El sol constituye el origen de todas las energías manifestadas en el entorno de la Tierra, en la superficie o en el interior de la corteza. Si el sol se extinguiese nuestro planeta sería simplemente una masa helada, apagada, sin vida, vagando en un espacio oscuro y tenebroso. Las radiaciones electromagnéticas producidas por nuestro astro rey. son las responsables de las diferencias de presión atmosférica, que da origen a los vientos capaces de mover las palas de un generador eólico. El sol también genera energías potenciales durante la evaporación de las aguas, dando lugar al «ciclo del agua», uno de cuyos aprovechamientos es la transformación de la energía hidráulica, por ejemplo para generar otro tipo de energía masivamente utilizada en todo el mundo: la electricidad.
Otras formas de energías primarias y secundarias están presentes en nuestro día a día, como las provenientes de los combustibles fósiles que el sol colaboró en formar hace millones de años, y que se conservan en las entrañas de la corteza terrestre en forma de minerales como el carbón, de hidrocarburos como el petróleo o el gas natural, o de determinadas materias radiactivas que pueden generar poderosas energías nucleares cuando son procesadas.
Del sol proceden igualmente las energías latentes en el interior de la corteza, como las geotérmicas, cuyo calor puede ser aprovechado en la superficie en su forma natural o siendo transformada en otras energías. También las maretérmicas y mareomotrices, que aprovechan las diferencias de temperatura del agua del mar, los movimientos de las olas o las diferencias de nivel de las mareas.
Todas las energías manifestadas en la superficie y el interior de la corteza terrestre, tienen su origen en las radiaciones electromagnéticas que recibimos de nuestro sol. Imagen Wikimedia Commons. Autor: Ásgeir Eggertsson
La manifestación de la energía primaria del sol más accesible, es decir, que no precisa de ninguna transformación física o mecánica para su utilización, es la formación de la biomasa vegetal, como la madera. Constituye un impresionante proceso fotoquímico, la fotosíntesis, donde la energía de la luz del sol es transformada en materia orgánica, de la que se nutre la inmensa mayoría de las plantas de la Tierra; de ellas se alimentan los animales herbívoros, y de éstos los depredadores. El proceso alimenticio es mucho más complejo, pues también intervienen animales coprófagos, e incluso bacterias, capaces de descomponer las materias orgánicas que más tarde podrán ser reintegradas a la cadena trófica.
Y no podemos olvidar, que el sol emite todas las formas de radiación electromagnética a través de unas partículas llamadas fotones. Con la tecnología adecuada se puede convertir esa energía fotónica en energía eléctrica aprovechable y totalmente renovable, conocida como energía solar fotovoltaica. En este artículo hablaremos precisamente de esta energía y su captación a través de placas solares fotovoltaicas, una tecnología que emplea el efecto fotoeléctrico descubierto en el siglo XIX.
Los primeras referencias sobre el efecto fotoeléctrico datan de 1839, cuando el físico francés Alexandre-Edmond Bequerel descubrió que al incidir la luz sobre determinado material se generaba una corriente eléctrica, aunque muy débil. A este fenómeno no se le encontró en ese momento ninguna aplicación práctica inmediata. Unos 40 años después se estudiaron las primeras celdas solares de selenio, pero con una eficiencia de estos dispositivos todavía muy pobre, inferior al 1%.
Alexandre-Edmond Bequerel, descubridor del efecto fotoeléctrico. Imagen Wikimedia Commons
Entre 1904 y 1948 se desarrollan teorías y modelos sobre semiconductores y redes cristalinas. Se estudian los cristales de germanio monocristalino y para el final de este periodo también el silicio, un nuevo material que ofrecía grandes expectativas y sobre el que se centraron las investigaciones.
De la mano del silicio, la energía solar fotovoltaica recibe en 1950 un apreciable impulso; este material manifestaba el efecto fotoeléctrico con mayor eficiencia, aunque no era muy superior al 1%. Sus aplicaciones iniciales fueron la construcción de placas solares fotovoltaicas con destino a los primeros satélites artificiales, pues sólo los proyectos llevados a cabo por empresas muy solventes podían costear el alto precio de estos dispositivos, muy complejos y de construcción costosa. Fue precisamente el éxito de las células solares a bordo de los satélites artificiales, como el Vanguard 1 lanzado en 1958 y que se mantuvo en órbita durante 50 años, lo que permitió apostar por la financiación e investigación en energía solar para reducir los costos de fabricación y aumentar así la producción de estos equipos. A partir del Vanguard 1, la NASA ya integró energía solar en todos sus satélites.
