Desde que la atmósfera de la Tierra pasó de reductora a oxidante, creándose las condiciones para la vida vegetal sobre el planeta, se dieron igualmente las condiciones para el nacimiento del fuego y su propagación. El fuego constituyó, desde el principio de los tiempos, uno de los elementos básicos en la modelación de los ecosistemas forestales pero, no fue hasta hace apenas 5.000 años, en que las civilizaciones humanas —algunas tan importantes como la mesopotámica, la egipcia o las precolombinas—, comenzaron a crear espacios abiertos mediante deforestación por el fuego para permitir la explotación agrícola de los suelos, la cual favoreció y fue base de sus bastos imperios. En la Edad Media esas labores de tala y quema fueron especialmente intensivas.
En las últimas décadas del pasado siglo XX, aquellas actividades tendentes a obtener suelos productivos mediante el fuego, se convirtieron en agentes de degradación del paisaje debido a diferentes condicionantes sociales, siendo responsable indirecto de trastornos de naturaleza política y económica, junto a los procesos de desertización.
En la actualidad, los incendios forestales dejaron de ser mayoritariamente producto de agentes naturales por acción de los fenómenos atmosféricos, como las tormentas eléctricas, a convertirse en más de un 95% en un fenómeno antrópico, tanto de manera intencionada como accidental. El poder destructivo del fuego también se ha visto incrementado, condicionado por factores sociales relacionados con el abandono en muchas regiones de la ganadería tradicional y la silvicultura, generándose unos tapices herbáceos propicios para una fácil combustión debido a la falta de humedad. Esa biomasa forestal excedente representa una peligrosa espoleta a disposición de los elementos naturales o la mano humana.
Pero, la biomasa forestal constituye un combustible sostenible de importante interés energético. En este sentido, no sólo está garantizado el suministro de biomasa al tratarse de un recurso con disponibilidad, sino que se unen a ello una serie de beneficios relacionados con la disminución de gases de efecto invernadero; según distintos estudios, como el de «LCA of Renewable energy for electricity generation systems – A review», las emisiones de CO2 a la atmósfera de la biomasa son de hasta 20 veces menos que el gas y el gasóleo, y hasta 30 veces menos que el carbón.
Por otra parte, la gestión de la biomasa está muy vinculada a las zonas rurales, muchas de ellas con acusada pérdida de población en las últimas décadas, lo que significa un potencial de creación de empleo y desarrollo económico en esas áreas tradicionalmente deprimidas.
En España, debido a un clima con estaciones muy marcadas, donde los veranos son habitualmente secos y calurosos, es proclive a la proliferación de incendios que, dependiendo de la región y las características de su cubierta vegetal, pueden alcanzar una apreciable magnitud. El creciente número de incendios de los últimos tiempos, viene dado por el citado abandono progresivo de las labores silvícolas, unido al éxodo rural y el consiguiente decaimiento de los aprovechamientos tradicionales de las materias forestales, cuya biomasa era aprovechada junto a la ganadería para la producción de estiércoles, además de su destino a funciones energéticas.
Una buena gestión silvícola, así como el aprovechamiento de la biomasa forestal, implica una disminución de las materias combustibles del monte susceptibles de iniciar y continuar un incendio, teniendo por tanto un impacto positivo en la prevención y disminución de los mismos, además de resultar beneficioso para el medio ambiente.
Para comprender las magnitudes de los incendios en las áreas forestales, resulta didáctico acercarnos a las circunstancias que pueden provocar un fuego y generar un gran poder de destrucción. Existen tres elementos fundamentales para que se forme un fuego: energía (calor), oxígeno (comburente) y combustible (biomasa); es lo que se denomina genéricamente «triángulo del fuego». Si se dan los tres de forma simultánea y en la proporción adecuada, se crean las condiciones propicias para que se inicie el fuego. Por el contrario, si alguno de ellos desaparece, el fuego deja de existir, por ello en las actividades contraincendios se busca siempre incidir sobre alguno de esos tres elementos para sofocar un incendio. Por ejemplo, podemos actuar sobre el combustible realizando cortafuegos para que el fuego no avance; también podemos reducir la temperatura mediante agua; o bien podemos actuar sobre el oxígeno ahogando el fuego mediante tierra, agua o cualquier otra materia que elimine o reduzca sustancialmente el nivel de oxígeno.
Los incendios forestales son los que afectan a las áreas de monte, es decir, terrenos que no se hallan dedicados a usos agrícolas, industriales o urbanos. Afectan por tanto a superficies de arbolado, pastizales, matorral o roquedos, los cuales constituyen habitualmente ecosistemas de gran importancia para la vida silvestre. En estas áreas, el combustible es la materia vegetal, es decir, la biomasa formada por plantas sean secas o vivas, hojarascas, ramas, troncos caídos, restos herbáceos, etc. Este «combustible» es susceptible de arder en el caso de los incendios forestales, alimentando el fuego y favoreciendo su extensión mientras la cubierta vegetal mantenga las condiciones adecuadas para su ignición (véase más arriba «el triángulo del fuego»). En este sentido, la materia vegetal que mejor arde es la seca, y especialmente las materias ligeras como hojas, hierbas y ramillas.
