científico del que hablamos, su nombre, Nicolás Copérnico, el cual se convirtió en un experto en diversas disciplinas. Fue físico, astrónomo, economista, matemático, jurista, incluso clérigo, entre otras, pero fue la de astrónomo, que practicaba casi como una diversión, por lo que será recordado y admirado.
A principios del siglo XVI, Copérnico comenzó a estudiar las teorías clásicas sobre los cuerpos celestes, iniciando los trabajos sobre un modelo heliocéntrico del Universo, tarea en la que invirtió casi 25 años. Se sabe que difundió un manuscrito con sus ideas dentro de un círculo cerrado de personas. En él, se recogían siete principios, entre los cuales había dos que chocaban frontalmente con el concepto medieval que se tenía sobre el movimiento de los astros. Por un lado, se asumía que el movimiento de las estrellas en el cielo nocturno era debido a que la Tierra rotaba sobre sí misma; y por otro lado se explicaba el ciclo del año solar debido al movimiento de la Tierra alrededor del Sol.
En 1530 Copérnico ya tenía terminada su obra «De revolutionibus orbium coelestium» (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), pero no se decidía a publicarla porque sabía que sus ideas constituían una auténtica revolución, exponiéndose a una férrea censura, o incluso un enfrentamiento con la Iglesia sin resultado previsible. No obstante su modelo heliocéntrico ya estaba circulando, y de hecho se sabe que el secretario del Papa Clemente VII informó al pontífice y también a otros miembros de la curia romana. El líder religioso protestante Martin Lutero, también tuvo conocimiento de la teoría heliocéntrica de Copérnico, reaccionando muy negativamente, denigrándolo y rechazando sus postulados por ir contra las sagradas escrituras. Copérnico retrasó la publicación de su obra hasta el año 1543, pero falleció en ese mismo año.
Con la teoría copernicana, y a pesar de la presión de la Iglesia, que aún ejercería su poder con dureza hacia los contrarios al dogma, comenzó a edificarse la Revolución Científica que llevaría a un cambio radical del conocimiento astronómico en toda Europa Occidental. Se pasó así del sistema ptolemaico geocéntrico al novedoso sistema copernicano heliocéntrico, en un giro total, de tal forma que la expresión «giro copernicano» quedó acuñado para siempre como dicho popular en el sentido de que algo cambia radicalmente.
La Revolución Científica ya estaba en marcha, pero habría de topar aun varias veces con la intransigencia de la Iglesia, que desde la aparición del cristianismo se había propuesto establecer por sí misma el orden y dirección de la ciencia. Una de sus víctimas resultó ser el polímata italiano Giordano Bruno, que además de astrónomo era filósofo, teólogo, clérigo dominico y poeta. Giordano, tras leer a Nicolás de Cusa y a Copérnico, fue incluso más allá del modelo heliocéntrico de éste, degradando el Sol a una simple estrella y afirmando que el Universo contendría infinitos mundos habitados por animales y seres inteligentes. Estas ideas, así como una serie de propuestas teológicas contrarias a la visión cosmológica de la Iglesia, le valieron ser procesado por la Inquisición romana, siendo declarado culpable de herejía y condenado a ser ejecutado en la hoguera el 17 de febrero de 1600. Normalmente, a los condenados a la hoguera se les daba la oportunidad de retractarse, y si lo hacían, para que la muerte no fuese tan agónica se les ejecutaba con otro método antes de quemar el cadáver, por ejemplo por estrangulación, pero como Giordano se negó a retractarse de sus ideas no se le dio esa clemencia, siendo quemado vivo. Su nombre fue recuperado y ganó fama mucho más tarde, ya en los siglos XIX y XX.
En España, el agustino Fray Diego de Zúñiga se mostró partidario del heliocentrismo en su obra de 1558 «In Job Commentaria», defendiendo las teorías de Copérnico como una forma de arrojar luz sobre el movimiento de los planetas. Aunque Zúñiga había buscado el apoyo del papa Pío V para la publicación de sus obras, el 5 de marzo de 1616 la Sagrada Congregación del Índice prohibió su obra junto con la de Copérnico.
