Como mentes inquietas que somos escribimos sobre todo aquello que nos asombra, cautiva, llama nuestra atención, o simplemente no nos cabe en la cabeza. Lo que sigue es un ejemplo de la capacidad humana para llegar a los límites propios o del medio en la búsqueda de respuestas ante lo desconocido.
Nuestro planeta es una simple mota de polvo en el Universo, o incluso menos: un simple átomo de una mota de polvo vagando por el espacio interestelar, pero en nuestras dimensiones físicas cualquier distancia, altura o profundidad, puede constituir todo un reto a salvar. Los humanos nos afanamos por superar esas barreras, en unas ocasiones por satisfacción personal o ansias de competición, y en otras por la gran atracción que supone explorar lo desconocido y desvelar los misterios que ocultan.
Antes de que la idea de llegar a la luna ni siquiera pudiera plantearse seriamente sin arrancar alguna carcajada a nuestros congéneres de tiempos pasados, los retos eran: quién alcanzaba la mayor velocidad, quién se sumergía a mayor profundidad, quién llegaba más alto sin oxígeno, o quién volaba más tiempo sin dar con las plumas en tierra.
La cuestión de las alturas y las profundidades estaba siempre en la mente de los más intrépidos. Y así, las cúspides se convirtieron en ansiosas metas para los amantes de la exploración. El Everest, situado en la cordillera del Himalaya, es el monte más alto de nuestro planeta, con 8.848 metros sobre el nivel del mar; le sigue el Karakorum2, más conocido como K2, con 8.611 metros, también en la misma región. Ambos montes, y especialmente este último por su dificultad de ascensión, fueron blanco de ataque y ataúd de muchos malogrados alpinistas; más de un centenar dejaron allí sus vidas. La estadística es especialmente dura con las mujeres, pues de las seis que intentaron alcanzar cumbres superiores a 8.000 metros, sólo una regresó con vida: la española Edurne Pasabán.
Pero, no está sobre la superficie terrestre la mayor magnitud orográfica conocida. Es bajo el mar, la zona menos explorada del planeta (incluso menos que el espacio exterior), que alberga todavía muchas incógnitas por resolver, donde se encuentran las mayores depresiones de la Tierra.
En la región abisal, la cual comprende alrededor de un 80% de todas las superficies oceánicas, hay abismos que superan los 10 km. de profundidad, bastante superior en magnitud a la cumbre más alta en superficie. La fosa más profunda es la llamada Challenguer, con 11.033 metros, situada en las islas Marianas, en el Océano Pacífico.
Es aquí donde entra en escena el célebre personaje de mi historia: el físico e inventor suizo Auguste Piccard. Echadle un vistazo a su fotografía, ¿No os recuerda a alguien ese rostro? A los más jóvenes no les dirá nada, pero las “viejas” mentes inquietas lo asociarán rápidamente con el profesor Silvestre Tornasol, el científico sordo y despistado de las aventuras de Tintín. Precisamente, Hergé, el creador de Tintín, se inspiró en los rasgos físicos de Piccard (que era su amigo) para dar imagen al personaje.
Auguste Piccard era una auténtica mente inquieta, le llamaba la atención los límites. Miraba hacia arriba, hacia la atmósfera, y hacia abajo, hacia las profundidades del mar, y se obsesionaba en cómo saltárselos.
Su primer reto fue la estratosfera: en 1931 diseñó una cápsula presurizada y la colgó de un globo lleno de hidrógeno, consiguiendo ascender protegido en su interior hasta una altitud de casi 16 kilómetros sin perecer en el intento. Ese récord lo superaría al año siguiente, alcanzando en esa ocasión una altura superior a los 16.500 metros; fue el primero en observar la curvatura de la Tierra desde una posición como jamás antes fuera vista.
Piccard no se conformó, y en 1937 presentó el invento de un batiscafo con intención de sumergirse a grandes profundidades. Después de variados estudios e intentos, sería en 1953 cuando conseguiría alcanzar una profundidad de 3.150 metros en una zona próxima al archipiélago de Cabo Verde.
A lo largo de varias inmersiones, aprendiendo y mejorando el diseño del batiscafo, iría rompiendo cada record anterior. Una versión del sumergible, el llamado FNRS III, alcanzó en 1954 los 4.050 metros de profundidad en un punto cercano A Dakar.
Piccard no se conformaba con una marca límite, lograda una ya pensaba en cómo romperla. Su obsesión estaba en la región que alberga las fosas más profundas de la Tierra: las Marianas. Construyó entonces el Trieste, un nuevo batiscafo con el que hizo numerosas pruebas en el Mediterráneo.
En 1960 Auguste Piccard ya tenía 76 años, pero además de sus genes, transmitió a su hijo Jacques todas sus ambiciones. Jacques, acompañado de un teniente de la marina norteamericana, rompería para orgullo de su padre el record del mundo de profundidad en la fosa de las Marianas, alcanzando la increíble distancia en vertical de 10.916 metros.
A casi 11 kilómetros de profundidad, el Trieste tuvo que soportar una presión mil veces superior a la atmosférica. En ese lugar reina la oscuridad total, apenas hay oxígeno y la temperatura es fría (no superior a 2º C). La vida es escasa, y lo conforman algunos tipos de crustáceos, moluscos, anémonas, etc. Físicamente, las fosas son tremendos abismos, estrechos y altamente escarpados.
Técnicamente, el estudio de las fosas submarinas es sumamente complicada, pero seres inquietos como Auguste y su hijo Jacques, nos demostraron que los límites de su tiempo podían ser traspasados. Seguramente, con estos antecedentes, los límites actuales también caerán.
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