Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
[Biografía resumida]
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La genética después de Lysenko
Con su aparente concepción restringida de la ciencia, el positivismo es incapaz de explicar las relaciones entre la ciencia y la ideología, que sigue jugando malas pasadas. No sólo ha pretendido expulsar a la ideología de la ciencia, es decir, no sólo ha pretendido expulsar de la ciencia a todas las ideologías, excepto a la ideología dominante, sino que, además, dado que no existen “dos ciencias” sino una sola, ha tratado de expulsar de ella a quienes no admiten la corriente dominante. En la genética esto ha significado que no cabe otra que el mendelismo y sus derivados, síntesis y amalgamas. Todo lo demás no es ciencia sino “política”. De ahí que en su devenir ha sembrado el campo de cadáveres, empezando por Lamarck y siguiendo por Lysenko.
Pero la ideología es inseparable de la ciencia. Sólo el progreso científico va desgranando la ideología de la ciencia, depurando a ésta de sus limitaciones y errores y formulando postulados más sólidos, mejor fundados o más profundos. La ciencia se despega entonces de la ideología a costa de introducir nuevas ideologías y de convertirse ella misma en ideología. Como toda verdad, la ciencia es relativa en cada etapa del conocimiento a la que alcanza; cuando esa verdad relativa se pretende transformar en un absoluto, en un punto y final, se ha convertido en ideología porque ese punto y final no existe: toda tesis científica va a ser mejorada y superada por otra posterior.
Exponer las limitaciones de la genética no significa combatirla o despreciarla, sino todo lo contrario. En la historia han existido puntos de partida peores que ese. Conocemos los casos de la astrología o la alquimia. Hoy se trata de disciplinas, cuando menos, despreciadas pero en su momento fueron el punto de arranque de la astronomía y de la química. Que la astronomía haya superado ampliamente la astrología no significa que en ella no se infiltren periódicamente concepciones ideológicas absurdas, como la hipótesis del “big bang”. Nadie es denostado en esa disciplina ni expulsado de ella por criticar esa u otras hipótesis, por más que se presenten en sociedad como tesis y tengan -nunca por casualidad- tamaña repercusión mediática.
Cuando una concepción es errónea no basta con criticarla, con el momento negativo, sino que es necesario, además, oponerle la concepción verdadera. La ciencia sigue un recorrido dialéctico: tesis, antítesis y síntesis. Como su propio nombre indica, la síntesis no se limita a enfrentarse con su contraria sino que la asimila en su interior, absorbe su núcleo racional, lo eleva y lo desarrolla en un plano más elevado. En toda síntesis científica hay, pues, algo de los postulados que le dieron origen y que fueron criticados. Por eso la genética del futuro partirá de los hallazgos encontrados en el siglo XX por erróneos que hayan sido sus planteamientos y fundamentos. Tendrá que partir de ahí porque no hay otros y la ciencia nunca empieza desde cero; la tabla rasa de los empiristas no existe. Tendrá que partir de ese punto y comprender sus limitaciones internas, que son muchas y muy importantes, de las cuales la principal es que ha convertido una verdad relativa en una verdad absoluta. Cuando una verdad se presenta como absoluta es falsa con toda seguridad, lo cual no quiere decir que sea completamente falsa; lo que quiere decir es que, en realidad, es una verdad relativa.
Ningún fenómeno se puede analizar de forma estática, y la ciencia tampoco. En cada etapa del conocimiento no es posible saber qué postulados son verdaderos y cuáles falsos, cuáles se pueden reputar como ciencia y en dónde se ha infiltrado la ideología. Pero sí se pueden aventurar líneas de desarrollo, aunque para ello no basta ser un buen científico en una determinada especialidad sino que hay que conocer la historia de las ciencias (no de una sino de varias) y conocer cómo son sus evoluciones. Pero esto es algo vedado por el positivismo que no gusta ni del pasado ni del futuro. La ciencia se ahorraría muchos esfuerzos si fuera capaz de vislumbrar las líneas de desarrollo, para lo cual necesita conocer su propia historia. En el caso de la genética se trata de saber si esos desarrollos han ido confirmando las expectativas de las teorías formalistas o si, por el contrario, siguen derroteros diferentes. A mi juicio, 60 años después del informe de Lysenko la experimentación ha demostrado la falta de fundamentos consistentes de la genética, que necesita replantearse la mayor parte de las concepciones tradicionales sobre las que se ha asentado, desde el concepto mismo de gen hasta la separación metafísica entre genotipo y fenotipo, pasando por el rechazo a la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos (herencia con modificaciones, si se prefiere), la leyenda acerca de las leyes de Mendel, la teoría cromosómica y su “dogma central”, entre otros.
En particular, el concepto de gen exige una clarificación que quizá sólo sea posible con su erradicación de la ciencia, como ya sucedió con el flogisto. No es en absoluto necesario para la genética. Una vez conocida la naturaleza material así como la forma de los ácidos nucleicos, la tarea de la genética reside en identificar sus distintos segmentos, clarificar las funciones que desempeñan cada uno de ellos, así como explicar las interacciones con aquello que los rodea. Los ácidos nucleicos ni son conceptos estadísticos, ni códigos universales, ni están tampoco encerrados en una caja fuerte inaccesible. A determinados efectos incluso es posible concebir cada uno de los segmentos de sus largas moléculas como una unidad; a otros efectos no son tal unidad sino que forman parte de una unidad superior. Sus diferentes regiones interactúan unas con otras porque la localización de cada una de ellas tiene un sentido posicional. Además parece obvio constatar que los ácidos nucleicos interactúan con las proteínas a las que están tan estrechamente asociados en los cromosomas, con los demás componentes del citoplasma de cada célula y, por fin, con el ambiente externo. Como cualquier otra forma de materia del universo, los ácidos nucleicos se interrelacionan con otras formas de materia, evolucionan y cambian en función del estado de desarrollo del organismo del que forman parte. Unas secuencias se activan y otras permanecen latentes, unos se expresan en determinadas personas y en otras no, unos empiezan a cumplir su función en un determinado ciclo del desarrollo y otros en otro, etc.
La rotundidad con que la genética se niega a reconocer las influencias externas sobre el genoma no tiene ningún fundamento. Los supuestos de transmisión de los caracteres adquiridos se acumulan. Como dice Mae Wan Ho, “existe abundante evidencia de la herencia de los caracteres adquiridos en muchas formas diferentes” (445). La microbiología es impensable sin admitir la herencia de lo adquirido. Por ejemplo, en 1950 el francés André Lwoff demostró que la lisogenia es heredable. La explicación es la siguiente: existen virus, denominados fagos, entre ellos el ?, que se alojan en bacterias donde -en ocasiones- permanecen casi totalmente inactivos, sin destruirlas. Las bacterias infectadas por esos virus -denominadas lisogénicas- incorporan el genoma del invasor y, a través de sus divisiones sucesivas, ese genoma se reproduce junto con el genoma bacteriano. De esta manera la bacteria original transmite el virus a su progenie, con la particularidad de que se vuelven resistentes a ser infectadas de nuevo por el mismo tipo de virus que albergan o por otros similares a ellos. Esa resistencia adquirida es consecuencia de que el virus no permanece completamente inactivo dentro de la bacteria sino que segrega una proteína que se comporta como un represor que impide la expresión de las demás secuencias de su ADN. Esa misma proteína represora también actúa a la vez como un factor de inmunidad que impide la infección de la misma bacteria por otro virus. Lwoff también demostró que es posible reactivar externamente de manera artificial, con radiaciones, el virus lisogénico alojado en la bacteria de manera que provoca su lisis, es decir, la destruye.
