LENGUA - LAS LENGUAS PENINSULARES: Los dialectos - 1ª parte
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LAS LENGUAS PENINSULARES

Los dialectos - 1ª parte


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Introducción

l latín penínsular dio lugar al mózarabe, que desapareció, y al gallego-portugués, leonés, castellano, aragonés y catalán. El gallego-portugués, el catalán y el castellano se constituyeron en lenguas; el leonés y el aragonés, faltos de norma y de uso escrito, quedaron reducidos a dialectos, al tiempo que su extensión geográfica disminuyó. Este proceso coincidió con la imposición geográfica y cultural del castellano en la mayor parte de la península: a partir de él surgieron los dialectos meridionales (singularmente, el andaluz) y el español de América.

Dialecto significa "fragmentación". Puede decirse que toda lengua es un dialecto respecto de aquélla de la que, por razones geográficas, históricas y sociales, se ha fragmentado. Pero en el curso de esa fragmentación, algunos dialectos se convierten en lenguas y otros no.

El latín hablado en la Península dio lugar al mozárabe (hablado en la vasta extensión ocupada por los árabes) y, de oeste a este, al gallego-portugués, astur-leonés, castellano, navarro-aragonés y catalán: tales son los dialectos románicos peninsulares. Uno de ellos, el mozárabe, desapareció. El gallego-portugués, el catalán y el castellano, en circunstancias sociales y políticas favorables, se constituyeron en lenguas; esto es, elaboraron una norma que los fijó, sirviendo de modelo de referencia a los hablantes y estableciendo pautas para el uso escrito y culto.

Por el contrario, el leonés y el aragonés, de escaso empleo escrito y literario, y faltos de norma, la buscaron, para usos cultos y suprarregionales, en el castellano: quedaron así reducidos a dialectos (uso casi exclusivamente oral, diversificación muy acentuada en hablas locales) y su extensión geográfica disminuyó. El proceso coincidió con la hegemonía de Castilla y del castellano; o, por decir mejor, fue consecuencia de ella.

El término "dialecto" comporta a veces connotaciones negativas que, desde un punto de vista lingüístico, no tiene; no hay lenguas "mejores" ni "peores" sino más o menos adecuadas para la comunicación entre los seres humanos, que es su finalidad esencial. De modo que los dialectos, para los hablantes que los tienen como propios, son enteramente suficientes para manifestar sus necesidades, afectos y emociones. La supuesta superioridad de las lenguas sólo puede referirse a que ciertos tipos de comunicación las hacen preferibles a los dialectos y, acaso, a que su empleo aumenta el número de interlocutores posibles.

Dicho esto, ¿cuál es la situación actual del leonés y del aragonés?; ¿cuál la del andaluz? Los dos primeros aparecen hoy prácticamente limitados a los registros familiar y amistoso, al uso coloquial de los hablantes procedentes de sus respectivas zonas geográficas; los registros más formales y elevados y, desde luego, el uso escrito, imponen en cambio el castellano, que ofrece un modelo estable fijo y trasciende geográfica y culturalmente aquellas áreas. Sin embargo, hay que hacer algunas puntualizaciones. En primer lugar, en el castellano hablado, aun en su uso formal, entran peculiaridades de los dialectos, sobre todo fónicas (articulación de determinados sonidos, rasgos de entonación), pero también léxicas y -mucho más raramente- gramaticales.

Ello es particularmente claro en el andaluz: en sus rasgos más característicos (varios de los cuales coinciden con los del castellano de América), algunos lingüistas han querido ver el castellano del futuro; un andaluz, como un argentino o un chileno, cuando quieren hablar una lengua cuidada, siguen en general la norma común del castellano en lo que respecta al sistema gramatical, y menos estrictamente en lo que se refiere al léxico (usarán con libertad palabras regionales o locales, como las usaría un burgalés o un vallisoletano); fónicamente, sin embargo, poseen su propia norma (la de Sevilla, la de Buenos Aires, la de Santiago de Chile), no en todo igual a la del castellano de Castilla la Vieja, y es ella la que les sirve de marco de referencia.

Pero tales peculiaridades no llegan a la escritura: la lengua escrita es un freno a la variedad del idioma, un factor de unidad. Y las reformas ortográficas a veces propuestas no han parecido rentables.

La tradición literaria es otro factor esencial de unidad. No existe apenas literatura en leonés ni en aragonés, como no existe en andaluz, extremeño, murciano ni canario. Existe --lo que no es lo mismo-- un rico folklore, recogido a veces por escrito; y también una literatura en castellano que, eventualmente, ha incorporado rasgos dialectales.

No obstante, ciertos dialectos -como el bable- son hoy reivindicados por algunos de sus hablantes como lenguas, lo que pasa, necesariamente, por su normalización, su cultivo escrito en toda circunstancia y la escolarización en tal dialecto (o lengua).

A tal reivindicación se opone el argumento de que normalizar artificialmente un dialecto (el bable, variedad del leonés, es él mismo un conjunto de hablas locales) es hacerlo ajeno a sus propios hablantes, y se alega además que el castellano ha sido desde muy antiguo la lengua de cultura de asturianos, aragoneses o andaluces. La polémica persiste y en ella hay motivaciones, más que lingüísticas, culturales y políticas.

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