Podría parecer, que la bicicleta, al igual que otras muchas invenciones, ha formado parte desde siempre del inventario tecnológico de la humanidad. Sin embargo, este vehículo tan común en la actualidad tiene poco más de 120 años de existencia (si partimos del nacimiento de la primera bicicleta que disponía de algún sistema de guiado y tracción no autónoma), y las diferencias sustanciales con aquellas bicicletas vintage son pequeñas, pues sigue conservando dos ruedas alineadas, un manillar y una tracción ejercida por la fuerza muscular del propio conductor. La forma y disposición de esos elementos, o la manera en que trabajan, ya es sólo una cuestión de tecnología y evolución, pues en su concepción básica siguen funcionando como en aquellas primeras bicicletas.
No olvidemos que la bicicleta nació a la par que el automóvil, fruto de la Revolución Industrial, y que desde el primer momento ha tenido que rivalizar con él. Curiosamente, la misma generación ha creado las dos máquinas pero en sentidos opuestos, pues mientras la bicicleta permite a cada persona controlar su propia energía, el vehículo con motor convierte a sus usuarios en rivales y competidores entre sí por la energía, el uso del espacio y el tiempo empleado. El volumen de fabricación de ambos vehículos se ha mantenido parejo durante gran parte del siglo XX, pero a partir de la década de 1970 la fabricación de bicicletas comenzó a destacarse abiertamente.
Evolución de la bicicleta desde el primer «velocípedo» hasta finales del siglo XX. Ilustración Wikimedia Commons.
El éxito de la bicicleta en un mundo globalizado y dominado por la sociedad de consumo, no se halla sólo en su simpleza y en estar económicamente accesible para una gran parte de la población, sino que sus puntos fuertes van más allá. Además de una máquina que puede trabajar y recorrer muchos kilómetros con el mantenimiento adecuado, se trata de un medio de transporte eficaz y rentable; pedalear consume hasta cinco veces menos energía que un peatón (que camina 4 ó 5 veces más lento), y como mínimo unas 50 veces menos que un automóvil. En el uso del espacio es evidente que la bicicleta compite con notable suficiencia; como escribió el pensador austriaco Ivan Illich: «La bicicleta no ocupa mucho espacio. Donde aparca un coche caben 18 bicicletas. Para que 40.000 personas puedan cruzar un puente en una hora moviéndose a 25 km por hora, se necesita que éste tenga 138 m de anchura si viajan en coche; si van en bicicleta, el puente no necesita más de 10 m de anchura. Con ella la persona humana rebasa el rendimiento posible de cualquier máquina y de cualquier animal evolucionado».
Aunque el origen de la bicicleta y su posterior evolución son bien conocidos, estimándose al inventor e investigador alemán Karl Freiherr von Drais como el creador de la «máquina de correr» o Draisiana, que sería el precursor de la posterior bicicleta, de esas fechas hacia atrás no se disponen de pruebas fiables acerca de la existencia de máquinas de esas características. No obstante, culturas como la egipcia desarrollaron una tecnología espectacular con el dominio de la rueda, los metales, la madera…
Desde esa perspectiva, junto con los grabados hallados en los que se escenifican figuras humanas al lado de una rueda portando una barra, podríamos intuir que aquellas civilizaciones ya habrían ideado algún vehículo unipersonal que podríamos asimilar a algo parecido a una bicicleta muy primitiva. La tecnología que manejaban era muy alta para la época, como los carros de combate que menciona el historiador egipcio Manetón, alrededor del 1300 a.C.; se trataba de máquinas de guerra con una gran perfección tecnológica, de hecho la relación entre el diámetro de las ruedas y el empuje, serían considerados similares y aceptados en la actualidad por los ingenieros que diseñan los sulkys o carruajes de competición.
En China, durante la dinastía Song (entre el 1085 y 1145 a.C.), el diseño y conocimiento sobre la rueda de gran diámetro y las fuerzas centrífugas era muy preciso, y ya se construían ingeniosas carretillas de una rueda tirada por una persona, sobre la que se situaban cargas bien equilibradas en su centro de gravedad, permitiendo transportarlas por senderos angostos e irregulares. Los conceptos utilizados en estas construcciones se acercaban mucho a la cinética de la bicicleta por lo que, aunque sea una especulación, se daban las condiciones para que una máquina de esas características fuera experimentada en sus funciones más simples para el autotransporte.