Otro ejemplo parecido de herencia de lo adquirido es fruto del descubrimiento de la resistencia creciente de las bacterias a los antibióticos. Cuando a partir de 1935 se empezaron a utilizar sulfamidas y luego antibióticos, se comprobó que las bacterias se adaptaban a esos ambientes tóxicos y adquirían una resistencia creciente, de manera que es necesario aumentar la dosis o aplicar antibióticos diferentes. Al principio se ofreció una explicación neodarwinista (446): el abuso de antibióticos creaba bacterias más resistentes a través de una selección en la que morían las más débiles y sobrevivían las más resistentes. Entre los millones de bacterias que contiene cualquier tejido humano, algunas son ya resistentes a los antibióticos. Si la persona toma un antibiótico, muere la inmensa mayoría de las bacterias y sólo sobreviven las más resistentes. Una vez aniquilada la competencia, las bacterias resistentes proliferan sin impedimentos. El antibiótico, por tanto, no vuelve resistentes a las bacterias, sino que se limita a seleccionar a las que ya lo eran. Después de numerosos ensayos se comprobó que, en realidad, las bacterias segregan una enzima que hace inoperante la acción de la penicilina. La resistencia de las bacterias se debe a una mutación en su genoma, a una modificación de una secuencia de su ADN capaz de sintetizar la enzima enemiga. Por tanto, la mutación en la secuencia de ADN no era creador sino criatura, no era espontánea sino inducida por el medio. Un factor ambiental, el antibiótico, perturba la existencia de la bacteria y ésta reacciona desactivando los sistemas que normalmente vigilan que la replicación del ADN sea la habitual. El resultado es que la bacteria acumula una enorme cantidad de mutaciones en su genoma, genera numerosas variantes de sus secuencias de ADN. Algunas de ellas resultan ser resistentes al antibiótico en cuestión, y entonces empiezan a proliferar. El fenómeno, por lo tanto, es a la vez cuantitativo y cualitativo. Es cuantitativo porque en presencia del antibiótico aumenta frecuencia de las mutaciones de 10 a 10.000 veces, hablándose entonces de hipermutaciones. Los antibióticos, en expresión de Mae Wan Ho, actúan como si fueran las hormonas sexuales de las bacterias. Es también cualitativo porque no se trata de mutaciones al azar sino dirigidas por el medio y adaptadas a él. No se modifica cualquier región del genoma sino precisamente aquellas que permiten a la bacteria subsistir en un medio modificado. Pero lo interesante es que el fármaco crea resistencias nuevas que luego se heredan en las sucesivas generaciones de bacterias. Es más: éstas intercambian la información que les permite crear la secuencia de ADN no sólo dentro de la misma especie, sino de una a otra especie.
La microbiología está relanzando la intervención de los factores ambientales sobre el genoma. Aunque durante años los genetistas aseguraron que el ADN provenía exclusivamente de los ancestros, hoy está comprobado que la mayor parte de sus secuencias provienen de virus exteriores al organismo, utilizando la perífrasis “transferencia horizontal de genes” para disimular la intervención de los factores ambientales. Los seres vivos intercambian ADN entre sí no sólo a través de la reproducción, sino también por la actividad de virus y bacterias. La transgénesis es un proceso que se verifica de manera natural entre los seres vivos. Mediante él una secuencia de ADN de una especie se incorpora al genoma de la otra. A través de las infecciones víricas recibimos constantemente secuencias de ADN de muy diversas procedencias: de bacterias, de otras animales e incluso de especies alejadas, como las plantas. Una vez modificado, el genoma se transmite hereditariamente a los hijos. Dentro de los cromosomas los cambios de posición de las secuencias de ADN no sólo tienen una causa externa al propio genoma sino que también tienen un origen vírico, el mismo que el ADN descubierto en las mitocondrias, cloroplastos y plastídulas que contiene el citoplasma. Éstos no son más que bacterias alojadas dentro de nuestras células. Más de 200 secuencias del genoma humano provienen de microrganismos. Este intercambio está modificando la concepción de la evolución, que no progresa sólo como una diversificación de organismos en especies separadas, cada uno de los cuales evoluciona por su cuenta, sino que las especies siguen interaccionando continuamente unas con otras. El origen de la célula eucariota (nucleada) y, por tanto, de los primeros componentes de los seres vivos tiene su origen en el acoplamiento de virus y bacterias. Según esta concepción, los seres vivos serían agregados de bacterias que se van especializando progresivamente con el transcurso del tiempo. Las bacterias no sólo fueron los primeros organismos vivos que aparecieron en la Tierra sino las creadoras de las condiciones para la aparición de la vida. Su desarrollo se produjo por asociación de esos organismos simples: unas bacterias asimilaron a otras pero no las digirieron.
La tesis de la herencia citoplasmática es otra de las vías que se han ido abriendo camino en la genética de la posguerra, resultando comprobada experimentalmente por el belga Maurice Chevremont en 1972. Hoy sabemos que hay ADN en las mitocondrias, cloroplastos y plastídulas. En 1988 se lograron aislar las mitocondrias del resto de la célula, de las que son un componente muy importante. Cada una de ellas tiene cientos de mitocondrias, y algunas, como las hepáticas, más de mil. Cada mitocondria tiene su propio ADN del que depende casi un millar de proteínas que son enviadas al núcleo celular e intervienen decisivamente en la programación de la información genética nuclear. Como ya he expuesto, la herencia citoplasmática sólo se transmite por vía materna, no responde a las leyes de Mendel y su código es diferente del cromosómico. Hoy su importancia científica no para de crecer. Según Briggs y Walters, “los estudios rápidamente desarrollados sobre la herencia no cromosomática pueden hacer aceptables de nuevo las ideas neolamarckianas sobre la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos. Tales ideas no están de ningún modo muertas” (447). El ADN mitocondrial muta mucho más rápidamente, ya que no dispone de enzimas reparadoras. Lo más importante, según Prenant, es que este tipo de herencia es la responsable principal de las características fundamentales del organismo, es decir, de aquellos rasgos que distinguen las especies superiores. De acuerdo con este enfoque, la herencia nuclear es responsable sólo de los aspectos más superficiales organismo: “Los caracteres hereditarios más fundamentales dependen esencialmente del citoplasma y de sus localizaciones germinales. La herencia de base material nuclear, que es más conocida, y sobre la que, por esta razón, normalmente se atiende más, no tiene, no hay que olvidarlo, más que un papel secundario”. El citoplasma celular es más estable que el núcleo y sufre menos las influencias del entorno. A causa de ello es el que orienta el conjunto del desarrollo embrionario, mientras que el núcleo lo modifica ligeramente a cada instante (448). Por ello, a efectos evolutivos el estudio de la herencia extranuclear tiene mucha mayor importancia que la nuclear.