Pero la revolución que ya había comenzado con Copérnico no se detendría a pesar de la amenaza de persecución, prisión o muerte que suponía enfrentarse a los tribunales de la Inquisición. Así, en el siglo XVII, un eminente científico e ingeniero del Renacimiento llamado Galileo Galilei, dio un notable impulso a la ciencia astronómica gracias a la mejora que realizó a un nuevo invento, el telescopio. Galileo consiguió observar cráteres y montañas en la Luna, lo que chocaba con la concepción de pureza que se tenía de los cuerpos celestes; descubrió satélites orbitando Júpiter, desmontando la férrea creencia geocéntrica de que todo giraba alrededor de la Tierra; observó las fases de Venus, probando que seguía una órbita alrededor del Sol. Además, Galileo halló manchas en el Sol, lo cual se oponía al axioma de la absoluta perfección del astro rey. Fruto de sus primeras observaciones publicó la obra «Sidereus nuncius». El entierro del geocentrismo estaba cerca, y estas pruebas eran nuevos clavos en su ataúd.
Pero Galileo no lo tendría fácil. Él tuvo el infortunio de nacer al poco de concluir el Concilio de Trento, en que la Iglesia Católica diseñó las medidas de respuesta a la Reforma protestante, triunfando la Contrarreforma, lo que significó el final del espíritu de tolerancia, libertad y expresión cultural que se manifestó durante el Renacimiento. Los dominicos, que representaban a la Iglesia más conservadora, impusieron la caza de brujas y la ley del terror para someter a su dogma cualquier distanciamiento del geocentrismo. Los tribunales eclesiásticos hicieron además un cribado de numerosas obras consideradas contrarias a la fe y las sagradas escrituras. Por supuesto, de nuevo la Iglesia se hizo presente para zanjar sin discusión el asunto planteado por Galileo; el 24 de febrero de 1616 una comisión de once teólogos (ninguno con una mínima preparación sobre astronomía), concluyeron al unísono que negar a la Tierra su condición de centro del Universo era «estúpida, absurda y herética por contradecir la Sagrada Escritura». Galileo fue denunciado a la Santa Inquisición, que tras apresarlo lo procesó y obligó a confesar públicamente lo erróneo de sus ideas bajo pena capital. Aceptó hacerlo para librarse de la muerte, aunque se dice que susurró por lo bajo «Eppur si muove» (y sin embargo, se mueve); no está probado que haya pronunciado esa frase, pero encajaría en el perfil de hombre de ciencia que era. A pesar de abjurar, fue encarcelado, pasando sus últimos días de vida en arresto domiciliario hasta que falleció en 1642.
Sorprendentemente, y a pesar de que el Sistema Solar y muchos otros cuerpos celestes ya no tienen secretos sobre sus movimientos, ni siquiera para la propia Iglesia, debieron transcurrir más de 350 años desde la muerte de Galileo para que un papa, Juan Pablo II, lo rehabilitase en 1992, pidiendo perdón por la condena que recibió de la Inquisición.
Otros astrónomos siguieron la senda Heliocéntrica cuya implantación ya no tendría marcha atrás. Johannes Kepler, que era contemporáneo de Galileo, estudió las órbitas planetarias circulares pero no conseguía que encajaran matemáticamente, hasta que descubrió que las órbitas no eran circulares, sino elípticas. Esto echaba por tierra totalmente el concepto de perfección que los aristotélicos tenían del círculo. Si todavía quedaban defensores del geocentrismo, estas nuevas pruebas vendrían a acallar aun más su «verdad». En base a sus descubrimientos, Kepler formuló en su obra «Astronomia nova» las tres leyes que hoy llevan su nombre.