Ilustración de una antigua carretilla china para transportar cargas equilibradas
El Imperio Romano fue muy prolífico en las invenciones de transporte, tanto civiles como militares. Carros y carretillas se hallan ampliamente documentadas, y aunque no se conserva ninguna referencia sobre el uso de algo parecido a una bicicleta, sí constan juguetes con ruedas que podrían imitar la acción de los adultos, como caballitos que podían balancearse e incluso deslizarse mediante pequeñas ruedas. Y en este sentido de imitación, es muy representativo el sarcófago del siglo II d.C. que se conserva en el Museo Nazionale de Roma, donde se puede observar a un niño que trata de mover lo que parece ser un patinete.
Sarcófago romano con escenas entre las cuales se representa un niño moviendo lo que parece ser un patinete
La falta de pruebas sobre la existencia en la historia antigua de máquinas similares o que puedan recordarnos a la bicicleta, no oculta que variadas civilizaciones alcanzaron por separado y sin ninguna conexión un desarrollo tecnológico que, en algún momento, convergieron en diseños y perfeccionamientos semejantes al tratar de resolver problemas similares que se iban presentando. La tecnología de la rueda en la historia y en diferentes civilizaciones, podría constituir un indicio de que se hubiera materializado, aunque fuera con un éxito relativo, la intención de autopropulsarse sobre una máquina de dos ruedas alineadas.
La Edad Media fue un periodo de declive y decadencia en cuanto a tecnología y valores sociales. Aunque algunos historiadores intentan defender ese periodo como menos oscuro de lo conocido, ciertamente está carente de brillantez en numerosos campos; en consecuencia no se materializaron grandes avances científicos ni técnicos. Sólo con la llegada del Renacimiento se inició una etapa donde el arte, la literatura o la tecnología recibieron un impulso que serviría de transición fructífera hacia la Edad Moderna. Leonardo da Vinci, el genio del Renacimiento italiano, como ingeniero e inventor (entre otras variadas aptitudes como polímata que era), exploró todas las vías para el desplazamiento humano y el dominio del medio mediante máquinas, tanto acuático como en tierra o el aire, como ha dejado claro en los documentos del «Códice Atlántico». Sin embargo, no se aprecia en sus escritos ningún ingenio de dos ruedas, salvo un descubrimiento reciente donde aparecieron dos hojas pegadas que, al separarlas cuidadosamente, mostraban el dibujo de una bicicleta de apariencia muy similar a las actuales. Este hallazgo fue puesto en duda, a pesar de que está confirmado que el códice permaneció custodiado en la Biblioteca Ambrosiana durante unos 350 años, desde que el escultor Pompeo Leoni lo entregó a finales del siglo XVI. Si pudiera demostrarse que este boceto perteneció a Leonardo da Vinci supondría un hecho notable que, además de acrecentar la talla del maestro, vendría a aportar más luz a la historia de la máquina que nos ocupa.
Ilustración de una hoja del Códice Atlántico, donde se muestra una bicicleta de apariencia similar a las actuales. Se ha cuestionado que este dibujo fuese realizado originalmente por Leonardo da Vinci.
Las precarias vías de comunicación que nos había dejado en Europa el transitar de la Edad Media, comenzaron a mejorarse sobre todo en Francia por los monarcas del siglo XVIII, adoquinando caminos principales y habilitando vías que permitieran la movilidad de carros ligeros. En esas condiciones de mejora de las comunicaciones, que ayudó a desarrollar el transporte de forma tímida pero positiva, se produjo una cierta afición en una minoría por los viajes, aunque a distancias limitadas, pues salvo cerca de las grandes ciudades el resto de vías eran de tierra batida. A partir del siglo XIX, Napoleón dotó a Europa de una red de caminos para el traslado rápido de las tropas, por lo que aquella afición de viajar comenzó a cobrar más fuerza. En ese periodo en que el interés por descubrir nuevos paisajes se abría camino, la Revolución Industrial ya estaba en marcha, y se daban las condiciones para que las invenciones comenzasen a aflorar. El deseo de autotransportarse influyó sin duda en la experimentación sobre las máquinas de dos ruedas en línea, como veremos seguidamente.
