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Solidaridad y ecología: la voluntad de perdurar

Por: Cristina Brito de Palikian – cbpcristal@hotmail.com

A  raíz de la inauguración de la Cumbre de la Tierra en Johannesburgo tuvimos la oportunidad de conocer las palabras del presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, quien apuntó a un concepto fundamental, tan oportuno como ineludible dentro de la temática a tratar en la cumbre: la solidaridad. De su discurso destila el clamor universal –en él personificado, para la ocasión– por esa virtud desplazada, siempre postergada, que el hombre conoce no de haberla aprendido, sino porque la trae consigo al nacer. Porque “la inclinación a sentirse unido a sus semejantes y a la cooperación con ellos” –según la define el diccionario– es una característica que si aun en los animales la vemos con frecuencia, resulta vano discutir que es inherente al ser humano. Negarlo sería como negar que el hombre nace con la capacidad de amar. Porque de eso se trata la solidaridad: va más allá de la simple consideración o la cortesía; nace del respeto por el otro, y tiene como objetivo identificarse con él.

Y la misma palabra parece llevarnos por caminos de exploración ilimitados y variadísimos. Significa, además de identificación, o precisamente en función de ella, la acción que requiere para demostrarla, y es entonces donde se ponen de manifiesto los conceptos que incorpora: compañerismo, unión, fraternización, apoyo. A veces en las relaciones humanas no necesariamente se da la armonía o la concordia, sin embargo ello no limita a la solidaridad. La adhesión a la causa de otro, o la comunidad de intereses y aspiraciones (otra definición del diccionario) puede ser circunstancial, y sin embargo en la práctica tiene un peso de verdad y de resultados que otros acercamientos, más pasajeros, no lograrían. Por eso la solidaridad tiene que ver con los hechos y no con las palabras. Por algo su origen deriva de la palabra sólido, y transmite la noción de lo que permanece, de lo que se construye y perdura, de algo más tangible que las meras ideas.

La economía del lenguaje y la tendencia actual a unificar y simplificar las variantes en un concepto claro y único dieron cabida a la palabra solidaridad como la adecuada y definitiva. Hasta pareciera haber llegado a sustituir muchas otras formas de denominar las iniciativas colectivas de asistir a los necesitados, como caridad, beneficencia, y otras similares. Resulta muy familiar desde la primera vez, pues casi todos comenzamos a oírla desde los primeros años de la primaria. Además suele repetirse en los más variados contextos: desde la Iglesia, los sindicatos o la biología, hasta aquello que, recordemos, se constituyó en nombre de un partido y emblema de un hecho histórico: la Solidarnosc liderada por Lech Walesa en Polonia. De todo ello inferimos su fuerza, su riqueza y su importancia. Su inmenso valor si la sacamos de los discursos para ponerla a funcionar, ya que como concepto es tan adaptable a cualquier corriente de pensamiento, tan versátil para atravesar fronteras raciales, geográficas o religiosas. Tan dúctil como para equipararla con la equidad y el acuerdo, nociones éstas entre cientos de otras que se habrán manejado en las conversaciones de la cumbre, así como en la de cualquier otra reunión de dirigentes de potencias, que tanto abundan por estos días.

Y precisamente, he ahí la ocasión perfecta para poner a prueba estas virtudes: una conferencia de carácter mundial que está signada por el pesimismo de sus asistentes y por lo gigantesco de la misión a cumplir. El presidente Mbeki afirmó que “lo que se requiere de nosotros es que acordemos medidas prácticas que ayuden a la humanidad  (…) mediante un Plan de Aplicación, un plan global creíble y con significado para alcanzar las metas”. Es interesante observar cuánto del potencial de la solidaridad a la que él apela contiene esa afirmación y se podría poner en práctica si hubiera la voluntad: acuerdo, medidas prácticas, aplicación, plan creíble, alcanzar… Todas ellas palabras que, dejadas en la frase del discurso, son estimulantes pero no sirven de nada, pero sacadas de la retórica y traducidas en actos concretos, podrían probar que si el llamado es tan claro, simple y fácil de entender, no debería ser difícil de llevar a cabo. La solidaridad entonces se convertiría en el arma primordial para combatir la depredación ignominiosa que sufre la tierra y su población castigada, ésa que aparece en los cuadros estadísticos que nadie tiene la paciencia de leer, con cifras millonarias referidas al hambre, los analfabetos, el sida, el acceso al agua potable, y otras injusticias. 

También es interesante descubrir que como virtud polifacética que es, la solidaridad encuentra parentesco con el objeto de su accionar cuando se la ejercita, y en este caso que nos ocupa, es la preservación del equilibrio ecológico el escenario privilegiado donde podríamos observarla en plena acción. La ecología tiene las mismas raíces, aspiraciones y huellas en las almas sensibles, en cuanto a la tierra como nuestro común hogar, que la solidaridad en cuanto a nuestros congéneres. Aquí no importa la semántica sino la funcionalidad: lo ecológico es lo solidario, y poco importa si ya ha sido acuñado el término “ecología social” o no, sino aplicar tanto lo uno como lo otro. Amar la tierra es amar a sus habitantes y viceversa, y de todos nosotros, individualmente, depende una ínfima porción del esfuerzo mundial.

El “progreso” derivado de la tecnología es el que nos ha impuesto la globalización con sus consecuencias: el abismo de desigualdad social, la destrucción de la naturaleza, la dificultad extrema para sobrevivir de millones de personas, y el deterioro ambiental, para nombrar algunas, todas ellas partes de una especie de gigante asesino que parece cernirse sobre el planeta y al que hay que erradicar. Pero el ejercicio de la solidaridad es un acto de servicio al progreso verdadero de la humanidad, aquél que implique detener la progresiva ruptura del equilibrio ecológico natural que incluye el social, porque cuando los recursos que son de todos los disfrutan unos pocos no se puede hablar de desarrollo, avance,  orden mundial o calidad de vida, ni ninguna de esas palabras tan cacareadas en los congresos mundiales. El “principio salvaje de la supervivencia del más fuerte”, tal como llamó Mbeki al pretendido y mal llamado orden mundial que hay que desmantelar, debería haber quedado atrás, muy atrás, en la prehistoria del hombre que creíamos haber superado con la “civilización”. Esto es sólo el principio de un llamado a despertar.

Cristina Brito de Palikian

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