Este recorrido histórico merece terminar citando al que fue calificado como el mayor científico de todos los tiempos, el inglés Isaac Newton. Su obra, de largo título pero que suele abreviarse simplemente como «Principia», puede decirse que culminó la Revolución Científica que había comenzado con Copérnico. Newton, explicó el movimiento planetario y desarrolló también el concepto de gravedad. Descubrió que las leyes naturales que rigen para el movimiento de la Tierra son las mismas que actúan para los demás cuerpos celestes, formulando así su Ley de Gravitación Universal.
Newton no sólo fue un genio, fue además el más afortunado, porque un sistema que rija el mundo sólo se puede encontrar una vez, y Newton no sólo lo hizo, sino que lo dejó plasmado en leyes matemáticas irrefutables. A partir de entonces, ni la Iglesia, ni los teólogos, ni nadie con supuesta docencia científica o de otra naturaleza, podría jamás rebatir la «verdad» de las pruebas que Newton dejó para la historia de la humanidad.
Somos una minúscula mota de polvo en el Universo; una foto tomada por la sonda Voyager 1 en 1990 a 6.000 millones de kilómetros de la Tierra, nos identifica como un diminuto puntito azul pálido en medio de un espacio vacío y tenebroso. Y sin embargo somos parte de una inmensa galaxia en forma de espiral (la Vía Láctea) plagada de soles, planetas y otros numerosos cuerpos estelares (se estima que puede poseer hasta 400 millones de estrellas).
El lugar que habitamos es un punto oscuro y muy distante de la Galaxia, nuestro Sistema Solar se halla situado cerca del borde de uno de los brazos de esa espiral de la Vía Láctea, conocido como Brazo de Orión, que gira muy lentamente a razón de una vez cada 250 millones de años. El diámetro de nuestra galaxia ha sido recalculado recientemente, y es más grande de lo que se suponía, cerca de dos millones de años luz, es decir, que si pudiéramos apuntar con una linterna desde un extremo de la Galaxia, el rayo de luz tardaría casi dos millones de años en atravesarla y llegar al otro extremo.
Del incontable número de estrellas que pueblan la Vía Láctea, los humanos que habitamos la Tierra sólo conocemos una de cerca, lo bastante como para poder estudiarla pero sobre todo «sentirla», ya que cada día nos alumbra, nos calienta y nos entrega energía suficiente para nuestra existencia y la de los demás animales y plantas; es nuestro astro rey, el Sol. Dentro de esa Galaxia a la que pertenecemos, podemos imaginar otros mundos similares o parecidos al nuestro, con sus soles, sus planetas y satélites; muchos de ellos podrían contener alguna forma de vida, tal vez inteligente, tal vez avanzada o simplemente en sus primeros estadios de evolución. Podemos imaginar a esos seres observando el Cosmos, como nosotros, formulándose preguntas sobre la existencia y la razón de ser, y con sus soles y planetas cercanos como única información para formularse teorías y conjeturas acerca de lo que hay más allá. Podemos convenir así que cada mundo, cada sistema estelar, es una isla en el espacio, confinada y en perpetua cuarentena de cualquier otro mundo por los años luz que les separa.
La realidad del espacio es que lo común y ordinario es la nada. La mayor parte del Cosmos está vacía, angustiosamente desierta, un vasto, gélido, oscuro y perpetuo vacío intergaláctico. Contaba el gran astrofísico y divulgador científico Carl Sagan en su obra «Cosmos», que si nos soltaran al azar en cualquier lugar del Universo, la probabilidad de caer en un planeta o cerca de él, sería de una entre mil millones de billones (un 1 seguido de 33 ceros), una probabilidad que en nuestra vida diaria se considera nula, dando así a los mundos la calificación de «preciosos». Por ello, lo anormal, lo raro, lo extraño, es un planeta como el nuestro o los demás que nos acompañan alrededor del Sol. Nuestro Sistema Solar es como una «fiesta» solitaria de los astros que se desarrolla en un apartado lugar del espacio profundo, a un tiempo y distancia de otras posibles fiestas a las que, con nuestra tecnología actual, jamás podremos asistir.