En plena Revolución Francesa algunas personas jugaban a deslizarse por una pendiente mediante un artefacto de dos ruedas, sin manillar ni pedales, con un asiento que imitaba a un animal en su forma más elaborada (un caballo, un león…), o simplemente un madero largo con un asiento central para el usuario, sobre el cual se «cabalgaba» a horcajadas de manera que los pies podían tocar el suelo y darse impulso con ellos, pues no existía todavía ningún mecanismo de tracción. Sobre la rueda delantera se situaban dos asideros para las manos, pero ningún sistema de dirección, por lo que para cambiarla era necesario parar y orientar la rueda, o bien dar golpes con el puño en la parte delantera para provocar el desvío de la rueda. Fue asumido como un juguete para adultos, más que como vehículo de transporte, pues no resultaba práctico para largos recorridos, si acaso para pequeños paseos por el parque.
Se atribuye la invención de esta primitiva bicicleta llamada «celerífero» al francés Comte Mede de Sivrac, en 1790, aunque existen algunas investigaciones recientes que lo ponen en duda. No obstante, es en este periodo de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, donde parece que arrancan los inicios de la bicicleta como vehículo de dos ruedas en su concepción más básica.
El «celerífero», primer vehículo de dos ruedas en línea sin sistema de guiado. Imagen Wikimedia Commons.
No fue hasta finales del siglo XVIII en que nace un interés incipiente por los vehículos de propulsión muscular. Con anterioridad, desde la aparición del Códice Atlántico y al margen de las invenciones de Leonardo da Vinci, el único impulsor de ideas para la construcción de máquinas de tracción humana fue el tratado «Recreaciones Matemáticas y Físicas», del francés Jaques Ozanam, publicado en 1696, que ofrecía las bases para que comenzasen a proliferar diseños y propuestas, por ejemplo de carros propulsados por el esfuerzo muscular humano. Nacen así multitud de ingenios de propulsión humana, pero siempre recurriendo a las cuatro ruedas, con escaso éxito debido a que se trataba de artefactos demasiado pesados para ser movidos con eficacia por la musculatura de las piernas de un hombre. El error se hallaba fundamentalmente en que los diseñadores partían siempre del carruaje como base, sin contemplar otras opciones, por lo que el intentar mover un carro pesado mediante palancas y transmisiones más o menos ingeniosas, no aportaban mayores ventajas que utilizar caballos, cuyas prestaciones habían quedado demostradas desde hacía miles de años.
En 1817, el ingeniero agrónomo alemán Drais von Saberbronn, barón de Karlsruhe y conocido como Karl Drais, que también comenzó sus investigaciones con vehículos de cuatro ruedas sin éxito, decidió encarar el problema desde otra perspectiva, abandonando el concepto inamovible hasta entonces de las cuatro ruedas. Llevó a los diseños su nueva filosofía, trabajando en una idea que sería determinante para el futuro de la bicicleta: correr como hacían los caballos pero asistido por una máquina, así como dotar el artilugio de un sistema de guiado. El barón Karl Drais comprendió que, en el acto de andar o correr, el cuerpo pierde energía en cada zancada debido al repetitivo cambio del centro de gravedad del cuerpo, pero si situaba el cuerpo sentado a una altura constante el esfuerzo de propulsión se reducía, o dicho de otra forma se corría más para la misma fuerza ejercida. El invento fue conocido como «draisiana», en honor a su inventor.
En la «draisiana» o «máquina de correr», el corredor daba zancadas sentado sobre un sillín, convenientemente ubicado sobre una plataforma con dos ruedas en línea de unos 70 cm de altura. Sólo había un detalle que era necesario perfeccionar, y se trataba del equilibrio que el usuario debía mantener en el trayecto junto con la corrección de la dirección que se deseaba seguir. Al barón no le pareció admisible tener que utilizar las zancadas para corregir la dirección o los desequilibrios laterales, perdiendo toda la energía ganada, por lo que dotó el artilugio de un sistema que permitiera mover la rueda delantera a un lado u otro de la línea de progreso. Con ese sistema de dirección la draisiana se convirtió en un vehículo más eficaz y controlable.
La «draisiana», inventada por Karl Drais, primer vehículo de dos ruedas en línea con tracción humana que disponía de un sistema de dirección. Imagen Wikimedia Commons.