Los vegetales vivos conservan un contenido de humedad que reduce drásticamente su capacidad para inflamarse. No obstante, algunos vegetales vivos poseen un alto contenido en resinas, como las coníferas (pinos, abetos…), que son altamente inflamables comparadas por ejemplo con las especies más frondosas.
Los incendios se pueden extender por conducción (contacto entre la llama y el combustible), por radiación (traspaso del calor a través del aire), y por convección (desecación de los combustibles por efecto del aire en movimiento). Cuando el viento es apreciable, supone un condicionamiento para la conducción de los incendios, siendo uno de los parámetros importantes a tener en cuenta en el diseño de las labores contraincendios. De hecho, la meteorología juega un importante papel cuando se declara y propaga un incendio forestal; los expertos suelen hablar de la regla del 30, por la cual cuando confluyen una serie de condiciones meteorológicas el riesgo de incendio es máximo y su virulencia y poder destructor es muy alto. La regla dice que tales riesgos se dan cuando, simultáneamente, la temperatura del aire es superior a 30º, los vientos alcanzan o superan los 30 kilómetros por hora, y la humedad relativa del aire es inferior al 30%.
Se sabe, que en la actualidad la mayor parte de los incendios forestales tienen su origen en la actividad humana. No obstante, el fuego siempre ha estado presente como un elemento modelador de los ecosistemas, definiendo y condicionando el tipo de vegetación. El clima mediterráneo, por ejemplo, es característico de veranos secos y muy calurosos, actuando en los ecosistemas y su evolución de manera evidente, por ello dentro de esas áreas han proliferado especies pirófitas, capaces de soportar y sobrevivir al fuego gracias al desarrollo de mecanismos físicos que las hacen resistentes, es el caso de variadas especies de robles, encinas, alcornoques y determinadas pináceas.
Cuando el fuego arrasa estas especies, son capaces de producir nuevos brotes y revivir. Otras han desarrollado gruesas cortezas que protegen los tejidos de la acción de los fuegos de superficie, es el caso de determinadas variedades de pinos. En las labores silvícolas suelen tenerse en cuenta estas características de las poblaciones arbóreas, para una mejor gestión de los suelos y aprovechamiento de sus capacidades naturales de resistencia al fuego.
Cuando se lucha contra los incendios forestales, es obvio que debe recurrirse a los más modernos sistemas de extinción y control para que resulte eficaz. No obstante, mejor que luchar contra un incendio es tratar de evitar que se produzca. Es pues fundamental el desarrollo de sistemas de prevención de los incendios, y que en caso de producirse sus efectos resulten lo más leves posible.
La prevención de incendios constituye un conjunto de actividades cuyo objetivo es anular o reducir la probabilidad de que un fuego se inicie, así como incidir en las estrategias para limitar sus efectos si llegase a producirse. Tales actividades se desarrollan en el monte a lo largo de todo el año, mediante actuaciones de diversos tipos: redes de vigilancia, trabajos sobre la vegetación (acciones de silvicultura preventiva), así como campañas de concienciación pública.
Muchas de las acciones silvícolas preventivas consisten básicamente en controlar el crecimiento de la cubierta vegetal (pasto, matorrales…), tratando de crear discontinuidades en la vegetación. Éstas pueden ser mediante aclarados y creación de cortafuegos, acordes con la altura del arbolado o el matorral; también se pueden realizar quemas controladas en la temporada invernal para conseguir una disminución de la biomasa susceptible de arde durante la etapa estival.
Una de las estrategias de la silvicultura preventiva es la alternancia de especies de distintas biomasas, por ejemplo mezclando frondosas y coníferas, ejemplares de edades diferentes, o creación de espacios abiertos entre las superficies arboladas. Otra opción muy recurrida es el pastoreo controlado, técnica que emplea ganado fundamentalmente caprino y ovino para ir eliminando la cubierta vegetal.
La biomasa es una energía renovable. Las energías renovables son fuentes de energía inagotables, respetuosas con el medio ambiente natural, y su uso podría solucionar los problemas que generan las actuales, relacionados con la contaminación atmosférica, la liberación de gases destructores de la capa de ozono o los residuos radiactivos, ayudando a frenar la dependencia de las fuentes de energía agotables. Energías renovables son, la hidráulica, la eólica, la geotérmica, la solar y, por supuesto, la biomasa que nos ocupa.
La biomasa está constituida por la materia orgánica que no se halle fosilizada, es decir, la que no se formó en los tiempos geológicos pretéritos, como puede ser el carbón o el petróleo. Por tanto, toda la materia viva o muerta, animal o vegetal, es susceptible de convertirse en biomasa. Es, en general, base de la alimentación humana y materia prima para numerosos usos industriales: maderera, papelera, textil, cosmética, farmacéutica, así como la fabricación de determinados elementos constructivos.