Las distancias astronómicas son tan altas, que no es posible realizar cálculos utilizando las unidades de medida habituales de la tierra, el metro o el kilómetro no nos sirven. Por ejemplo, el tamaño de la Vía Láctea tendría una anchura que, en kilómetros, sería una cifra seguida de muchos ceros, por ello se recurre a unidades como el año-luz, el parsec (pc), o la unidad astronómica (UA).
El año-luz es una unidad muy asequible, pues sabemos que la luz viaja en el espacio a casi 300.000 km por segundo, es decir, un rayo de luz daría en un segundo diez vueltas a la Tierra. La luz que emite el Sol tarda ocho minutos-luz en llegar hasta nosotros; si hoy fuese el último día de la vida del Sol y colapsase, no veríamos la explosión hasta ocho minutos después de suceder. En un año, la luz recorre en el espacio casi diez billones de kilómetros, por tanto esta unidad no mide tiempo, sino distancias enormes.
El parsec es una unidad que utiliza la trigonometría para establecer la distancia; es un poquito complicada de definir, pero básicamente consiste en tomar al Sol y la Tierra como los dos vértices de un ángulo, y el punto que deseamos medir, por ejemplo una estrella, como tercer vértice; cuando el ángulo del paralaje es de 1 segundo, tenemos una distancia de exactamente 1 parsec. Esta distancia equivale a 3,26 años-luz.
Por su parte, la unidad astronómica es más fácil de definir y entender, porque no es más que la distancia media que hay entre la Tierra y el Sol, que es de 149.597.870,700 metros; esa distancia es 1 UA. Marte, por ejemplo, se halla a 1,52 UA, es decir, poco más de una vez y media la distancia entre nuestro planeta y el Sol.
El estudio de otras estrellas ha permitido establecer teorías sobre lo que sucedió en los momentos primigenios de nuestro Sistema Solar. La hipótesis nebular es la teoría más aceptada, y que ya fuera propuesta en el siglo XVIII. Así, se ha convenido que la formación del Sistema Solar tuvo lugar hace unos 4.600 millones de años, a partir de una gigante nebulosa de gas y polvo masivo que colapsó.
Debido a la gravedad, la mayor parte de esa masa se habría concentrado en el lugar de nacimiento del Sol, generándose una presión y temperatura extremas que la forzó a seguir colapsando. La gran densidad y temperatura de la nube provocó una fusión nuclear, creándose así nuestro Sol. Al mismo tiempo, el resto de la masa se aplanó en lo que se llama disco protoplanetario o disco de acreción, orbitando a la joven estrella recién creada; en estos procesos físicos del disco es cuando se fueron creando los planetas, satélites, asteroides y otros cuerpos estelares y menores del Sistema Solar, aunque todo ello sucedió a lo largo de un periodo de evolución, al principio algunos satélites nacieron directamente de la nube de gas y polvo, mientras que otros se formaron por sí mismos de manera independiente para más tarde ser capturados por los planetas e incorporados a sus órbitas. Otros satélites pudieron formarse como resultado de grandes colisiones, y ese podría ser el caso de nuestra luna.
Los planetas de nuestro Sistema Solar son mundos cautivos, obligados a circundar el Sol en órbitas más o menos circulares. Cada uno tiene su propio paisaje y composición química. Plutón, ahora degradado a un planeta enano, está cubierto por hielo de metano y le acompañan cinco satélites, siendo Caronte su luna más grande. El Sol es a esa distancia un pequeño punto brillante en un cielo profundamente negro. Alejándonos de la región fría, encontramos algunos gigantes gaseosos, son los planetas exteriores como Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Todos ellos están rodeados por un buen número de lunas heladas.
Júpiter es el planeta más grande del Sistema Solar; para entender la magnitud de su tamaño sólo decir que en él cabrían 1.321 Tierras. Las investigaciones descubrieron que se formó antes de que naciera el Sol, siendo por tanto el planeta más antiguo. Está formado sobre todo por hidrógeno y helio. Hasta la actualidad se han descubierto 79 lunas, siendo Ganímedes la más grande, no sólo de Júpiter, sino de todo el Sistema Solar.