La draisiana cumplió los objetivos del barón de Karlsruhe aunque parcialmente. Por ejemplo, consiguió alcanzar velocidades medias que igualaban o superaban las de un caballo al trote, al menos en zonas llanas, pero no dejaba de ser una máquina pesada (unos 45 kg.), cuya llantas de hierro funcionaban mal en caminos pedregosos y blandos. Además, la falta de un sistema de amortiguación transmitía las vibraciones al cuerpo, por lo que la única forma de reducir sus efectos era utilizando un asiento mullido sobre el bastidor. En la práctica era un vehículo inseguro, caro y reservado más bien a gente privilegiada que lo utilizaba como entretenimiento, más que como un medio de transporte.
El empresario inglés Denis Johnson, con licencia del barón Karl Drais, apostó por la draisiana realizándole algunas mejoras. Lo llamó Hobby-horse, y construyó unas 400 unidades, incluso con versión para mujeres, pero su venta no recibió el tirón que esperaba.
Detalle de una draisiana «Hobby-horse». Ilustración Wikimedia Commons.
En 1821, el inglés Lewis Gompertz dotó a una draisiana de tracción delantera, mediante una rueda dentada que era movida con los brazos. Se trataba de un primer intento de transmitir el esfuerzo muscular a la máquina sin dar zancadas. En los siguientes años surgieron diferentes versiones de tracción, incluso con palancas que accionaban un cigüeñal en la rueda trasera. Algunos de estos ingenios estaban inspirados en las bielas y mecanismos de la máquina de vapor de Stephenson, aunque por diferentes motivos no se difundió el invento o no se preocuparon de comercializarlo.
Ilustración del sistema de tracción delantera de Gompertz aplicado a una draisiana
Thomas McCall, un carretero escocés, construyó en 1860 una verdadera bicicleta que se halla en el Museo de la Ciencia de Londres. Las dos versiones de su velocípedo de dos ruedas utilizaba palancas y varillas que movían una manivela en la rueda trasera. Su invento fue una reacción a los velocípedos franceses de mediados de esa década, que utilizaba manivelas de pedales en las ruedas delanteras. La tracción a la rueda trasera de McCall resultó muy atractiva para otros investigadores, de hecho alrededor de siete inventores se interesaron por el sistema.
Thomas McCall en 1869 montado en su velocípedo con tracción por palancas a la rueda trasera. Ilustración Wikimedia Commons.
El mecanismo de cigüeñal y palancas en los pies constituyó una auténtica revolución en los diseños de vehículos de dos ruedas en línea. Aquella limitación de las zancadas quedaba superada, ya que con el nuevo invento el impulso muscular ejercido era íntegramente aprovechado y transmitido al cigüeñal, independientemente de la velocidad del vehículo. No obstante, aún existían algunos problemas por resolver, como el balanceo horizontal de las piernas sobre las palancas, que era algo forzada, y también los problemas en el giro al situarse las palancas de tracción en la rueda delantera. Levantar los pies del suelo fue un avance tan notable, que a partir de entonces ya no se investigaba sobre el concepto de draisiana o máquina de correr, los nuevos diseños se orientaron siempre en soluciones constructivas de tracción directa con palancas, sentando las bases para la futura tracción con pedales unidos al eje de la rueda trasera.
El sistema de tracción por cigüeñal y palancas aún estuvo vigente hasta el último cuarto del siglo XIX, a pesar de que décadas antes ya se habían esbozado los primeros mecanismos de tracción por pedales. Así, el empresario alemán Philipp Morith Fischer, en 1853, tuvo la idea de acoplar unos pedales a la rueda delantera de una bicicleta que usaba habitualmente para visitar a los clientes. Otro alemán, Karl Kech, en 1862, acopló también unos pedales a la rueda delantera, pero al no mostrar ni uno ni otro interés en difundir el invento, quedó olvidado sin ninguna influencia en los inventores que podrían seguir esa línea de investigación.
En Francia surge la misma idea en varias personas, pero en esta ocasión algunos de ellos incluso se asocian, como Pierre Lallement y James Carrol, que deciden patentar el invento para intentar fabricar la bicicleta en América, aunque no consiguen que el mercado responda positivamente, resultando un fracaso. Sin embargo, uno de aquellos franceses al que también se le ocurrió la idea de los pedales delanteros, Pierre Michaux, tuvo la iniciativa de montar en París en la década de 1860 la primera fábrica de biciclos, en un momento en que muchos inventores europeos estaban resueltos en el diseño y lanzamiento de diferentes prototipos de bicicletas.