La herencia citoplasmática es el centro de la ingeniería genética porque algunos plásmidos son integrativos, pudiendo insertar secuencias de ADN en los cromosomas nucleares. Se denominan “vectores” y están disponibles para uso comercial, así como para disponer de copias de secuencias particulares de ADN. Cuando un plásmido se inserta entre los cromosomas nucleares, se convierte en una parte de su genoma y recibe el nombre de episoma.
Un descubrimiento reciente, la tolerancia humana a la lactosa, ilustra con claridad los dilemas en los que se desenvuelve la genética contemporánea, por lo que es interesante exponer con un cierto detalle este fenómeno, que tiene una relación estrecha con la teoría de la evolución.
Después de la II Guerra Mundial, para combatir el hambre y las enfermedades que asolaban a grandes regiones del planeta, Estados Unidos envió toneladas de leche en polvo a muchos países necesitados. Es un ejemplo carácterístico de la manera en que se implementa la ayuda internacional. En Europa y Estados Unidos la leche ha sido y es el alimento por antonomasia. Está presente en numerosos derivados como el queso, la cuajada, la mantequilla, el kéfir, la nata, el flan, las natillas y el yogurt, que proporcionan calcio y otros elementos nutritivos esenciales tales como potasio, magnesio, vitaminas, y proteínas de alta calidad. El consumo de leche previene el raquitismo, la osteomalacia y otras enfermedades que tienen su origen en la falta de calcio dietético. No obstante, la mayor parte de la población mundial, un 70 por ciento aproximadamente de los adultos, no la consume porque no puede digerirla; en estos casos las bacterias del intestino grueso fermentan la lactosa ingerida, que se transforma en productos tóxicos, ácido láctico y gases como CO2 e H2 que ocasionan diarreas y espasmos abdominales. Tras años de investigaciones sobre el origen de esta indisposición, se descubrió que fuera de Europa y Estados Unidos la mayor parte de la población mundial no digiere la lactosa, el azúcar que contiene la leche. La intolerancia a la lactosa se debe a la disminución o ausencia de lactasa en el tracto digestivo, una enzima que hidroliza el azúcar de la leche, transformando el hidrato de carbono principal en azúcares más sencillos capaces de ser metabolizados por el intestino (449).
En los primeros años de su vida los mamíferos se nutren de leche materna pero, cuando al llegar a cierta edad se les priva de ella, el intestino disminuye considerablemente la producción de lactasa, apareciendo entonces la intolerancia al azúcar lácteo. Algunos humanos son los únicos seres vivos que beben leche después de la infancia, una leche que, además, no es la suya propia sino de otra especie animal diferente. Por consiguiente, la intolerancia humana a la lactosa no es ninguna enfermedad ni ningún tipo de deficiencia génica; es lo normal: lo anómalo es lo contrario, es decir, que los mamíferos en edad adulta sean capaces de digerir la leche. La producción de lactasa en mamíferos adultos es, pues, un carácter adquirido que apareció muy recientemente en el transcurso de la evolución, consecuencia de una nueva práctica económica: la domesticación, cría y ordeño del ganado lechero (vacas, camellos, ovejas, cabras). Hasta finales de la Edad de Piedra, es decir, 10.000 años antes de nuestra era aproximadamente, no se encuentran vestigios de las primeras prácticas ganaderas y un consumo habitual de leche. Antes de la domesticación del ganado los seres humanos sobrevivieron sin ella. Posteriormente, tras muchos años de consumo, algunos adultos adquirieron la capacidad de asimilarla, lo cual, a su vez, introdujo una modificación en el genoma humano capaz de segregar la enzima digestiva.
Ésa es la explicación lamarckista de los motivos por los cuales se produjo el cambio genético. La versión neodarwinista asegura que todo comenzó a causa de una mutación aleatoria que favoreció la capacidad de elaborar lactasa, algo que no concuerda con los hechos porque se trataría de una mutación que sólo se produjo en Europa y no en el resto de la población mundial. La mayor parte del mundo sigue siendo incapaz de digerir la lactosa. Por otro lado, la tolerancia a la lactosa coincide con aquellas regiones en las que se ha domesticado la ganadería lechera. No obstante, los neodarwinistas invierten el argumento: la cría de ganado lechero es consecuencia y no causa de la mutación génica, ya que las ventajas nutritivas de la leche permitieron una mejor adaptación y una mayor reproducción de sus consumidores. Se trata, pues, de un retorno de la dicotomía metafísica del huevo y la gallina.
Alrededor del 85 por ciento de la población adulta del norte de Europa es capaz de digerir lactosa. A medida que se desciende hacia el sur, se observa una disminución del porcentaje entre la población adulta, con niveles bajos en España, Italia y Grecia. En Estados Unidos el 75 por ciento de la población de origen latino sufre de intolerancia a la lactosa y menos del 5 por ciento de la población adulta de China, Japón y Corea. En Oceanía y Latinoamérica, la tolerancia también es muy baja, sobre todo entre la población autóctona. En África también es baja, si bien asciende entre determinados pueblos pastoriles que ordeñan sus camellos. En el continente negro la leche, aunque inicialmente careciera de valor nutritivo, se utilizaba como un sustitutivo del agua en situaciones de sequía.
La enzima digestiva la produce la proteína LPH a partir de la secuencia génica LCT. Sin embargo, la mutación no está localizada en la propia secuencia LCT sino en una contigua, llamada MCM6 y, además, esta mutación no es la misma entre las poblaciones europeas y africanas, aunque produce los mismos efectos. Este argumento es más contundente si, al mismo tiempo, se tiene en cuenta que entre las poblaciones africanas tolerantes a la lactosa no se ha encontrado una única mutación sino tres distintas que, añadida a la europea, suman cuatro. Tras realizar ensayos en 43 grupos étnicos de África oriental, un equipo de investigación halló tres mutaciones distintas que activan la secuencia génica de la lactasa. La principal apareció entre 2.700 y 6.800 años atrás en los grupos étnicos de habla nilo-sahariana de Kenia y Tanzania. Las otras dos se encontraron entre los beja del noreste de Sudán y en tribus de la misma familia lingüística, el afroasiático, al norte de Kenia. Por tanto, no se trató de una mutación sino de cuatro mutaciones que, además, son convergentes. Demasiada casualidad. Se trata de poblaciones que a lo largo de la evolución han adquido un mismo carácter por cuatro vías independientes una de otra. Lo que coincide no son las secuencias de ADN ni tampoco sus mutaciones, sino el medio.
Aún se puede añadir otro argumento adicional a favor de la tesis lamarckista: la tolerancia a la lactosa no se relaciona sólo con la domesticación del ganado sino con la variabilidad del mismo. Las zonas de Europa en las que existe mayor diversidad entre el ganado vacuno son las zonas donde el índice de población tolerante a la lactosa es mayor. Para llegar a estas conclusiones, se analizaron los patrones geográficos de variación de las secuencias de ADN que elaboran las seis proteínas principales de la leche en 70 variedades de ganado europeas. Esta investigación confirma la interacción mutua del hombre con los animales domesticados. El hombre selecciona la ganadería como medio alimenticio que, por retroalimentación, va a seleccionarle a su vez. Como se observa, es una selección muy poco “natural”.