Una característica notable que identifica a este planeta, es la gran mancha roja que presenta en el hemisferio sur, consistente en un enorme anticiclón que se mantiene activo desde hace al menos 300 años. El diámetro de ese remolino es tan grande que cabrían más de dos Tierras en su interior.
La temperatura media en la atmósfera de Júpiter es de unos 150º bajo cero, sin embargo, conforme nos adentramos hacia la superficie esa temperatura va aumentando hasta llegar a la increíble cifra de 30.000º C, capaz de fundir cualquier materia como sucede con las lavas; la fuente de esa inmensa energía no puede provenir del Sol, que es muy débil, sino de una fuerza interna. Júpiter, según su fase, es el que presenta mayor brillo durante el año. Es el de rotación más rápida de todo el Sistema Solar, un día de Júpiter dura un poco menos de 10 horas terrestres, sin embargo es muy lento en su recorrido alrededor del Sol, tarda cerca de 12 años terrestres en completar una vuelta.
Otro planeta formado por helio e hidrógeno es Saturno. Merece recrearnos en admirar la belleza del segundo planeta más grande del Sistema Solar, en cuyo interior cabrían juntas 760 Tierras. Aunque es un monstruo en tamaño, posee una densidad muy pequeña comparada con la Tierra, menor que la del agua, de tal forma que si existiera un inmenso mar donde pudiéramos depositarlo, simplemente flotaría como si de un balón hinchable se tratara. Las temperaturas son heladas, con un promedio de 130º bajo cero, e incluso llegando a -180º en la región de las nubes. En su interior se producen vientos increíblemente rápidos, que pueden alcanzar en el ecuador los 1.800 km por hora, un fenómeno que en la superficie de nuestro planeta provocaría una destrucción inimaginable y probablemente la imposibilidad de conservar la vida. Contrasta con su movimiento alrededor del Sol, que es propio de reyes, lento y majestuoso, tarda 29 años en dar una vuelta completa. Sin embargo, su rotación es rápida como la de Júpiter, un día en Saturno dura poco más de diez horas terrestres.
Saturno tiene alrededor de 82 lunas que lo orbitan atraídos por su gravedad, muchas de ellas descubiertas recientemente; la más grande es Titán, de tamaño ligeramente mayor que el planeta Mercurio; es la segunda más grande del Sistema Solar después de la luna de Júpiter, Ganímedes. Pero lo impresionante de Saturno es su sistema de anillos helados, Galileo Galilei fue el primero en observarlos en 1610, aunque su rudimentario telescopio no le permitió apreciar su forma real. Fue mucho más tarde, gracias a la tecnología de los telescopios astronómicos, cuando se pudo descubrir que los anillos están compuestos por miles y miles de millones de partículas de hielo y rocas, algunas tan pequeñas como un grano de arena y otras tan grandes como un edificio. Se estima que estas materias son los restos de asteroides, cometas y satélites ya extinguidos que han terminado siendo capturados por la gravedad del planeta e incorporados a su órbita. En realidad los anillos son de anchura muy fina, como si estuviéramos viendo la superficie y el canto de un DVD, pues aunque esos anillos de materia se extienden a miles de kilómetros de la superficie de Júpiter, su grosor es de sólo unos 10 metros.
En las órbitas más externas del Sistema Solar nos encontramos con otros dos planetas gigantes después de Júpiter y Saturno, son Urano y Neptuno. Ambos son muy parecidos en diversos aspectos, por ejemplo las masas, tamaños y distancias al Sol son similares, pero también presentan características muy diferentes. Así, mientras que Neptuno tiene el eje de rotación más o menos alineado como el resto de los planetas del Sistema Solar, el de Urano está inclinado 98º, probablemente debido a un impacto, o sea que gira tumbado hacia un lado alrededor del Sol. Como el planeta tarda 84 años en dar una vuelta al Sol, los polos pasan 42 años expuestos a la luz y otros 42 en total oscuridad, aunque dada la lejanía del Sol apenas tiene influencia. Haciendo un símil con la Tierra, es como si nuestro planeta tuviese los polos a la altura del ecuador, quedando durante seis meses un hemisferio hacia el Sol y en total oscuridad el otro hemisferio. Por supuesto si eso sucediera en la Tierra, nuestro hogar sería muy distinto no sólo en cuanto a las dificultades para la vida en determinadas zonas debido a lo extremo de las estaciones, sino también en cuanto a climas y meteorología; probablemente regiones que hoy son desiertos alternarían cíclicamente el hielo con las altas temperaturas.
