Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
[Biografía resumida]
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Cuando los faraones practicaban el incesto
La controversia suscitada por Lysenko en 1948 en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas concentró durante una semana entera al mayor número de científicos que se ha conocido nunca en ningún país, salvo en la URSS, donde tales acontecimientos no eran infrecuentes. La asamblea de 1948 no fue la primera que se convocó para discutir sobre genética, ya que hubo otras dos en 1936 y 1939. Además, por aquellas mismas fechas, existieron conferencias similares para debatir otras cuestiones científicas polémicas, entre ellas una dedicada a Pavlov y tres más a Lepechinskaia (1950, 1952 y 1953). Fue una forma característica de debatir en los países socialistas. Ocho años después, el 10 de agosto de 1956 se convocó en China una conferencia similar en Qingdao con 130 biólogos para tratar del mismo asunto: Lysenko y la genética formalista. Los debates se prolongaron durante dos semanas y estuvieron presididos por Tong Dizhou (1902-1979), director del departamento de biología de la Academia de Ciencias. En ellos participaron biólogos de ambas corrientes. Los principales temas abordados fueron la evolución, la herencia y la embriología. Como escribió Stalin, “no hay ciencia que pueda desarrollarse y expandirse sin una lucha de opiniones, sin libertad de crítica” (322). En la URSS, se tomaron actas taquigráficas de los debates, que ocupan más de 600 folios, se publicaron y se tradujeron a varios idiomas. Si se leen es fácil observar que todas las intervenciones, tanto en uno como en otro sentido, fueron aplaudidas ruidosamente por cada grupo de partidarios, es decir, que no fue la típica ceremonia protocolaria, hipócrita y formalista a la que estamos acostumbrados en los actos académicos oficiales.
A lo largo de las semanas siguientes, la prensa soviética, y Pravda en concreto, fue publicando las intervenciones de diversos académicos en aquella sesión. Se difudieron todas ellas, tanto a favor como en contra de Lysenko. Por lo tanto, también publicaron las que defendían las tesis genéticas formalistas, entre ellas las de A.R.Shebrak, B.M.Zavadovski, S.Alijanian, P.M.Zhukovski, I.I.Schmalhausen, I.M.Poliakov, D.Kislovski, V.S.Nemchinov y J.A.Rapoport. Varios millones de soviéticos pudieron conocer los puntos de vista de ambas partes y opinar al respecto. Esto no tiene precedentes en la historia de la ciencia, absolutamente ninguno.
Es importante tener en cuenta que tanto en una como en otra corriente de la biología soviética había científicos que se declaraban los verdaderos marxistas (y otros que no se declaraban marxistas en absoluto). Por ejemplo, en 1945 el genetista soviético Shebrak publicó en la revista americana Science un breve artículo titulado Soviet biology criticando las teorías de Lysenko (323). En 1947, dos biólogos, Efroimson y Liubishev, se dirigieron al Comité Central por escrito manifestando su desacuerdo con las tesis lysenkistas. En abril del siguiente año se produjo un ataque de Yuri Zhdanov contra Lysenko dentro –nada menos– que de la sección científica del Comité Central, lo cual nos ofrece una perspectiva muy distinta del “caso Lysenko”, sobre todo si tenemos en cuenta quién era Y.Zhdanov: químico, hijo del conocido dirigente comunista Andrei Zhdanov y yerno del mismísimo Stalin. Pocas semanas después, en agosto, tras el debate de la Academia, Yuri Zhdanov publicó una autocrítica en la que reconocía que sus posiciones eran equivocadas, pero seguía manteniendo su desacuerdo con Lysenko.