El Vanguard 1, lanzado al espacio en 1958 por la NASA, fue el primer satélite artificial dotado de paneles solares fotovoltaicos. Imagen Wikimedia Commons.
En 1954 la eficiencia de las células de silicio monocristalino ya alcanzaba el 6%, pero sólo en laboratorio se podía llegar al 15%. Actualmente esa eficiencia casi se ha triplicado, pero todavía no se ha conseguido superar el 20%, salvo en las células construidas con arseniuro de galio que pueden llegar al 30% pero que son de fabricación muy costosa.
Aún así, la tecnología fotovoltaica abrió las puertas del autoconsumo eléctrico y solucionado los problemas del suministro de energía en muchas zonas aisladas. Las posibilidades de utilización son muy amplias, y en la actualidad nos hallamos en un periodo de expansión, debido a la demanda, el apoyo institucional de muchos gobiernos hacia las energías renovables, y también por la mejora y abaratamiento en los procesos de fabricación de estos dispositivos.
Como se dijo, la energía solar fotovoltaica se produce en base al fenómeno denominado «efecto fotoeléctrico», que consiste en la conversión de la luz solar (corriente de fotones) en energía eléctrica (corriente de electrones) en un material semiconductor, es decir que los fotones que golpean sobre el material son capaces de arrancarle electrones y ponerlos en movimiento.
La corriente fotónica produce corriente de electrones porque dentro de la célula solar una pequeña parte de los fotones consigue ser absorbida por el material, aunque hay otra parte importante que se pierde al atravesarlo o ser reflejada. En ese proceso, visto a nivel molecular y a grandes rasgos, cuando un fotón es absorbido dentro de un átomo de la célula solar esa energía hace saltar un electrón de su órbita, dejando un hueco en su lugar. Ese hueco donde antes había un electrón, atrae a otro electrón de un átomo cercano, el cual dejará también a su vez otro hueco libre. Esta operación se repite mil millones de veces, con los electrones saltando de sus órbitas y ocupando los huecos libres que van encontrando en otros átomos próximos, generando así una corriente eléctrica.
Esquema de funcionamiento de una célula fotovoltaica. Ilustración Wikimedia Commons, autor: Michael Paetzold.
1) La capa superior de silicio es la capa N; está dopada con polaridad negativa mediante átomos de fósforo, es decir, contiene un exceso de electrones.
2) La capa inferior de silicio es la capa P; está dopada con polaridad positiva mediante átomos de boro, es decir, contiene un exceso de huecos (hay muy pocos electrones).
3) En el área existente entre las dos capas superior e inferior se forma una unión PN neutra, donde los electrones se hallan muy débilmente unidos a sus átomos (capa de valencia).
4) Entre las superficies de contacto superior e inferior existe un campo eléctrico constante como resultado de la unión PN
5) Los fotones de la radiación solar entran en la célula y atraviesan la primera capa de transición, alcanzando la zona de unión PN.
6) Los fotones cargados de energía la transfieren a los electrones que se hallan en la zona neutra, haciéndolos saltar de sus órbitas al mantener un enlace muy débil con sus átomos y adquiriendo así una carga eléctrica. Muchos pares de electrones y huecos se recombinan, pero algunos electrones conservando la carga y movidos por el campo eléctrico se separan de los huecos generando una corriente eléctrica. Es decir, los electrones se mueven hacia arriba y los huecos hacia abajo. Se produce así un voltaje (V) y una corriente utilizable a través de la carga externa o resistencia (R), que se mantendrá en tanto la radiación solar siga entregado fotones a la célula.
7) La corriente producida por los electrones libres fluye desde el contacto superior (-), a través del circuito externo (R), hasta el contacto inferior (+), recombinándose en la placa inferior, es decir, ocupando los electrones los huecos que todavía quedan vacíos.