Urano es un gigante gaseoso como Júpiter y Saturno, compuesto principalmente por helio e hidrógeno, aunque también contiene en abundancia elementos pesados como nitrógeno, hierro, silicio, carbono… Está rodeado de un manto de agua, metano y amoniaco en su mayor parte. Tiene 27 lunas, la más grande es Titania. Las temperaturas internas de Urano son las más frías del Sistema solar, alcanzando los 220ºC bajo cero. Externamente apenas presenta rasgos distintivos, mostrando un aspecto muy liso y uniforme de esfera de color azul verdoso. Aunque no sean visibles desde la Tierra, Urano también tiene anillos a su alrededor igual que Saturno; los investigadores han podido identificar trece anillos de materias orbitando el planeta, probablemente provenientes de un satélite que fue impactado por otros objetos estelares.
Por su parte, Neptuno destaca por la dinámica de su atmósfera, con manchas que nos recuerdan a Júpiter y sus poderosas tormentas. Una de ellas, conocida como la Gran Mancha Oscura y cuyo tamaño ocupaba un espacio tan grande como el de la Tierra, desapareció en 1994, pero a continuación se formaron otras. En Neptuno se desarrollan los vientos más fuertes que en ningún otro planeta del Sistema Solar, hasta 2.000 kilómetros por hora. Al igual que los demás planetas gaseosos, Neptuno está formado principalmente de helio e hidrógeno; el aspecto azul que presenta su atmósfera, es debido a los rastros de metano que se hallan en las áreas periféricas. Posee catorce lunas conocidas, la más grande con diferencia es Tritón.
Cabe citar que Neptuno no fue descubierto por observación, sino que fue deducida su existencia matemáticamente, cuando el francés Urbain Joseph Le Verrier observó que determinados cambios en el comportamiento de Urano sólo podía deberse a que existía otro planeta cercano que estaba influenciándolo; llegando a precisar la ubicación casi exacta de Neptuno, que más tarde pudo ser identificado mediante telescopios; el 31 de agosto de 1846 fue anunciado públicamente su localización.
Hacia la zona cálida, nos encontramos con los planetas rocosos, como Marte, que presenta paisajes y huellas del pasado interesantísimos. Su apelativo de «rojo» es debido al óxido de hierro predominante en la superficie que le confiere esa apariencia rojiza. Aunque es notablemente más pequeño que la Tierra, tiene muchas similitudes con nuestro planeta en cuanto a la rotación y las estaciones, pues un día en Marte dura exactamente 24 horas y 37 minutos, y también se manifiestan estaciones debido al ángulo de inclinación del ecuador. Sin embargo, el año marciano dura bastante más que en la Tierra, concretamente 687 días terrestres. A Marte le acompañan dos lunas, Fobos y Deimos.
La superficie de Marte está en su mayoría cubierta de cráteres; aquí se halla el cañón más grande y los mayores volcanes del Sistema Solar. Gran parte del Hemisferio Norte está ocupado por el mayor cráter de impacto, con un impresionante diámetro de 3.300 km, una cuenca que estuvo en sus orígenes cubierta por un gran océano. El agua líquida corría en grandes cantidades por la superficie en otros periodos geológicos, pero hoy en día se halla en forma de hielo, tanto en la superficie como en el subsuelo, además de en los casquetes polares, ya que la temperatura del suelo siempre está por debajo de 0ºC. En los casquetes, las estructuras de hielo producen durante los cambios estacionales una sorprendente variedad de paisajes exóticos, en forma de manchas, arañas o abanicos.