Sólo Michaux adquirió un grado de desarrollo y perfeccionamiento suficiente para producir en serie su diseño de biciclo, la «michauliana», que era como se llamaban ahora a las nuevas «draisianas» con pedales en la rueda delantera. Esta bicicleta fue presentada en la Exposición de París de 1867, contribuyendo a difundir un invento que ya llevaba varios años saliendo de la fábrica de Michaux; su éxito se demostró dos años después, en1869, al inaugurar Michaux su segunda fábrica de bicicletas. Las michaulianas se vendían bajo pedido a clientes VIP; el duque de Alba y el joven príncipe Napoleón Eugenio Luis Bonaparte paseaban con sendas michaulianas.
Biciclo de Michaux, la «michauliana», con tracción a pedales en la rueda delantera. Ilustración Wikimedia Commons.
El año 1869 fue el del boom de la bicicleta, produciéndose un despegue espectacular. Tiene lugar la primera carrera multitudinaria de gran distancia París-Rouen, de 124 Km, con 300 corredores que mantuvieron una media de 12 Km/hora. Simultáneamente nacen los clubs de ciclismo y las escuelas de conducción, junto a prensa y revistas especializadas. La tecnología también constituyó un punto de atención de los diseñadores, con diferentes ingenios y mecanismos, algunos incluso con aplicaciones ornamentales.
Por su parte, la demanda de bicicletas en Francia creció de forma desmedida, al extremo que las fábricas eran incapaces de atenderla. Algunos emprendedores ingleses vieron posibilidad de negocio, como los de la compañía Conventry Sewing Machine, que adaptaron su fábrica de máquinas de coser para construir bicicletas michaulianas para el mercado francés. En 1869 construyeron 400 unidades, pero estalló la guerra franco-prusiana y las exportaciones a Francia quedaron bloqueadas; sorpresivamente vendieron las michaulianas fácilmente en el mercado inglés. A partir de entonces, Inglaterra pasaría a liderar la nueva industria de la bicicleta.
En Estados Unidos, se produjo una enorme competencia por las patentes de bicicletas. En 1870 había casi 1.000 modelos distintos intentando abrirse camino en aquel mercado. La competencia tecnológica también fue notable, apareciendo bicicletas con armazón más ligero, frenos de zapata, ruedas de goma maciza y otras innovaciones.
Conservando el liderazgo de la fábrica de máquinas de coser que los ingleses se habían ganado en la construcción de bicicletas, fue también un inglés, James Starley, quien protagonizó su desarrollo. Aprovechando que Starley era empleado de la fábrica, tomó una michauliana y, seducido por la nueva máquina, aplicando su indomable carácter curioso, la diseccionó y estudió hasta el más mínimo detalle. Al poco tiempo ya había diseñado un prototipo revolucionario. Starley consiguió reducir el peso de la bicicleta y mejorar la conducción y comodidad, además de darle un diseño innovador. Surgió así, en 1871, el biciclo «Ariel» de rueda alta.
Biciclo de James Starley. Imagen Wikimedia Commons.
El biciclo, a pesar de todas las innovaciones que había recibido, seguía siendo un vehículo inseguro cuando estaba en movimiento. Su principal problema era que el centro de gravedad estaba muy alto y desplazado hacia la rueda delantera, que era la más grande de las dos, eso implicaba que una simple piedra en el camino podía lanzar al conductor hacia delante, y con frecuencia sufrir graves daños debido a la altura de la caída. Esta circunstancia impulsó la proliferación de los triciclos, cuya conducción era más segura, pero su peso de hasta 50 Kg les hacía más lentos.