Para obtener una corriente eléctrica mediante la absorción de la radiación solar, se utilizan como captadores unas células o celdas construidas habitualmente a partir de silicio puro. El silicio es el segundo elemento mas abundante de la Tierra, el más abundante después del oxígeno, pues es uno de los componentes principales de la arena (se halla abundantemente en el granito y variados minerales). No obstante, al no hallarse el silicio en estado puro en la naturaleza, debe ser convertido en su forma cristalina eliminando todas las imperfecciones que contenga, y eso requiere un proceso complejo y costoso.
Una vez conseguida la red cristalina, a esa capa de material de silicio en estado puro se le añaden unas impurezas (como el boro y el fósforo), para convertir cada célula en un diodo semiconductor con polaridades positiva y negativa. Normalmente, los diodos se utilizan para rectificar corrientes eléctricas, pero en este caso se disponen de forma que puedan recibir la luz y provocar movimientos de electrones dentro del material. A estos dispositivos se les denomina fotodiodos o células fotoeléctricas.
Las células así construidas, cuando son iluminadas por la radiación solar, pueden generar corrientes de varios amperios con voltajes de entre 0,46 y 0,48 voltios. Estos voltajes son muy insuficientes para la mayoría de aplicaciones electrónicas, por eso para obtener voltajes más elevados esas células se conectan en serie dentro de un módulo solar, tantas como sean necesarias para alcanzar el voltaje deseado.
Módulo solar de 60 células y 24 voltios de salida. Imagen Wikimedia Commons
Aunque el avance en la tecnología de las células solares es notable persiste una baja eficiencia de estos dispositivos, debido a que una gran parte de la radiación se pierde por reflexión y por transmisión, es decir, por la luz que rebota en la célula y por la que la atraviesa; pero una pequeña parte (hasta un 17%) es capaz de hacer saltar electrones dentro del material, creando una corriente eléctrica que es proporcional al nivel de radiación solar que incide sobre ella. Una forma de aumentar la eficacia de las células es dotándolas de una capa antirreflejo.
Aunque el silicio suele ser el material más utilizado en la construcción de placas solares fotovoltaicas, existen otros materiales igualmente adecuados para esa función, con características específicas que los hacen viables para diferentes objetivos; algunos de ellos están limitados o encarecidos por su dificultad de obtención, por su bajo rendimiento o por su vida útil. Otros materiales priman más por su eficacia en ambientes de luz artificial, lo que les faculta para su empleo en ausencia de radiación solar. Cabe citar entre esos materiales aptos para la construcción de células fotovoltaicas el telururo de cadmio, el arseniuro de galio, el germanio, el selenio y los sulfuros.
Una placa o módulo solar fotovoltaico es un dispositivo colector o captador construido a base de células o celdas fotovoltaicas que, combinadas en serie y en paralelo, proporcionan un voltaje y una corriente determinados. Ese conjunto es encapsulado en fábrica de manera que, además de enmarcarlo y darle rigidez mecánica, quede aislado eléctricamente y protegido contra los agentes atmosféricos, ya que habitualmente se instalan a la intemperie con objeto de recibir la mayor cantidad de radiación solar. Estos módulos se construyen en variados voltajes y corrientes para cubrir diferentes necesidades de servicio.
Enmarcado de una placa solar fotovoltaica. Imagen Wikimedia Commons
Las necesidades de potencia y el destino que se le vaya dar a una placa solar pueden ser variadas, desde grandes sistemas fotovoltaicos comunitarios, pasando por pequeñas instalaciones individuales, hasta módulos de reducido tamaño para el funcionamiento de pequeños aparatos electrónicos o circuitos eléctricos de baja potencia. Por ello, al igual que las células solares se interconectaban en fábrica en serie y paralelo, los módulos fotovoltaicos también se pueden combinar tanto en serie, como paralelo y serie-paralelo para obtener más voltaje y corriente, con la ventaja de que esta configuración ya puede ser realizada por los propios profesionales técnicos para obtener los objetivos de potencia en una instalación.
En función de los métodos de fabricación y los materiales empleados, existen diferentes tipos de módulos fotovoltaicos:
Los módulos que integran células de arseniuro de galio en su versión monocristalina son las que presentan la más alta eficiencia por su coeficiente de absorción, incluso a elevadas temperaturas. Su rendimiento puede alcanzar hasta el 28% y podría superar el 30% combinado con silicio.