Es conveniente un último apunte sobre la lactosa para consignar la publicación en 1988 de un estudio dirigido por John Cairn sobre las mutaciones de algunas bacterias inducidas por dicho nutriente. En cultivos de colibacilos los autores lograron que estos microrganismos perdieran la capacidad de asimilar sus nutrientes habituales, sustituyéndolos por otros, como la lactosa. Comprobaron que si colocaban las bacterias en un medio pobre en cualquier nutriente pero rico en lactosa, aparecían mutantes capaces de metabolizar la lactosa. A falta de otros alimentos, esos mutantes aparecían con una frecuencia muy superior a la normal. Como no había otro suministro, la necesidad de alimentarse de lactosa favorecía la aparición de mutaciones que permitían asimilar ese nutriente. Las mutaciones espontáneas no eran espontáneas, es decir, que no se debían al azar sino que eran una respuesta a la presión medioambiental. Es un ejemplo parecido al que hemos expuesto en relación con la resistencia bacteriana a los antibióticos: las bacterias comienzan a mutar rápidamente, esas mutaciones se verifican sólo en las secuencias genómicas que les permiten aprovechar el nutriente y, por lo tanto, crecer. Los mutantes, pues, no preexisten; sólo surgen después de que las células fueron colocadas en ese medio, y no lo hacen a menos que el alimento esté presente.
No va a ser fácil asimilar los hallazgos que han ido apareciendo y los que van a continuar en lo sucesivo. La presión ideológica sobre la genética ha sido tan fuerte que una investigación tan importante como la de Barbara McClintock, que rompía bastantes moldes, fue silenciada durante más de 30 años. La conferencia que pronunció en 1983 al recibir el premio Nóbel se titulaba “El significado de las respuestas del genoma a los estímulos” (450). En ella explicó cómo las células responden a la presión ambiental a la que se ven sometidos los organismos vivos mediante una reestructuración de su genoma. En los genomas hay secuencias móviles de ADN, llamados transposones, que cambian de lugar siguiendo estímulos ambientales. Los elementos genómicos transponibles producen mutaciones y forman la mayor parte del ADN, aunque inicialmente se le despreció como parte integrante del ADN “basura” porque no cumplían la función genética prevista por la teoría sintética. Son secuencias de ADN redundantes ya que se repiten por tramos muy cortos que a veces se llaman microsatélites y minisatélites. Como sus mutaciones son más frecuentes, varían mucho con cada individuo y por eso se utilizan en los análisis forenses como prueba de identificación. En las bacterias patógenas estas secuencias son las que les permiten sobrevivir ante cambios hostiles del entorno, como los antibióticos, mediante mutaciones.
El sistema inmunitario es buen ejemplo sobre el que estudiar el funcionamiento del genoma: la teoría formalista debería ser capaz de explicar la fabricación de los 10.000 millones de anticuerpos diferentes que -al menos- puede elaborar el organismo humano con un número reducido de secuencias de ADN. Desde que en 1900 comenzaron los estudios imunológicos, se sospechaba que el sistema inmunitario era un caso bastante claro de herencia de los caracteres adquiridos (451). Las concepciones inmunológicas han caminado de espaldas a las controversias genéticas; ambos terrenos científicos eran contradictorios y a lo largo del siglo pasado se expusieron numerosas hipótesis para tratar de conciliar genes y anticuerpos. Cuando en la década de los sesenta se logró conocer la estructura de los anticuerpos, las contradicciones se duplicaron porque se observó que se trataba de cadenas de proteínas (llamadas inmunoglobulinas) que tenían una parte constante y una variable. Si las mutaciones podían explicar la variabilidad, contradecían la constancia: ¿cómo podía mutar una parte y permanecer invariable la otra? El transcurso del tiempo fue sacando a la luz nuevas incongruencias que muestran la peculiaridad del sistema inmunitario como efecto reverso del ambiente en el organismo: el sistema inmunitario es adquirido, al menos en parte. La especificidad inmunitaria, que impone una respuesta adecuada a cada ataque exógeno, impone la exclusión alélica, de manera que sólo se expresa uno de los dos cromosomas homólogos por cada linfocito B, que es la célula de la sangre que fabrica los anticuerpos.
En 1976 el japonés Tonegawa ofreció una respuesta que seguía la pauta de McClintock: los linfocitos B maduros contienen un ADN diferente del de las células madre que elaboran la sangre; su genoma se transforma y reorganiza con la diferenciación celular (452). Por consiguiente, no existe ninguna copia perfecta, no todas las células tienen idéntico genoma. Se habla hoy (Mae Wan Ho, Howard B.Urnovitz) de un genoma dinámico o fluido que se desarrolla al mismo tiempo que el resto del cuerpo y en respuesta a los estímulos del medio externo. Éste no sólo modifica la expresión del genoma sino el genoma mismo. Éste tiene que modificarse tanto para mantener la estabilidad fisiológica del organismo en condiciones normales como para responder a los cambios ambientales. En palabras de Novick:
La explicación tradicional sostenía que la constitución genética de una especie variaba poco de una célula a otra y permanecía constante durante mucho tiempo. Se sabe ahora que una proporción significativa de los rasgos genéticos, no sólo de las bacterias sino también de los organismos superiores, son variables (presentes en algunas células o estirpes y ausentes en otras), lábiles (se adquieren o pierden con facilidad) y móviles (transferibles entre células o transponibles de un lugar a otro de una célula), todo ello debido a que estos rasgos están asociados con plásmidos y otros sistemas genéticos atípicos (453).
Por su propio origen, la inmunología siempre se ha prestado a conclusiones lamarckistas y lysenkistas. En la actualidad el inmunólogo australiano Steel sigue los pasos del checo Hasek. En 1979 impulsó la teoría de la selección somática según la cual el sistema inmunitario se transmite hereditariamente a la descendencia. Las secuencias de ADN de las células alteradas en el cuerpo de un individuo pasan a los óvulos y espermatozoides. Steel explica la evolución molecular y diversificación de las secuencias de ADN de la región variable de la inmunoglobulina por medio de una retroalimentación entre el cuerpo y el genoma en la que interviene la transcriptasa inversa. En un artículo publicado en 1980 junto con Red Gorczynski manifestó que la tolerancia de una estirpe de ratones se transmitía por el linaje masculino. En la mitad de la prole de los portadores de genes tolerantes cruzados con hembras normales, observó in vitro tan sólo una respuesta débil o nula con las células de rata de la estirpe que debería reaccionar con ellas. La tolerancia de esta estirpe, que es un carácter adquirido, es hereditaria.