La fuente de energía primaria productora de biomasa es la energía solar. La radiación del sol produce la materia orgánica vegetal, captando el carbono atmosférico a través del proceso de la fotosíntesis. Ese carbono es absorbido por los tejidos vegetales, los cuales sirven más tarde como alimento de los animales. En consecuencia, puede decirse que la biomasa es un sumidero del carbono atmosférico, absorbiendo el CO2 y paliando así el exceso de efecto invernadero.
La biomasa puede ser transformada en sustancias combustibles denominadas biocombustibles. Se obtienen de la transformación física, química o microbiológica de la biomasa. Los biocombustibles se pueden utilizar directamente en procesos de combustión y obtener calor. Dicho calor puede, o bien ser utilizado directamente, o bien ser transformado en otros tipos de energía, como puede ser la electricidad o un movimiento mecánico.
Uno de los biocombustibles más socorridos era el carbón vegetal, cuyo uso trasciende a la génesis de la historia humana. Probablemente, desde que el ser humano descubrió el fuego, comenzó también a valorar el producto de esa combustión incompleta de la madera, que ofrecía una potencia calorífica muy superior a la tradicional leña. Hasta hace apenas un siglo, era común en todas las zonas rurales la figura del carbonero, hoy casi desaparecida, cuyo oficio consistía en construir las carboneras u hornos de leña apilada para la elaboración del carbón vegetal, una técnica que permitía combustionar la madera sin producir llama, dejando intacto el carbono que es la parte energética más apreciada en este tipo de biocombustibles.
Hasta que el carbón mineral no comenzó a cobrar peso, sobre todo en la industria metalúrgica, el carbón vegetal era la materia energética por excelencia, no sólo para la forja (especialmente importante en la Edad de Hierro) imprescindible para alear el carbono con el hierro y obtener el acero, que resultaba fundamental en la fabricación de armas, sino también para la elaboración de la pólvora negra (este explosivo contiene hasta un 13% de carbón vegetal), y más tarde como combustible para las locomotoras de vapor.
En el aprovechamiento forestal, el principal producto extraído es la biomasa destinada a la industria de primera transformación, como la madera, corcho, resinas, espartos, etc. Una parte de la biomasa quedaba tradicionalmente en el monte como materias residuales no útiles para la industria, como las ramas, hojas, acículas, etc. El abandono de estos materiales en la superficie forestal suponía un impacto ambiental, por su lenta descomposición, con la aparición de plagas y parásitos, además de un incremento del riesgo de incendio en las épocas estivales.
Las opciones habituales para eliminar esos residuos eran la quema controlada o el amontonamiento; la quema no siempre es posible debido a las legislaciones de montes, que restringen la formación de fuegos para esas actividades a determinadas zonas y épocas del año. Manejar correctamente las masas forestales implica realizar podas y clareos, pero esas labores silvícolas no siempre resultan económicamente rentables. Estas tareas pueden ser rentabilizadas realizando un aprovechamiento de los residuos para usos energéticos, habitualmente térmicos.
Las materias de biomasa más utilizadas para aplicaciones energéticas son los residuos forestales, como astillas y serrines, y las procedentes de actividades silvícolas tales como podas, claras, limpieza de montes y bosques, arranques de cultivos leñosos, etc. Otra fuente importante de biomasa son los residuos de las industrias agrícolas, y que abarcan un amplio abanico de materias heterogéneas, desde restos de recolección de plantíos, hasta cáscaras de almendras y huesos de aceitunas.
En muchas ocasiones todos estos residuos son transformados en pellets, briquetas, así como astillas que son molturadas y compactadas para facilitar el transporte, almacenamiento y manipulación. Las presentaciones más cómodas de manipular son los pellets, consistentes en unos cilindros de pocos milímetros de diámetro elaborados con el serrín obtenido de la biomasa, y comprimido a alta presión sin aditivos pues se aprovecha la lignina presente en la madera como aglomerante, formando una composición dura y muy densa, lo que aporta un gran poder calorífico.
Las aplicaciones térmicas más comunes dentro del sector de la biomasa son la producción de calor y agua caliente sanitaria. En menor medida se sitúa la producción de electricidad. Las calderas o estufas individuales de calefacción de pellets son las utilizadas tradicionalmente en los hogares; estos equipos con distintas mejoras permiten hoy cubrir necesidades individuales, como calentar una única estancia, utilizar sistemas de convección, agua y adaptación a sistemas de radiadores o de suelo radiante, además de la producción de agua caliente para los distintos servicios de un hogar.
En un segundo nivel se sitúan las calderas diseñadas para dar servicio a un bloque de viviendas, y son equiparables en su funcionamiento a las calderas habituales de gas natural o gasóleo. En este tipo de instalaciones suele habilitarse un espacio seco y amplio para almacenamiento del biocombustible. Es interesante saber que, con el asesoramiento técnico adecuado, las antiguas calderas de calefacción de carbón o gasóleo pueden ser reconvertidas para el uso de biomasa, como los pellets o briquetas, dando una segunda vida a esos equipos con el consiguiente ahorro económico.
Fuentes consultadas:
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