El fenómeno más dinámico en la superficie de Marte es el viento, donde se desarrollan enormes tormentas de arena, y de hecho es el responsable de la evolución de su paisaje. El polvo y la arena cubren prácticamente toda la superficie, con extensos campos de dunas, ondulaciones y pistas formadas por los remolinos. No obstante, los paisajes marcianos tienen diferencias notables entre los dos hemisferios; el hemisferio norte presenta formas bastante uniformes y homogéneas, mientras que en el hemisferio sur reina un terreno caótico, con extensas fallas tectónicas, enormes depresiones y abismos colosales.
Por proximidad al Sol, Venus es el segundo planeta del Sistema Solar. No posee satélites naturales. Aunque la vida no parece posible en su superficie debido a las temperaturas extremas que presenta, tiene sin embargo similares características físicas, de tamaño, masa y composición que los de nuestro planeta, por lo que también es llamado el planeta hermano de la Tierra. No obstante, es muy diferente en cuanto a su atmósfera, que está formada por nitrógeno, dióxido de carbono y ácido sulfhídrico, eso le convierte en el planeta más caliente del Sistema Solar a pesar de que Mercurio está más cerca del Sol, y ello es debido a que el dióxido de carbono actúa como gas de efecto invernadero atrapando y conservando el calor; la temperatura puede alcanzar los 465ºC, suficiente para fundir el plomo. La presión atmosférica es 90 veces mayor que la de la Tierra, siendo además la más alta de los demás planetas rocosos (Mercurio, Marte y la propia Tierra). La órbita de Venus es la más circular de todos los planetas.
Venus no dispone de agua líquida, pero en su atmósfera se ha podido identificar la existencia de una molécula llamada fosfina, que se sabe está generada por microbios, por lo que podría dar indicios de la existencia de alguna forma de vida. Se estima, por los estudios realizados, que en el pasado existieron en Venus océanos como los de la Tierra, e incluso pudo reunir condiciones de habitabilidad.
Venus, aún teniendo muchos parecidos con la Tierra y haber sido tal vez un lugar habitable en otros periodos de su historia geológica, es sin embargo el único planeta del Sistema Solar que va a contracorriente, su eje gira en el sentido de las agujas del reloj, es decir, el sentido de rotación es opuesto al resto de los demás planetas. Esto significa que el Sol sale por el Oeste y se oculta por el Este. Además, el día es extremadamente largo: un día venusiano dura 243 días terrestres. El año es un poco más corto que en la Tierra, tardando 224 días en dar una vuelta completa al Sol. Paradójicamente, un día venusiano dura más que un año venusiano. Venus es uno de los pocos cuerpos celestes que puede ser observado a simple vista en determinados meses del año, por lo que es posible que este planeta fuese conocido desde los tiempos prehistóricos; antiguas civilizaciones, como la maya, dejaron los ciclos de Venus grabados en sus calendarios.
Mercurio es el planeta más pequeño, más rápido, más cercano al Sol, y además el más excéntrico de todos los planetas del Sistema Solar. Esto quiere decir, que su órbita alrededor del Sol es la menos circular de todas. Esto puede parecer trivial, pero sólo hay que recordar que los griegos fundaron una pseudorreligión que perduró durante casi 2000 años, con el círculo como símbolo de su «Dios». El concepto de absoluta perfección que los aristotélicos y platónicos tenían del círculo y la esfera lo aplicaban a los cuerpos celestes, por lo que un movimiento excéntrico de un planeta en vez de circular sería para ellos una aberración que no podía ser perdonada a ninguno de sus alumnos que osase plantearlo, porque hallaban en el movimiento de las esferas celestes un comportamiento armonioso que contrastaba con su imperfecto y desordenado mundo cotidiano. Teniendo en cuenta que esos filósofos de la antigua Grecia aplicaban tales conceptos desde una perspectiva mística, casi religiosa, de haber conocido esta realidad de un planeta como Mercurio, tal hecho haría tambalear sin remedio los cimientos de todas aquellas enseñanzas, y probablemente serían condenados al ostracismo. No fue hasta una época muy reciente, en 1609, cuando Johannes Kepler demostró mediante las tres leyes que llevan su nombre, que las órbitas de los planetas no son circulares, sino excéntricas; en ese momento el dogma del círculo aristotélico fue enterrado para siempre y sus seguidores convertidos en historia.