Como en el caso de Hasek, los guardianes de la ortodoxia reaccionaron inmediatamente. Para publicar su artículo en Nature Steel tuvo que sostener una trifulca con el entonces editor de la revista británica, John Maddox. Por su parte, Brent, Medawar y otros publicaron poco después en el mismo medio un artículo que desmentía las observaciones de Gorczynski y Steele. Volvimos a la caza de brujas. Como vemos que suele ocurrir desde 1859, la controversia no se limitó a las revistas científicas. El 8 de abril de 1981, Steele defendió su tesis en un programa sobre ciencias de la BBC y, al final de la emisión, el director de Nature anunció que al día siguiente su revista publicaría otro artículo refutando la tesis de Steele. Unas semanas más tarde tuvo lugar otro debate, también en la televisión, y volvieron a aparecer imediatamente nuevas réplicas en Nature y otras revistas científicas. En un artículo aparecido en Science, Steele manifestó que existía una “conspiración científica” en su contra. Sin embargo, a diferencia de Hasek, el biólogo australiano siguió defendiendo sus tesis, a pesar de la ofensiva e inició un ciclo de conferencias por todo el mundo en defensa de sus convicciones. El 7 de mayo publicó en New Scientist otro artículo titulado Lamarck and inmunity: a conflict resolved. En 1982 Brent, Medawar y los talibanes de la teoría sintética replican en el Mac-Miller Journal con los argumentos que ya conocemos: hemos repetido el experimento de Steele -dicen- pero no logramos obtener las mismas conclusiones del australiano. Se han aprendido el truco de memoria: los lamarckistas falsifican sus experimentos y si no los falsifican la teoría sintética siempre tiene una explicación mejor que ofrecer.
Entre los avances contemporáneos más importantes sobre la evolución está el que sitúa al ARN en el origen y, por tanto, en el centro de la teoría: el ARN precede al ADN (454). El ARN que hasta hoy parecía desempeñar un papel subordinado en la biología molecular, mero vehículo transmisor, adquiere un protagonismo no sólo cuantitativo sino cualitativo. A mediados de los años cincuenta se descubrió que algunos virus se componen de ARN exclusivamente, lo cual resultó un misterio en medio de una fiesta que había puesto al ADN y la doble hélice en el centro del universo científico. Sólo era la primera sacudida. En 1971 se observó experimentalmente tanto en virus (Howard Temin y David Baltimore) como en bacterias (Mirko Beljanski), que el flujo de información génica también marcha en contra de la dirección prevista por el dogma: del ARN al ADN. Por lo tanto, el ARN no se limita a transmitir la información procedente del ADN sino que también puede crearla. Además de su papel en la fabricación de proteínas, la cualidad más significativa del ARN es la de transformarse en ADN, una de cuyas aplicaciones es contribuir a reparar parte de los errores o daños que sufra el ADN cromosómico. Para la síntesis de ADN utilizaban una enzima particular, llamada transcriptasa inversa. Los virus capaces de realizar esta operación se denominan retrovirus, un concepto que se vinculó inmediatamente a las secuencias móviles de McClintock y está engendrando todo un cúmulo de nuevos conceptos exactamente simétricos a los hasta ahora conocidos, opuestos y a la vez compatibles con ellos:
— a los virus añade los retrovirus
— a las transcriptasas añade las transcriptasas inversas
— a los transposones añade los retrotransposones
Estos nuevos conceptos son plenamente lamarckianos. Expresan la mutua interacción entre el plama y el cuerpo, el genotipo y el fenotipo, así como el decisivo papel que en ello juega el ARN. Los retrovirus, cuyo material genético es ARN, invierten el flujo de información genética que, según el dogma, debería trasladarse del ADN al ARN y de éste a las proteínas. Algunos virus tienen la potestad de sintetizar ADN mediante una polimerasa, la transcriptasa inversa, que emplea ARN como materia prima para fabricar ADN. El ADN vírico puede integrarse por sí mismo en el genoma de la célula anfitriona. Como parte del genoma anfitrión, el ADN vírico permanece latente hasta que, tras activarse, fabrica nuevos virus. Existe una gran variación en la abundancia relativa de los transposones de ADN frente a los retrotransposones, según las diferentes especies; en los seres humanos hay una mayor abundancia de retrotransposones, donde pueden llegar a constituir casi la mitad del genoma.
Pero el ARN tiene propiedades aún más sorprendentes que, desde luego, no están presentes en el ADN: tiene capacidad para replicarse por sí mismo. Frente al ADN, que necesita de enzimas como catalizadores para elaborar proteínas, el ARN es autosuficiente, al menos en algunos microrganismos primitivos. Esto conduce a pensar que el ARN está en el origen de la vida porque realizaba algunas de las funciones celulares que llevan a cabo las proteínas.
Las mayores concentraciones de ARN se encuentran en el citoplasma que envuelve al núcleo de las células. Según las viejas concepciones mendelistas, si el ARN no forma parte del “cuerpo”, por oposición al plasma, es algo en íntima conexión con él. Con el ARN está sucediendo lo mismo que con la herencia citoplasmática: si ésta no sustituye a la herencia cromosómca, el ARN no sustituye al ADN sino que se complementa con él. Al flujo unidireccional de información añade el flujo en la dirección inversa y al carácter transmisor del ARN le añade también el carácter creador.
Los formalistas pueden seguir con los ojos cerrados indefinidamente pero en la actualidad parece fuera de duda que lo que hace funcionar al ADN es lo que está fuera de él mismo, que el ADN no es un regulador sino parte integrante de un sistema regulado o, en otras palabras, que el ADN no crea la vida sino que es la vida la que crea el ADN. En lugar de acción génica se habla de activación génica, de secuencias del genoma que se activan y desactivan, con especial énfasis cuando se trata de estudiar los problemas de desarrollo de los embriones y la diferenciación celular. No todo el genoma está en funcionamiento siempre y al mismo tiempo: “En cualquier célula que imaginemos, sólo se activa una fracción pequeña de los genes, es decir, se transcribe activamente. Así es como las células con la misma dotación de ADN se las arreglan para ser diferentes. Todo lo que necesitan es transcribir diferentes zonas de su ADN y sintetizar, por tanto, distintos conjuntos de proteínas” (455). Entonces la pregunta es inevitable: ¿qué es lo que activa o desactiva el funcionamiento de las secuencias del genoma? ¿Quién pulsa el conmutador génico? Y sobre todo, ¿por qué motivos activa unas secuencias y desactiva otras? En 1961 Jacob y Monod propusieron el modelo del operón, un gen, que regula la actividad de los demás genes y extendieron esa idea a otros mecanismos análogos en los que se observan variaciones en el desarrollo embrionario. La interpretación del operón parecía la pescadilla que se muerde la cola: unos genes controlan a otros genes y unos programas a otros programas… así hasta el infinito.
