Blog Naturaleza educativa

VENTURAS Y DESVENTURAS DE UN GATO LLAMADO PITUFO

Esta historia comienza en el mes de mayo de 2010, en una aldea del Norte de Galicia. En realidad, el lugar no tiene importancia pues la mala suerte de un gato puede ser venir a este mundo en cualquier lugar donde no se le espera, o donde ya existe una población elevada de ellos. Pitufo pudo ser uno de esos tantos gatos predestinados a morir al poco de nacer.

La madre de Pitufo traía más de un gatito, pero sus dueños no podían quedarse con ninguno. Si nadie se hacía cargo, un oscuro destino parecía estar escrito para ellos. Mi relación con los dueños tampoco tiene interés, lo relevante es que un alma caritativa (mi hija) abogó porque al menos uno de esos gatitos pudiera tener un hogar, salvándolo de un triste y cortísimo paso por este mundo. Ella era muy consciente de mi rechazo a tener animales en un piso de ciudad, por las responsabilidades que la tenencia de una mascota conlleva, por eso recurrió a su madre para que me presionara «cariñosamente». Así que insistió, al menos hasta que le dijésemos que nos lo pensaríamos.

Entretanto, comencé a trazar la idea de cómo endosarle el gatito a otra persona para no decir «no» a la propuesta; tener un animal en el piso era algo que no me agradaba en absoluto. Al momento pensé en mi madre, una mujer campesina de toda la vida, que reside a doscientos kilómetros de mi, en la frontera del Río Miño con Portugal. El problema es que ella ya tiene dos gatos y dos perros, y no sabía cómo encajaría proponerle acoger a otro miembro más. Por eso, la fui convenciendo de que un gatito joven sería bueno para rejuvenecer la camada, pues los otros dos ya tenían su edad. Le pareció bien, así que le di una buena noticia a mi hija.

Al poco tiempo ella apareció con un precioso gatito mestizo de unos pocos días a manchas blancas y negras; era tan chiquitito que casi cabía en la palma de una mano. Se quedó una noche en el piso para viajar al día siguiente, pero mi hija con muchos mimos le permitió dormir en su habitación sobre la cama, un error y una costumbre que asumió el animal y aún hoy en día no hemos podido corregir.

Tras un viaje muy incómodo para un Pitufo que contaba con muy pocos días de existencia, la llegada del nuevo miembro a la finca fue un acontecimiento importante para los dos perros –un macho y una hembra pequeños y muy juguetones–. Con el gatito en mi manos, ambos perros se afanaban por alcanzarla para olfatear y reconocer al recién llegado, lo cual, muy asustado, era respondido inmediatamente con unos tremendos bufidos del gatito, que espantaba a los cánidos con el rabo entre las piernas.

Enseguida, mi madre le procuró a Pitufo unos excelentes cuidados, tanto en alimentación como en un alojamiento adecuado mientras era tan pequeño y vulnerable. Pero el diminuto Pitufo fue creciendo y adaptándose al medio con una asombrosa facilidad. Tanto es así, que en pocos meses se había hecho con el territorio y mandaba dictatorialmente en todo lo que se movía por él. Aquel gatito que bufaba aterrorizado cuando intentaban olfatearlo, era ahora respetado hasta el extremo que los perros se apartaban a su paso agachando la cabeza, y los otros gatos le rendían pleitesía.

Pitufo se convirtió en un cazador de primera. Varias veces le sorprendí en medio de lo maizales, escudriñando a las urracas y arrendajos, a veces subido a los frutales para esperar cautelosamente a las aves que venían a picotear los higos o las manzanas. En más de una ocasión descubrí el resultado de sus cacerías: algún esqueleto y restos de plumas.

A pesar de la vida eminentemente rural y de convivencia con otros animales de la casa, Pitufo no había olvidado las prebendas que su salvadora le había otorgado cuando contaba con pocos días de vida, pues a la mínima oportunidad que se le presentara para entrar a la vivienda, fuera una puerta o una ventana entreabierta, se colaba hasta el dormitorio de mi madre y allí se quedaba durmiendo tranquilamente sobre su cama. Las correcciones que intentaba aplicarle caían siempre en saco roto, indicativo de que los gatos, al contrario que los perros, no obedecen órdenes y hacen siempre lo que les place.

Pero el pobre pitufo tenía un problema existencial, sólo había gatos macho en el lugar, y cuando la llamada del amor se hacía presente vagaba como alma en pena por los montes y caminos, maullando con una voz tan lastimera y humanizada, que bien parecía el llanto de un bebé. La casa más cercana donde podía encontrar hembras estaba a medio kilómetro, y para llegar tenía que cruzar una carretera, varias pistas y algún regato, además de algunos montes y desniveles que debía afrontar en su trayecto. Así que Pitufo tenía que darse largas caminatas en busca de su complemento natural, alejándose del hogar donde obtenía cobijo y alimento regularmente.

Pero esa búsqueda tenía sus consecuencias. Otros gatos competían también con él por las escasas hembras, y así, cada noche el pobre Pitufo aparecía en la casa maullando gravemente y con alguna señal de la lucha entablada: una cojera, un jirón de piel o unos rasguños. Mi madre, con mucho cariño le curaba y le alimentaba, pero cada vez sus ausencias eran más largas, llegando ella a dudar en alguna ocasión de que aún viviese. Hasta una semana entera se llegó a estar ignorante de su paradero, y cuando regresó venía famélico, esquelético y casi sin fuerzas.