Era evidente, que por motivos de estabilidad y seguridad, resultaba imprescindible disminuir el tamaño de la rueda delantera, bajando y atrasando la posición del conductor de forma que quedase centrada entre las dos ruedas. En este sentido, diversos diseños de bicicleta segura y también mecanismos de transmisión aparecieron a partir de 1869; Guilmet-Meyer, el propio James Starley o el francés Rousseau, trabajaron en distintas ideas innovadoras. Rousseau, en 1877 en Marsella, propuso un biciclo donde la rueda delantera fuese de menor tamaño y accionada por una doble cadena, pero no tuvo éxito en Francia. No cayó en saco roto para los ingleses, que construyeron un modelo similar al de Rousseau. William Hilmann, que era compañero y colaborador de Starley, estaba convencido de las ventajas del nuevo prototipo, que llamaron «Kangaroo», así que en 1884 organizó una carrera de 100 millas en el condado de Berkshire, Inglaterra, para demostrar que este modelo superaba a los biciclos anteriores. La carrera estableció un récord mundial de velocidad y al día siguiente las ventas del Kangaroo se dispararon. La bicicleta segura de tracción con cadena acaparó rápidamente el interés del mercado, y a partir de entonces este sistema de tracción fue desplazando definitivamente a los anteriores.
Bicicleta «segura» Kangaroo de 1884 con tracción por cadena en la rueda delantera (Museo del Transporte de Coventry). Imagen Wikimedia Commons.
La kangaroo, con su tracción de cadena, constituyó un hito en el diseño de una bicicleta segura, pero lo cierto es que no dejaba de ser un biciclo donde el tamaño de las ruedas tenían un correlación más pareja. La rueda delantera seguía siendo de un tamaño algo mayor que la trasera. John Kemp Starley (sobrino del ya nombrado James Starley), junto a Suton, compañero suyo, intuyeron en 1884 que la tracción con cadena podría desligarse del tamaño de la rueda delantera. Pensaron, que se podría rediseñar para que la bicicleta fuera más parecida a las antiguas draisianas, es decir, ruedas iguales con puesto de conducción más bajo entre ambas (para bajar el centro de gravedad), y acoplando los pedales a la altura de la vertical del sillín. Crearon así un prototipo que llamaron «Rover». Para darle protagonismo organizaron una nueva carrera, pulverizando el anterior récord.
El éxito de la «Rover» fue impresionante, tanto que el 90% de la cuota de mercado de las bicicletas estaba copado por este nuevo diseño, lo que les obligó a realizar una ampliación de la fábrica en 1888. Este modelo en su versión III ya incluía cojinetes de acero en los ejes; las llantas, también de acero, estaban recubiertas de caucho; las ruedas tenían el mismo tamaño y estaban tensadas por 32 radios de acero; disponía de guardabarros, manillar situado hacia adentro para acercarlo al puesto de conducción, sillín de piel con amortiguación y graduable en altura, cadena tensable adaptada a la rueda trasera, freno de palanca por fricción en la rueda delantera…, todo ello montado sobre un cuadro de tubo de acero con forma de trapecio arqueado.
Primer modelo de bicicleta Rover (1892). Ilustración Wikimedia Commons.
A pesar de las notables mejoras sobre el biciclo que supuso el lanzamiento de la «Rover», se perdía en ella cierta comodidad que ofrecía la rueda grande delantera, por ello se fabricaban con resortes para amortiguar las vibraciones. Pero, en 1890, de la mano de J.B. Dunlop, ya habían aparecido los neumáticos de aire, dando otro salto tecnológico en la evolución de la bicicleta segura, al permitir que la cámara de aire absorbiera gran parte de las vibraciones transmitidas desde el firme al conductor a través de la estructura rígida.
A punto de finalizar el siglo XIX, con la aparición de la bicicleta segura, muchas industrias del biciclo tuvieron que reciclarse o cerrar casi sin tiempo para reaccionar. Estados Unidos, por ejemplo, reorientó la producción hacia las nuevas bicicletas «Safety», que terminaban casi en su totalidad en el mercado europeo, y sin contraprestaciones, pues EEUU no permitía las importaciones, y Alemania no disponía de una adecuada legislación aduanera, por lo que este país terminó invadido de bicicletas americanas, no sólo a menor coste, también de peor calidad.