El operón remite a un proceso claramente lamarckista. Pero, en primer lugar, hay que poner de manifiesto que las investigaciones sobre los operones se llevaron a cabo con bacterias (Escherichia coli) en un medio ambiente láctico, por lo que cualquier pretensión de extender el fenómeno a organismos más complejos se debe tomar siempre con las debidas reservas y precauciones. En cualquier caso, los operones demuestran la falacia de los genes como partículas indivisibles, ya que los operones coordinan la actuación conjunta y simultánea de múltiples secuencias de ADN en los cromosomas. La teoría del operón afirma que son las proteínas las que activan o desactivan las secuencias de ADN. De aquí concluye Christian de Duve que los operones son las secuencias de ADN que transmiten las órdenes del citoplasma al núcleo de la célula indicándole qué secuencias deben activarse y cuáles deben inhibirse. A partir de esta conclusión, De Duve ofrece una relación causal bien diferente a la que estamos acostumbrados en las recetas formalistas:
El núcleo de una célula diferenciada no se halla obligado a expresar, de forma irrevocable, un sólo conjunto de genes. Su genoma puede volver a despertar, en su propio núcleo, o en núcleos derivados del mismo por división mitótica, a instancias de mensajes que se originan en el citoplasma. Resulta obvio que es el citoplasma del óvulo quien imparte las órdenes al núcleo de la célula intestinal, o de su descendencia, para volver a poner en acción todo el programa de desarrollo de la especie […] El mero hecho de haberse conseguido la clonación debería bastarnos para corregir cualquier idea exagerada que pudiéramos habernos formado acerca del poder del núcleo. A pesar de su situación central en la célula y su papel de guardián último de la dotación genética del organismo, el núcleo no es el déspota autocrático que hubiéramos podido sospechar. Antes bien, se trata de una marioneta articulada, admirablemente construida y programada, pero manipulada sin cesar por los mismos objetos sujetos a control. Cuando un núcleo activa o desactiva determinados genes, lo hace en respuesta a órdenes recibidas del citoplasma que le envuelve, o, a veces, de territorios más alejados a través de mensajeros producidos por otras células, de fármacos, contaminantes u otras sustancias procedentes del mundo exterior. El citoplasma no es, sin embargo, más ‘jefe’ que el núcleo. Sus mensajes son transmitidos o producidos por proteínas sintetizadas de acuerdo con las instrucciones del núcleo. En otras palabras, núcleo y citoplasma se limitan a interactuar entre sí en coordinación recíproca. La célula es un sistema cibernético. Y también lo es el organismo a través de una red superimpuesta de interacciones intercelulares (456).
Poco más adelante, De Duve llega mucho más lejos y sostiene con claridad la siguiente tesis, en relación con la biología del desarrollo: “El desarrollo no es una simple cuestión de activar o desactivar determinados genes en el momento apropiado, sino que el propio genoma podría sufrir reorganizaciones programadas” (457). No es, pues, el genoma, ni las modificaciones del genoma, lo que explica la evolución sino que, por el contrario, el genoma es una consecuencia de la evolución.
Otra explicación del mismo fenómeno está en la epigenética, según la cual el conmutador génico es el medio ambiente. La epigenética surgió a comienzos de los años cuarenta por iniciativa de algunos biólogos marginados como teóricos, entre ellos Waddington y Goldschmidt. La tesis del biólogo soviético I.I.Schmalhausen era parecida, llamándola “selección estabilizadora” (458), una especie de retroalimentación negativa procedente del entorno. Algo parecido sostuvo el científico suizo Jean Piaget (459). Según estas concepciones es el entorno el que hace que unas determinadas secuencias de ADN se activen y otras se inhiban. El entorno actúa a través de señales bioquímicas, alterando la composición del citoplasma, las proteínas o los metabolitos que rodean al ADN. A diferencia de esta molécula, que goza de una estabilidad relativa, las señales epigenéticas se insertan y se borran de manera instantánea. Según Wayt Gibbs, existen “rasgos importantes que se transmiten por vía epigenética a través de los cromosomas pero fuera del ADN” (460).
La epigenética no es más que un retorno a la vieja herejía lamarckista y, lo que es peor, lysenkista, porque “redescubre” la epigénesis, es decir, la construcción progresiva de los organismos en su proceso de desarrollo. Nace para suplir las insuficiencias de la genética y enlaza con la idea de que no todo está ya escrito en los genes sino que depende de las condiciones en las que se desarrolle la vida del organismo. La forma de vida va dejando sus huellas en el ADN en forma de secuencias que se activan o inactivan. De ahí que lo realmente importante no sea la composición del genoma, el ADN y su configuración, sino lo que le rodea. No somos lo que está escrito en nuestros genes, sino lo que hacemos con ellos, cómo vivimos, qué comemos y lo que respiramos. Las influencias ambientales regulan la expresión del genoma incluso sin necesidad alterar su configuración básica. Algunos estudios han encontrado que el tipo de alimentación de los abuelos tiene un efecto sobre el riesgo que tienen los nietos de desarrollar diabetes o enfermedades cardiovasculares. Un estudio de la Universidad de California analizó los efectos del hambre de 1945 en Holanda, cuando murieron más de 30.000 personas. Los análisis médicos realizados 60 años después a los supervivientes encontraron en la descendencia rastros genéticos de delgadez. No sólo somos lo que comemos nosotros, sino lo que comieron y respiraron nuestros ancestros. Somos guardianes de nuestro genoma. Los descendientes sufren los excesos y se benefician de los cuidados de sus progenitores. Por eso actualmente en todos los países del mundo se están abriendo laboratorios de epigenética.
Se conocen diversos tipos de alteraciones epigenéticas. En 1975 se observó un mecanismo de control: la modificación de los componentes de la cromatina. Otro mecanismo epigenético es la impronta genética, una noción que ha sustituido a la antigua concepción mendeliana de los factores dominantes y recesivos. Normalmente cada secuencia génica está duplicada (alelos), siendo uno de ellos de origen materno y el otro paterno. Antes se pensaba que el origen no era importante porque los alelos eran equivalentes. Los dos ejemplares no pueden estar activados al mismo tiempo así que uno de ellos es silenciado. Su grado respectivo de expresión o silenciamiento depende de una modificación bioquímica del ADN llamada metilación (461), es decir, la transferencia de grupos metilo CH3 a las citosinas, una de las bases que forman parte del ADN. El grado de expresividad de las secuencias del ADN está en proporción inversa a su nivel de metilación: cuanto mayor es la metilación menor es la expresividad, y a la inversa. La metilación del ADN provoca cambios en las histonas, las proteínas que envuelven el ADN en el núcleo de la célula y que sirven también para regular la expresión génica. Las secuencias de ADN que están envueltas por las histonas tienen dificultades para desempeñar su función, mientras que las demás lo hacen más fácilmente porque están más accesibles. Los niveles inadecuados de metilación pueden contribuir a desencadenar enfermedades. En otros casos, la metilación obstaculiza la expresividad de los transposones, que suelen estar muy metilados.
En consecuencia, el principal mecanismo de regulación transcripcional de los vertebrados, es decir, la fuerza expresiva del ADN depende de la metilación de sus citosinas. Sin embargo, la mayoría de los invertebrados no metila su ADN. En cualquier caso, el ADN siempre aparece como un regulador que, a su vez, está regulado porque los patrones normales de metilación los mantiene una enzima, una metiltransferasa. La metilación actúa a modo de reloj biológico, indicando cuántas veces se ha dividido una célula. De ahí que condicione el proceso de desarrollo y el envejecimiento. El genoma cambia durante la vida de una persona, lo que explica el aumento con el paso de los años de la susceptibilidad a ciertas enfermedades. Los patrones de metilación cambian con el desarrollo del individuo, con la edad y, además, los cambios son similares entre los individuos de una misma familia. El hecho de que la metilación aumente en unas personas y disminuya en otras sugiere que lo importante no es la edad en sí misma, sino otros factores genómicos o ambientales que pueden influir. ¿Por qué se produce una metilación incorrecta? La respuesta conduce a los factores ambientales: tabaco, radiaciones, alimentación, contaminación, etc. En definitiva, como afirma Gilbert, la impronta recuerda que “el organismo no puede ser explicado únicamente por sus genes. Se necesita el conocimiento de los parámetros del desarrollo así como de los genéticos” (462).