A veces, se escuchaban en la lejanía los maullidos lastimeros de Pitufo por su mala suerte con las hembras, y en otras las terribles luchas con sus competidores. Alguno de los vecinos residentes en esos sitios no le gustaba oir tales reyertas gatunas por la noche o a la hora de la siesta, y pensó que unos cuantos cebos envenenados acabarían con el problema. El pobre pitufo, que muchas veces vagaba hambriento por sus largas ausencias, comió uno de esos cebos malditos.

A los dos días, una tía mía que vive a poco menos de un kilómetro de nosotros, se acercó para decirnos que en las proximidades de su casa había un gato casi muerto que parecía nuestro Pitufo. Mi madre se dirigió allí y, efectivamente, era Pitufo que se encontraba estirado en un descampado y echando espuma por la boca. Mi madre lo recogió con mucho cuidado y lo llevó a la casa de mi tía. Lo primero que hizo fue hacerle beber aceite de oliva, pero Pitufo no respondía aunque parecía respirar muy débilmente, sus ojos estaban cerrados y el cuerpo yacía como muerto. Aún así le introdujo el aceite como pudo hasta que desapareció casi un cuarto de litro a través de su garganta. Como hacía un tremendo calor, lo depositó extendido sobre el suelo fresco de una cuadra vacía, y allí lo dejó. Tanto mi madre como mi tía coincidieron en que a la mañana siguiente habría que enterrarlo porque estaba prácticamente muerto.

Y llegó el día siguiente, y mi madre visitó al moribundo. Allí seguía, no estaba muerto, pero tampoco reaccionaba, sus ojos continuaban cerrados y no emitía sonido alguno. Ella observaba el animal a la vez que hacía un gesto negativo con la cabeza, en el sentido de que tras veinticuatro horas así estaba más muerto que vivo. Por la tarde, lo volvió a visitar, y pareció oirle ronronear, pero su cuerpo seguía inmóvil y sin ningún otro vestigio de que quisiera reaccionar.

Esa noche una tremenda tormenta asoló el lugar, las pistas de tierra se convirtieron en lodazales, y las escorrentías fueron tales que cientos de kilos de tierra y arena se acumularon en los cauces que se utilizan para regar los campos. Como no dejaba de llover, mi madre llamó por teléfono a su hermana para saber si Pitufo ya había muerto, pero para su sorpresa, mi tía le dijo que Pitufo había desaparecido, no se hallaba rastro de él. Nos quedamos extrañadísimos, en ese momento pensamos que tal vez el cuerpo se lo había llevado alguna alimaña.

Pasaron otras veinticuatro horas y todavía lloviznaba cuando mi madre escuchó un sonido que le era familiar. Tomó un paraguas y se acercó a un sendero que discurre por detrás de la casa. A unos cincuenta metros ahí estaba nuestro Pitufo, temblando como un San Benito, empapado, gimiendo y exhalando unos sonidos muy lastimeros, sin fuerza, casi apagados. Arrastraba las patas traseras y apenas podía avanzar con las delanteras. No debía mirar bien porque lo poco que caminaba lo hacía desorientado y tropezando cconstantemente con los objetos que encontraba en su camino. Al verlo, la primera exclamación de mi madre en su típico gallego aportuguesado fue ¡Santo Deus, isto eche un milagro!, para a continuación inquerir al pobre vagabundo ¿pero ti de onde ves pobre desgraciado? Entonces, lo tomó en sus manos y lo llevó rápidamente a cubierto. Tenía un aspecto lamentable, estaba helado y temblando, así que lo secó y lo envolvió en unas mantas, acercándolo después a la cocina de leña para que recuperara la temperatura corporal. Poco a poco le fue dando alimento de su propia mano, hasta que pudo comenzar a ponerse en pie por si mismo.

En el momento de escribir esta historia hace tres meses de lo sucedido, y Pitufo ya no recuerda que ha consumido una de sus vidas, pues de nuevo recuperó su buen aspecto y las fuerzas suficientes para reiniciar sus aventuras y desventuras donde lo había dejado.

Esta es la historia de un gato que consiguió sobrevivir dos veces, una tras el parto de su madre, gracias al buen corazón de mi hija, que decidió darle una oportunidad y buscarle un hogar; y otra gracias a la providencia, pues lo sucedido no suele ser compatible con la vida, pero en este caso lo fue para sorpresa de quienes fuimos testigos.

Abel Domínguez.

—————–
PD. Recupero esta historia a finales de abril de 2016, sólo para informaros que a Pitufo le quedan todavía 6 magníficas vidas; sigue dando guerra todos los días y manteniendo a raya a todo ser vivo que ose cruzarse en su camino. Ah, y ha dejado una prole de hijos por toda la comarca, no se ve un sólo topo o ratón en kilómetros a la redonda.

PD2. Actualizo este post a mediados de 2020. Hace más de un año que Pitufo ya no aparece. Sus escapadas de más de una semana se fueron alargando hasta que un día dejó de venir. Seguramente estará ya en el cielo de los felinos, que lo tiene merecido.

¿Te gusta? pincha para compartir en tus redes sociales….
Salir de la versión móvil