Mitos y Leyendas - Galicia: Cuando el tiempo se detuvo (el abad de Armenteira) - 3ª parte
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Mitos y Leyendas

GALICIA

Cuando el tiempo se detuvo (el abad de Armenteira) - 3ª parte


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ro escuchó y escuchó, desde la atención absoluta al embeleso, y desde el embeleso hasta el anonadamiento. Y continuó escuchando, nunca se sabrá por cuánto tiempo. Lo cierto es que en un instante indeterminable, el buen abad recobró la consciencia y sólo pudo suponer que había permanecido en aquel lugar más de lo que sus obligaciones de rector del cenobio calificarían de prudente.

Apresuradamente recorrió el camino de regreso, dice la tradición que al alba de un día que se presentía hermoso. Llegó a Santa María y se sorprendió de ver, junto a la portada de su templo, realidad absoluta ya de lo que únicamente en traza y poca obra real había abandonado, un firme acceso en lo que dejó poco más que en tapial y exigua cancilla.


En una fuente de los bosques de Armenteira, San Ero se detuvo a escuchar el canto de un ave

Tomó la aldaba y golpeó repetidamente en el sello. Pegó el rostro a la madera del portón y escuchó, lejanos y suaves, unos pasos. Se descurrieron cerrojos y apareció un fraile. La cogulla le dijo que era uno de sus hermanos en religión, sí, más no su rostro, que desconocía. Y era difícil que olvidara ninguno, pues la comunidad era, bien lo sabía su abad, muy reducida.

―¿Qué deseáis, hermano?, interrogó el clavero.

―Soy vuestro abad.

―Imposible, hermano. Conozco bien a mi abad, y sin duda vos no lo sois.

Ero hizo retahila de nombres, hasta agotar la nómina de quienes en aquella casa de oración le acataban con reverencia.

Sorprendió al fraile, casi estupefacto en el umbral.

―Hermano, habláis de quienes ya son memoria muy antigua en los pergaminos de Santa María. Nombres de siglos pasados, cuyos cuerpos son cenizas en el cementerio del convento. Decidme: ¿acaso habéis leído la historia de esta casa?

El abad rogó un reposo y demandó agua con la que aclarar su atorada garganta. Lo condujo el buen fraile hasta un poyo, junto al arranque del fuste de labrada columna de un claustro al que sólo faltaban las cresterías.

Tardó Ero en recobrar el reposo. El religioso lo abandonó un momento para demandar la presencia de la comunidad, que llegó al poco, precedida de quien su duda era, ahora, el abad. Este fraile rogó al visitante que relatara de nuevo su identidad y la extraña historia que conllevaba.

Con lenguaje sencillo, Ero narró su vida. Habló de la corte, del monarca Alfonso, de su esposa. De la renuncia a las vanidades del mundo y de la fundación de Santa María, en Armenteira. De la comunidad inicial y de la obediencia que le debía, como abad por ellos elegido.

Su sucesor, tanteando muy mucho el lenguaje a usar, temiendo un desmayo del visitante, le dijo:

―Hermano, habláis de tiempos muy lejanos. Veneramos a Ero, en efecto, nuestro fundador y sin duda un santo. Más de eso, y tenemos constancia escrita, hace un montón de siglos.

El santo abad se convenció de que había estado escuchando el canto del pájaro, quién sabe si mirlo, calandria o ruiseñor, una cantidad imprecisable de centurias. Respetad su memoria, y que nadie, por mor de erudiciones, nos diga exactamente cuántas.

Y que Dios sea loado.

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