La existencia de dominancia y recesividad no es más que uno de los supuestos de redundancia o polimorfismo génico. Existe un “gran exceso” de ADN, dicen los manuales; solamente el 10 por ciento de las secuencias del genoma de los vertebrados son vitales para el organismo (463). Los transposones contribuyen a esa superpoblación génica, a la proliferación de segmentos idénticos de ADN repartidos en uno o varios cromosomas, a veces de manera incompleta o fragmentaria. Parece que la mayor parte del ADN no sirve para nada (ADN “basura”), como si los organismos pudieran pasar sin una buena parte de su ADN. Esta sobreabundancia génica plantea serios interrogantes a ciertas corrientes de la biología. Parece, por un lado, que para que haya selección natural debe existir variedad que seleccionar, es decir, debe existir polimorofismo y redundancia. Pero, por el otro, Darwin decía que la selección natural impide que haya despilfarro en la naturaleza, por lo que el polimorfismo debería remitir con la evolución, que marcharía hacia una mayor uniformidad. Como el capitalismo, la materia viva se fundamenta en el ahorro, la economía y la austeridad, no en la ornamentación ni en la belleza; si cada organismo cumple su función, no pueden subsistir elementos superfluos: “La estructura de todos los seres vivientes es actualmente o fue antiguamente, de alguna utilidad directa o indirecta a su poseedor”. Los caracteres inútiles para los seres vivos no podrían haber sido sometidos a la acción de la selección natural (464). ¿Cómo es posible que la selección natural haya permitido la subsistencia de genes redundantes? Si no presentan ninguna ventaja evolutiva ¿por qué persisten? ¿Cómo interviene la selección natural sobre un material genómico que carece de repercusiones sobre el organismo vivo? Si hay despilfarro génico no parece haber operado la selección natural por lo que, como asegura Keller “la redundancia amenaza a todo el armazón explicativo del paradigma genético” (465).
Por otro lado, la redundancia génica supone la subsistencia de recesividad: si la selección natural favorece la subsistencia de los genes mejor adaptados, los recesivos hubieran debido extinguirse hace tiempo o, al menos, encontrarse en trance de desaparecer o en frecuencias reducidas. La probabilidad de encontrar secuencias de ese tipo debería ser muy reducida. Sin embargo, no sucede eso, pudiéndose exponer numerosos ejemplos que ilustran este fenómeno, como el caso de la mucoviscidosis (fibrosis quística por la traducción directa del inglés), una enfermedad hereditaria (genética) de carácter letal. Es la enfermedad génica recesiva más frecuente en Europa y Estados Unidos (466). Son portadores de ella una de cada 25 personas de ascendencia europea, de los cuales 1.600.000 son españoles. En Asia la proporción es uno de cada 90 habitantes. La enfermedad aparece cuando ambos progenitores son portadores de la misma (heterocigotos) y la secuencia, denominada ?F508 (467), coincide en ambos cromosomas en la descendencia. Los síntomas que presentan estos enfermos son bastante variados, uno de los cuales es un porcentaje muy elevado de esterilidad que en los varones alcanza más del 95 por ciento. Cuando en la década de los treinta se comenzó a estudiar la enfermedad, más de la mitad de los que nacían con ella morían en el primer año de vida. Sin embargo, ahora la media de supervivencia se sitúa entre los 30 y los 40 años de edad. Es una enfermedad que no tiene tratamiento conocido, por lo que la combinación de una reducida esperanza de vida en el pasado junto con la esterilidad actual no pueden explicar la subsistencia de la secuencia génica ?F508. Cada vez que se ponen de manifiesto este tipo de detalles, la respuesta de los neodarwinistas es siempre la misma: a pesar de sus graves efectos la alteración génica ha persistido a lo largo de la evolución porque resulta beneficiosa para los portadores del gen alterado a otros efectos. Por ejemplo, la subsistencia de otra enfermedad letal de origen génico, la anemia falciforme, frecuente en África, se trata de explicar porque para los portadores de la secuencia recesiva (heterocigotos) tiene efectos beneficiosos al prevenirles de la malaria. Aunque no esté bien documentado, es muy dudoso que esa explicación sea válida. Desde luego, en el caso de la mucoviscidosis no es cierto porque ?F508 es sólo la deleción que está presente con mayor frecuencia entre los enfermos, entre un 70 y 90 por ciento; aparte de ella se han identificado más de 600 alteraciones génicas diferentes que pueden estar en el origen de la misma enfermedad. Aún admitiendo la hipótesis de que ?F508 fuese beneficiosa para otras enfermedades, es impensable que suceda lo mismo en el caso de las otras 600 alteraciones génicas relacionadas con la mucoviscidosis. En consecuencia, el origen génico de la enfermedad no explica su subsistencia a lo largo de tantos miles de años: según algunos cálculos, la alteración génica ?F508 apareció en el Paleolítico, es decir, hace unos 40.000 años (468). No es, pues, más que una causa inmediata que, a su vez, debe tener otro origen que permita reproducir la alteración a lo largo del tiempo. La causa, a su vez, tiene sus causas remotas, que únicamente se pueden buscar en el ambiente exterior.
Estamos asistiendo a la prehistoria de una ciencia. Con el tiempo es casi seguro que buena parte de la bibliografía sobre la que se soporta se tenga que adquirir en las librerías en la sección de ocultismo, junto al “Corpus Hermeticum”. Edward O.Wilson, Richard Dawkins y muchos otros compartirán estantería con Paracelso, lo cual constituirá un enorme descrédito para el gran alquimista suizo. La genética volverá a demostrar que en la historia de la ciencia siempre ganan los herejes. Es una ciencia que tiene que liberarse del estigma de un siglo de controversias en donde los victimarios se han querido pasar por víctimas. Como escribe Wayt Gibbs: “Llevará años, quizá décadas, construir una teoría que explique y fundamente la interacción entre ADN, ARN y señales epigenéticas en un sistema autorregulador. Pero resulta claramente necesario encontrar un nuevo modelo teórico que sustituya al dogma central de la biología en el que se ha basado, desde los años cincuenta, la genética molecular y la biotecnología” (469). Quizá ya se hayan formulado esos fundamentos en alguna parte; quizá no los conozcamos porque no están escritos en inglés; quizá estén censurados por algún consejo editorial. John Maddox, anterior responsable de una de esas revistas, la británica Nature, reconoció públicamente en Barcelona en 1995, el reiterado rechazo de artículos de los científicos franceses porque “un tercio inicial de los artículos franceses se enfocan sobre contextualización y no van directamente al grano” (470). Pero los editores británicos sí han demostrado su capacidad para separar el grano de la paja…
La burguesía tiene poderosas razones para seguir anclada en un dogma infundado, por razones que poco tienen que ver con la ciencia y que no son sólo ideológicas. Hoy, además de la verdad, sobre la biología gravitan los poderosos intereses de las multinacionales de los transgénicos, los fármacos y la biopiratería. Con ellas colabora a jornada completa la Fundación Rockefeller. ¿Dónde está el negocio? ¿Cuál es el mercado? ¿Qué es lo que venden? ¿Con qué trafican? Con los más viejos padecimientos de la humanidad: el hambre y la salud. Desde que en 1978 se inventó una nueva técnica -debidamente patentada- para fabricar industrialmente interferón, una proteína del sistema inmunitario, se han abierto nuevas fuentes de enriquecimiento con la salud y se ha creado una red de complicidades entre los científicos y el capital monopolista. Biogen, la multinacional que patentó el interferón, es una empresa cuyos científicos no sólo trabajan en los laboratorios sino también en los consejos de administración. El interferón llegó al mercado en 1986 pero la cotización de las acciones de Biogen se había disparo mucho antes, en marzo de 1980, cuando la revista Nature publicó la noticia del descubrimiento. Como los especuladores bursátiles no leen Nature, había que acompañar la noticia con la correspondiente conferencia de prensa, crear opinión.