El principal problema para la producción de este tipo de módulos es su elevado coste de fabricación debido al encarecimiento del material, que lo hacen prohibitivo para usos ordinarios. No obstante, es objeto de investigación dado su rendimiento, que duplica el de un módulo de silicio.
Las células construidas con silicio amorfo, también conocidas como células de capa delgada, tienen como características principales su reducido espesor (hasta 50 veces menos que una célula de silicio monocristalino, o 1/100 de un pelo humano), y su grado de absorción que es alto a pesar del escaso grosor. No obstante el rendimiento es menor del 10% y presenta un alto índice de degradación al recibir la radiación solar, por lo que su uso queda reservado a pequeños dispositivos como relojes o calculadoras, donde la duración de las células no es el principal factor a tener en cuenta; también es apto para incrustar en materiales flexibles. Debido al empleo de menos material en su fabricación, resultan muy económicas. Actualmente se investigan diferentes combinaciones en la fabricación con este material, para conseguir células más eficientes y duraderas.
La forma amorfa del silicio es un polvo gris azulado con brillos metálicos. Imagen Wikimedia Commons.
Las células que integran silicio policristalino se fabrican de forma similar a las de silicio monocristalino, aunque no necesitan un control tan riguroso en determinadas etapas durante su construcción, por lo que su coste es ligeramente más económico. Además, no es necesario cortar las láminas tras su fabricación, pudiendo producirse células directamente de forma cuadrangular. Su rendimiento puede llegar al 14%.
Aunque estas células no son tan utilizadas como las monocristalinas debido a la pequeña diferencia de precio con respecto al mayor rendimiento de aquellas, actualmente se sigue investigando sobre ellas, ya que las nuevas tecnologías podrían darle un fuerte impulso y volver a competir con las tradicionales.
Los módulos que integran células de silicio monocristalino son las más utilizadas en la actualidad. La estructura cristalina presenta una configuración completamente ordenada, y se fabrican a partir de un único cristal de silicio previamente fundido. Su fabricación, en comparación con las láminas policristalinas, es compleja y requiere tiempo y energía, motivo por el que encarece algo más su precio.
Las células se construyen añadiendo boro al silicio puro, consiguiéndose rendimientos que pueden llegar al 18%. Su vida útil puede alcanzar entre 20 y 25 años. Este tipo de células se siguen investigando para conseguir abaratar los procesos de fabricación y aumentar el rendimiento.
Células de silicio policristalino (izquierda), y monocristalino (derecha). Imagen Wikimedia Commons.
La energía solar fotovoltaica constituye una fuente de energía inagotable, renovable y no contaminante. Es fiable, silenciosa y no consume combustibles ni genera residuos. Su tecnología es de fácil mantenimiento y duradera gracias a la ausencia de partes móviles. En consecuencia, es una tecnología muy recurrente en la actualidad y aplicable en variadas situaciones de necesidades energéticas.
Moderna zona residencial dotada de energía solar fotovoltaica. Imagen Wikimedia Commons.
Las instalaciones de placas solares pueden ser autónomas o conectadas a la red. Las autónomas producen electricidad por sí mismas, dotando de energía a los equipos o lugar donde se ubican, desde satélites artificiales hasta variadas aplicaciones terrestres: telefonía rural, electrificación de zonas aisladas y viviendas individuales, bombeo de aguas, alumbrado público, aparatos de señalización autónoma (por ejemplo de tráfico, parquímetros, etc); alimentación eléctrica de poca potencia como pequeños electrodomésticos, juguetes, alumbrado del jardín…, y en general dotar de suministro eléctrico allí donde no alcanza a llegar una línea eléctrica convencional.
Parquímetro público dotado de energía autónoma mediante placa solar integrada. Imagen Wikimedia Commons.
Por su parte, en las instalaciones de placas solares conectadas a la red, dependiendo de sus características, la producción de la energía o bien se vierte totalmente hacia la red, o bien se reserva una parte para el consumo propio. En el trasvase de la energía a la red se ejerce una operación de compraventa, por ello está normalmente amparada por un contrato con una compañía de electricidad. Este contrato suele estar sujeto a unas condiciones que dependen de la legislación de cada país.
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