La propaganda de posguerra sostiene que después del debate de 1948 la discusión se resolvió con decretos y represalias ordenadas por Stalin. Lo cierto es que las tesis de Lysenko siguieron siendo muy discutidas entre los científicos de la URSS. Los genetistas formales siguieron con las espadas en alto. Se agruparon en torno a la “Revista Botánica”, dirigida por V.N.Sujatsev, que se convirtió entonces en el principal crítico de Lysenko, secundado por otros científicos como N.V.Turbin y N.D.Ivanov (324). Éstos, que se consideraban a sí mismos como michurinistas, lanzaron en 1952 otro ataque contra Lysenko en la revista, a partir del cual se volvieron a publicar nuevas críticas, reabriéndose nuevamente la polémica. Los mendelistas no fueron represaliados a causa de sus concepciones científicas. Por poner un ejemplo, Dubinin, uno de los principales representantes de las tesis formalistas en la URSS, a quien Lysenko ataca en su informe de 1948, publicó en 1976 (el año de la muerte de Lysenko) un artículo que está traducido al castellano y que se titula “La filosofía dialéctico-materialista y los problemas de la genética”; cinco años después se editaba en castellano el manual de genética que venimos citando (325), lo cual significa dos cosas: que el denostado Dubinin seguía en activo y que en esencia seguía defendiendo sus tesis de siempre. A diferencia de Lysenko, Dubinin sí era militante del Partido bolchevique y el título del artículo también evidencia que Dubinin defendía que las concepciones formalistas eran conformes a la dialéctica materialista. Según el genetista soviético hasta la época de Morgan en su disciplina había predominado el mecanicismo vulgar, pero a partir de los años treinta, con la teoría sintética, “comienza el periodo de la penetración de la dialéctica materialista en los grandes problemas de esta ciencia” (326).
Para los lectores formados en los países capitalistas, lo más significativo de un manual de genética como el de Dubinin es algo a lo que no estamos acostumbrados: cada capítulo del libro acaba con un largo repertorio de lo que el autor califica como “preguntas para discutir”. No se trata de preguntas para interrogar al lector por el grado de comprensión de lo que acaba de leer, sino que, junto con sus conocimientos y opiniones, Dubinin transmite también sus dudas, los debates en los que cualquier ciencia se ve envuelta en un momento determinado. Es el viejo método socrático que indica un modo de transmitir la ciencia que choca radicalmente con la imagen estereotipada que la burguesía ha pretendido inculcar acerca de la URSS, la famosa “escolástica”.
Un repaso superficial a las publicaciones soviéticas sobre biología y a los autores que las escribieron resultaría extraordinariamente sorprendente para el lector actual, habituado al engaño y la manipulación, que no se ciñe exclusivamente a Lysenko sino que alcanza también a Lamarck, porque la hoguera inquisitorial es la misma: son condenados como lamarckianos todos aquellos -como Lysenko- que no se sujetan al canon neodarwinista. Pero en la URSS no se logró imponer ese canon, de manera que un opositor de Lysenko al que ya hemos mencionado, I.M.Poliakov, era el redactor y editor de las obras de Lamarck en la URSS, sobre quien publicó en 1962 una obra titulada “J.B.Lamarck y la ciencia de la evolución del reino orgánico”. Por el contrario, uno de los más fervientes defensores de Lysenko, I.I.Prezent, publicó otra poco después “J.B.Lamarck biólogo materialista” en la que criticaba determinados aspectos del lamarckismo.
La amplia polémica que se estaba desarrollando en la URSS contrasta poderosamente con la censura que el evolucionismo padecía en los países capitalistas, especialmente en Estados Unidos, donde en 1925 se celebró el llamado “juicio del mono” en el que el Tribunal Supremo de Tennessee condenó a un profesor por violar la ley Butler que declaraba ilegal impartir en las escuelas cualquier teoría que negara la creación divina del hombre a partir de la nada que enseña la Biblia: “La Asamblea General del Estado de Tennessee establece que es ilegal que cualquier educador de cualquiera de las universidades, institutos normales o escuelas de este Estado mantenido total o parcialmente con fondos asignados por este Estado para la enseñanza pública, enseñe cualquier teoría que niegue la Creación Divina del hombre tal como lo revela la Biblia, y enseñe por el contrario que el hombre desciende de un orden inferior de animales”. La censura científica en Estados Unidos llega hasta nuestros días. La ley Butler no fue derogada hasta 1967, de modo que, durante más de 100 años después de la aparición de “El origen de las especies” en 15 Estados de Estados Unidos se estuvo enseñando la creación bíblica como fundamento de la biología en los centros públicos de enseñanza. Como escribió Bernard Shaw, Estados Unidos se estaba convirtiendo en el hazmerreir del mundo civilizado. A causa de ello, hasta la fecha actual las encuestas de opinión constatan que entre la población la credibilidad de la teoría de la evolución es mucho más baja en Estados Unidos que en cualquier país europeo. Durante el pasado siglo era frecuente que en los países capitalistas muchos investigadores no manifestaran en público sus convicciones lamarckistas por miedo a perder sus empleos o a ser vapuleados en los medios científicos. Piaget ha narrado algunos casos de censura a las que califica como auténticas coerciones (327).