El prototipo de rueda de prensa biotecnológica es la que celebraron el 24 de abril de 1984 la ministra de Sanidad del gobierno de Reagan junto con Robert Gallo para anunciar que habían descubierto que el SIDA tenía su origen en un supuesto retrovirus (llamado primero HTLV-III y luego HIV) y que en dos años dispondrían de la vacuna correspondiente. Aquello nada tenía que ver con la ciencia sino con la reconversión de la fracasada industria del cáncer (con su virus correspondiente) en la industria del SIDA (y su retrovirus correspondiente), un negocio que está consumiendo billones de dólares sin que hasta la fecha hayan aparecido ni el retrovirus ni la vacuna.
En tales ceremonias multitudinarias, tan alejadas de los laboratorios, los científicos aparecen maquillados para la ocasión por los estilistas y los gabinetes de imagen que preparan cuidadosamente cada frase y cada gesto, cuyos costes se incluyen con generosidad entre las dietas y gastos. Al día siguiente la subida de los índices bursátiles los compensa con creces. Si el fraude científico de la teoría sintética es constatable en los diccionarios y manuales, se multiplica exponencialmente en los medios de comunicación, donde aparecen periódicamente verdaderas campañas de propaganda que los científicos adornan con sus títulos académicos, contribuyendo al engaño y abusando de la credulidad pública.
La propiedad privada sobre la vida tiene curiosas connotaciones que ilustran acerca de la biopiratería del capital multinacional. Actualmente los laboratorios del mundo entero experimentan con unas células llamadas HeLa que se extrajeron del cuerpo de Henrietta Lacks en 1950, una trabajadora negra y pobre fallecida como consecuencia de un cáncer fulminante. Hay empresas privadas que aún trafican hoy con esas células, extraídas del cuerpo de una paciente sin su consentimiento. El médico que secuestró una parte del organismo de Lacks ni siquiera la conocía, la familia no fue informada del robo ni obtuvo ningun beneficio económico de un sucio negocio que mueve billones en nombre de la ciencia. Durante medio siglo las células HeLa han ido pasando de unos médicos sin escrúpulos a los laboratorios y luego a las empresas que se lucran con su compraventa.
Hoy la situación no ha cambiado, sino todo lo contrario. Para financiar con dinero público el proyecto genoma antes fue necesario privatizarlo, autorizar las patentes sobre él, lo que llevó a cabo el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1980. Sin su consentimiento, a otra paciente de un hospital de Los Ángeles le extrajeron una parte del bazo como parte de un tratamiento contra la leucemia y, a partir de él, otro médico sin escrúpulos patentó otra estirpe de células cuyos derechos fueron adquiridos por dos multinacionales que se dedican a comercializarlas. En 1990 el Tribunal Supremo de California confirmó que los pacientes no disponen de la propiedad privada de las células derivadas de sus propias células, a pesar de ser homólogas.
A los viejos argumentos oscurantistas contra el darwinismo se le han sumado, pues, los más transparentes del dinero, de las gigantescas multinacionales y el no menos gigantesco de las inversiones públicas en biotecnología. Sólo la secuenciación del genoma humano consumió tres mil millones de dólares en un proyecto de reducido calado científico (la mayor parte de las secuencias son repetitivas) pero de gigantesco rendimiento mediático. Es algo que la genética comparte con la carrera espacial donde durante la guerra fría también hubo grandes derroches de dinero para un rendimiento científico mucho menor. En ambos casos el objetivo es aparente y parcialmente publicitario; lo habitual es que muchas partidas encubran proyectos de guerra bacteriológica o sean subproductos de ella: “La pieza clave de la ciencia que presagia una era de armas genéticas es el Proyecto del Genoma Humano”, escribe Wendy Barnaby (471). Por su parte, Dubinin también ha expuesto las mismas reticencias respecto a la ingeniería genética: “Es necesario detenerse en el problema referente al peligro biológico que se corre a consecuencia de los trabajos sobre la Ingeniería genética. La manipulación de las moléculas de DNA puede conducir a la formación imprevista de moléculas híbridas peligrosas desde el punto de vista biológico. Como resultado puede ocurrir una propagación incontrolable en la biosfera de nuevas especies patógenas y superpatógenas de las bacterias y los virus con la particularidad de que éstas pueden resultar resistentes a todos los antibióticos existentes. Algunas de las nuevas moléculas híbridas pueden portar una información que determina el desarrollo maligno. Los métodos de Ingeniería genética pueden ser utilizados para crear un arma biológica nueva” (472).
A sus sospechas acerca del Proyecto Genoma, Wendy Barnaby añade además, otro proyecto científico con posibilidades de “uso dual”, el Proyecto de Diversidad del Genoma Humano, que resume en sí mismo el verdadero estado de la genética en el mundo de hoy: existen poblaciones indígenas en trance de extinción, por lo que interesa extraerles sangre a fin de preservar su genoma, que debe ser singular, e impedir así que se pierda para siempre. Lo que el Proyecto no contempla es salvar de la exinción a los índígenas mismos; sólo se salvarán sus genes. Quizá los biopiratas puedan luego lucrarse con su compraventa.
Por eso los genes y el ADN son siempre noticia. La biología es una ciencia mediática desde los tiempos de Darwin, la batalla ideológica no va a remitir y los que se oponen a algunos postulados ridículos de los científicos seguirán apareciendo como enemigos jurados de la ciencia.
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EL lamarkismo es un caballo muerto. Por mucho que lo azuces, no va a levantarse y echar a correr.
La tolerancia a la lactosa es universal en la especie humana... en la infancia. Ahora bien, ¿cuando termina la infancia? Los limites son muy variables de un individuo a otro. Por lo tanto, en un clima frió, tierra adentro, con escasez permanente de alimentos, aquellos que podían digerir la leche materna o animal por mas tiempo disponían de una gran ventaja. Tendían a vivir mas tiempo y a tener mas hijos. No hace falta resucitar a Lamark para explicarlo.