Mercurio tiene algunas curiosidades dignas de mención. Su tamaño, medido en el ecuador, es de solo 4.876 kilómetros, o sea que dentro de la Tierra cabrían casi tres Mercurios juntos. Es el más veloz orbitando al Sol, puede llegar a 180.000 kilómetros por hora; casi diez veces más rápido que Neptuno, que es el más lento; su año solar es de sólo 88 días terrestres, que es lo que tarda en dar una vuelta completa al Sol, sin embargo rota tan lentamente que tarda casi 59 días en completar una vuelta sobre su propio eje. Aquí podríamos pensar que un día en Mercurio dura 59 días terrestres, pero en realidad desde que se hace la noche hasta que regresa el día en un punto dado de la superficie, tarda casi el triple, o sea 176 días; este fenómeno es conocido como «resonancia orbital»; Mercurio está en resonancia 3:2 con el Sol, es decir rota sobre sí mismo tres veces por cada dos veces que da la vuelta al Sol.
Una de las curiosidades más sorprendentes de Mercurio es que, por lógica física, la temperatura en la superficie debería ser un infierno, y ciertamente puede alcanzar los 400ºC, sin embargo en algunas zonas mantiene hielos perpetuos, es decir que no se derriten nunca. Estos lugares que albergan agua congelada se hallan en cráteres protegidos de los rayos directos del Sol, donde las temperaturas caen radicalmente a 200ºC bajo cero. Esto pudo ser confirmado directamente por la sonda Messenger que visitó y orbitó el planeta en 2011.
La atmósfera de Mercurio es la más tenue y delgada del Sistema Solar, tal es así que la radiación solar impacta casi en su totalidad sobre la superficie al no disponer de un filtro efectivo, como sí sucede con la capa de ozono de la Tierra, y eso provoca que los gases que se forman terminen disipándose en el espacio exterior. Este tipo de atmósferas casi inexistentes son llamadas por los científicos «exoesferas»
No podemos dejar de comentar una última curiosidad de Mercurio, su cola. Sí, Mercurio tiene cola, podríamos decir que el cometa más grande del Sistema Solar es un planeta, algo muy extraño en un sistema planetario, y es que este cometa no vaga por el espacio, sino que lo tenemos aquí, orbitando el Sol como un planeta más. Su prominente cola está formada por una envoltura gaseosa de hasta 24 millones de kilómetros de distancia, producto de la fuerte radiación solar que consigue empujar hacia el espacio átomos de la atmósfera del planeta, como si se se tratara de la vela de un barco empujada por el viento.
Después del recorrido por nuestro Sistema Solar, apreciaremos mucho hallarnos «vivos» en la superficie de nuestro hogar, la Tierra, el único que alberga las condiciones óptimas para la conservación de la vida de animales y plantas. Nuestro mundo verde y azul, es pequeño, frágil, perdido en un océano sideral, alejado de mundos tan distantes, donde ni siquiera podemos asegurar que la luz que nos llega no sea la de mundos moribundos desaparecidos hace millones de años.
Demos pues la bienvenida al planeta Tierra, un lugar de atmósfera respirable, de verdes campiñas, cúspides nevadas, tupidos bosques y selvas repletas de vida, cielos azules y océanos profundos. Un lugar donde los cauces portan el agua dulce que nos entregan las nubes, donde los ríos de lava incandescente fluyen por las poderosas fuerzas internas de la corteza terrestre. Nuestro hogar, es hermoso y a la vez duro y exigente, como una madre, nos alimenta y nos castiga, nos protege y nos lanza al vacío de nuestras propias contradicciones humanas.
Bienvenidos a la Tierra, donde el murmullo de la vida nos despierta cada mañana.
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