Un profesor de química de la Universidad de Oregón, Ralph Spitzer, fue despedido en 1959 por enseñar las teorías de Lysenko en su aula. A la carta de despido el rector aportó como prueba un artículo de Spitzer en la revista Chemical and Engineering News defendiendo a Lysenko. El rector, según sus propias manifestaciones, podía tolerar el error del profesor al impartir doctrinas equivocadas, pero en ningún caso podía admitir la divulgación de enseñanzas marxistas. Su carta de despido tenía un carácter ejemplarizante y a causa de ello fue ampliamente difundida por toda la prensa estadounidense en primera plana. Spitzer había sido miembro de la asociación “Estudiantes por una Sociedad Democrática” y del Partido Progresista de Henri Wallace, pero fue condenado por marxista junto con su mujer, también despedida. En los artículos científicos se puede citar a Platón, a Descartes o a Comte, pero en ningún caso a Marx.
En una entrevista muy reciente al biólogo Jan Sapp publicada por Sciences et Avenir los periodistas le comentan que las observaciones que contradicen el neodarwinismo son antiguas, preguntándole seguidamente acerca de los motivos por los cuales se han ocultado durante tanto tiempo. Sapp responde que ello se debe a múltiples razones de tipo político. Afirma que en los años cincuenta era peligroso hablar de herencia citoplasmática y del papel de la simbiosis en la evolución: “Abordar esas cuestiones suponía arriesgarse a pasar por lamarckiano, o peor, por un discípulo del soviético Lysenko, es decir, por un comunista”. El propio Sapp confiesa que él mismo fue censurado en Estados Unidos y tuvo que marcharse a trabajar a Canadá: “Cuando me interesé por esos grandes biólogos de la posguerra que habían trabajado sobre otros modelos diferentes del neodarwinismo, como Tracy Morton Sonneborn o Victor Jollos, ¡Se me acusó de comunista! Tuve que abandonar Estados Unidos y salir a Canadá, el único medio para mí de redescubrir los trabajos pioneros de esos sabios que habían huido del racismo de la Alemania hitleriana y que se metieron en una trampa por la intolerancia académica en su exilio americano” (328).
Como suele suceder en lo que concierne a la URSS, la historia ha sido vuelta del revés porque el denominado “caso Lysenko” no es un supuesto que demostraría la censura allí imperante sino justamente lo contrario, la existencia de una amplia y libre controversia de ideas, que es la única manera de impulsar el progreso del conocimiento. En la URSS se debatió abierta, pública y libremente sobre toda clase de asuntos, incluidos los científicos y nunca se dejó de polemizar acerca de ningún asunto en todos los ámbitos sociales, políticos y universitarios. Allá pudieron conocer y debatir corrientes innovadoras dentro de la biología que en los países capitalistas fueron ignoradas o incluso deliberadamente silenciadas. Pero los victimarios pretenden hacerse pasar por víctimas; quienes han dado la vuelta al asunto son los mismos que hasta la fecha de hoy pretenden imponer el mendelismo como dogma absoluto, aún a costa de censurar a quienes desvelan las incoherencias internas de sus postulados.
Stalin estaba muy interesado en la discusión sobre la genética, siguió el debate muy de cerca y aunque no existen escritos suyos, en las reuniones siempre defendió las tesis evolucionistas de Lamarck, Darwin y Michurin. En una carta dirigida a Lysenko el 31 de octubre de 1947, le comenta al agrónomo: “En cuanto a la situación de la biología en el ámbito teórico, pienso que la postura de Michurin es la única que realiza un enfoque científico válido. Los weissmanistas y sus seguidores, que niegan la herencia de las características adquiridas, no merecen entrar en el debate. El futuro pertenece a Michurin”. En el diario de V.Malishev, vicepresidente del gobierno en la época, hay una anotación con algunos comentarios privados de Stalin sobre Lysenko en los que dijo que era el continuador de Michurin, habló de sus defectos y de los errores que había cometido “como científico y como ser humano”, que había que supervisar sus experimentos, pero que también había que impedir su destrucción como científico porque eso significaba ponerlo en manos de los “shebrakianos” (329). Con esta designación Stalin se refería a Shebrak, un genetista formal que había dirigido en 1946 la sección científica del Comité Central. En la polémica soviética nunca hubo un intento de liquidar el formalismo genetista sino que se trataba justamente de lo contrario: de evitar que esa corriente aplastara a su contraria, la que encabezaba Lysenko. De ese modo volvemos a descubrir que la falsificación de la historia ha vuelto las cosas del revés, poniendo a las víctimas en el lugar que corresponde a los victimarios.