Iniciado el siglo XX, este panorama coincidió con la proliferación de patentes, prácticamente de cualquier pieza o mecanismo que pudiera montar una bicicleta, ocasionando en la industria del sector una situación límite, con un trasiego judicial imparable debido a continuadas denuncias por violación de patentes, copias ilegales, etc. Al no existir normas comunes para la fabricación de componentes, las bicicletas de cada fabricante utilizaban cerca de 100 piezas patentadas que presentaban ligeras diferencias con las de las otras empresas competidoras, todo ello para producir bicicletas prácticamente similares. Esta situación provocó una crisis que duró una década, dejando en el camino a un buen número de fabricantes, que o bien quebraron o se vieron obligados a reestructurar su negocio cambiando incluso de sector, como el del automóvil o la moto. Sólo aquellos fabricantes más grandes se mantuvieron, aunque centrados en el montaje de bicicletas en serie.
Aún en medio de una crisis, el auge de la bicicleta y las competiciones deportivas no se detuvieron. Así, en 1903, nació la primera edición del Tour de Francia. Sesenta ciclistas tomaron la salida, aunque sólo veintiuno lograron llegar a la meta. El ganador fue el francés Maurice Garín, que utilizó una bicicleta «La Francaise» de 18 Kg de peso, con llantas de madera y armazón de acero. Salvo durante las dos Guerras Mundiales el Tour no se detuvo, convirtiéndose en la prueba ciclista más importante del mundo.
Maurice Garin, ganador del primer Tour de Francia en 1903, junto a su hijo y un ayudante. Imagen Wikimedia Commons.
En 1917, aquel descontrol que surgiera anteriormente con la proliferación de patentes, quedó desactivado al unificarse los componentes y su industrialización, naciendo las normas DIN que pretendían garantizar la calidad. El efecto inmediato de estas reformas fue una caída en los costes, permitiendo a las clases populares acceder a bicicletas más asequibles, incluido modelos adaptados para mujeres, aunque también se comercializaron bicicletas caras «de luxe» para un público más refinado.
Bicicleta inglesa para damas «Raleigh», de 1929. Imagen Wikimedia Commons.
La bicicleta, más que para el recreo, se generalizó en Europa como medio de transporte después de la Primera Guerra Mundial, convirtiéndose en un vehículo habitual para desplazarse al trabajo. Sólo la irrupción del automóvil provocó un pequeño declive en las ventas de bicicletas, aunque nunca dejaron de evolucionar, apareciendo nuevos inventos y mecanismos que vendrían a mejorarlas y hacerlas más rápidas y fiables, como el cambio de marchas, la rueda tubular o la cadena 3/32, nacidos sobre todo de las carreras que eran cada vez más populares.
La crisis durante la Segunda Guerra Mundial obligó a la industria automovilística a adaptarse, y supo hacerlo alternando la producción de bicicletas y coches. En 1940 la mitad de la producción de bicicletas eran de tipo plegable, que además de resultar económicamente asequibles, podían ser transportadas fácilmente en el maletero del coche. Esta tendencia no continuó y el público fue inclinándose hacia bicicletas más clásicas, como las basadas en la «Rover» de John Starley, que fue posiblemente la bicicleta más representativa del siglo XX.
Con la primera retransmisión televisiva de una carrera ciclista en 1960, se fue configurando un negocio alrededor de la bicicleta: publicidad, deporte, clubs, empresas, ventas… son sólo algunos términos que afloran al referirnos a ese mundo. Mientras tanto, la bicicleta no dejaba de reinventarse, o más propiamente dicho, reubicarse, pues aunque por esas fechas el automóvil escalaba posiciones en popularidad, una serie de ciclistas comenzaban a explorar nuevas rutas utilizando bicicletas Schwinn excelsior que ellos mismos tuneaban; estaba naciendo una nueva modalidad de bicicleta, la de montaña o «mountain bike».
Una bicicleta Schwinn de 1950, base de las primeras bicicletas de montaña
Desde entonces, aquellos espacios o territorios que parecían vetados a este vehículo, aparentemente hostiles como pistas, caminos o senderos de montaña, comenzaron a ser conquistados, conformándose un nuevo sector alrededor de la bicicleta de carácter deportivo y recreativo de tremendo éxito.
La tecnología de la bicicleta no se detiene, muchos adelantos e innovaciones nacen directamente de la carrera espacial, como la fibra de carbono. Neumáticos, cadena, bujes, cambio de marchas, y los diferentes materiales y aleaciones, fueron también objeto de mejoras constantes, muchas de ellas (como sucede en los vehículos y la fórmula 1) nacidas de las investigaciones en las bicicletas de carreras.
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