No obstante, lo más importante es que aquella batalla ideológica contribuyó a frenar la proliferación de teorías racistas y eugenésicas en la URSS. En realidad, detrás de las nuevas teorías y prácticas “científicas” de la genética formal se escondía el racismo, que a comienzos del siglo XX se había convertido en la religión de los imperialistas. Impulsado por la burguesía, el racismo se presentó como algo “científico” y “progresista”, como una aplicación natural del conocimiento sobre la reproducción al campo de la sociedad y con el fin de mejorarla. Como suele suceder, subyacía en sus propuestas la errónea creencia, muy característica de las ciencias naturales, de que los problemas económicos, sociales y políticos no son tales sino auténticos problemas técnicos y científicos, de que su causa es esa y, por tanto, su solución también debe ser de ese mismo carácter.
Desde Aristóteles, es decir, desde hace más de dos mil años sabemos que el hombre es un “animal racional” y, en consecuencia, que su naturaleza es dual, que coexiste un componente biológico junto a otro sociológico y que éste no es reductible a aquel. Esta dualidad no ha sido bien recibida, de manera que en la historia de la biología es muy frecuente observar los dos errores que sobre este punto se cometen con tanta frecuencia. Las concepciones fideístas creen que dios creó al hombre “a su imagen y semejanza” y que, por tanto, el hombre no forma parte de la naturaleza sino de dios. Al otro lado se sitúan quienes reducen al hombre a la condición animal, e incluso peor, a la de una maquinaria bioquímica. Una gran parte de la animadversión de los creyentes por la evolución proviene de esta concepción que reduce al hombre a una maquinaria bioquímica. La tesis de Lamarck y Darwin de que los antecesores de los hombres y de los simios fueron los mismos, fue asimilada a la de que el hombre es un simio o algo equiparable a un simio. También en este punto los errores de los unos han alimentado los de los otros. Pero nada de ello es imputable a la teoría evolucionista, en donde el lugar del hombre quedó bien determinado en la clasificación de las especies. Así, después de establecer el parentesco del hombre con los demás primates, Lamarck advierte: “Tales serían las reflexiones que se podrían hacer si el hombre considerado aquí como la raza preeminente en cuestión, no se distinguiera de los animales más que por los caracteres de su organización y su origen no fuese distinto del suyo” (330). También aquí Lamarck tenía razón: el hombre no se distingue de los demás animales sólo por “los caracteres de su organización”.
La biología nació como una ciencia taxonómica cuyo objeto era clasificar la diversidad de las especies vivas, reconducir la multiplicidad a la unidad. Cuando a finales del siglo XIX, a partir de Weismann, de ese binomio sólo queda la diversidad, la biología adopta un sesgo bien diferente. Cuando, además, ese mismo objetivo se impuso a la sociedad, la biología se convirtió en eugenesia, en el intento de clasificar (y por tanto de dominar) a los hombres, de establecer diferencias entre ellos y, en consecuencia, justificar las políticas de desigualdad social. Darwin, Mendel y Gobineau escriben al mismo tiempo, poniendo al desnudo las gigantescas contradicciones que el concepto ilustrado de igualdad de todos los hombres acabó planteando a la burguesía sólo un siglo después de haberlo llevado a los textos legales más importantes y, naturalmente, endosando su propia incongruencia al movimiento obrero. Un siglo y medio después los Medawar siguen planteando así la cuestión: “Los marxistas desprecian la noción darwiniana de que existen diferencias innatas de las capacidades humanas y, en su lugar, deciden sostener que los hombres nacen iguales y son producto de su crianza y su medio” (331). De modo que esta ridícula pirueta histórica quiere hacernos creer que fue Marx y no las declaraciones burguesas de derechos, empezando por la norteamericana de finales del siglo XVIII, las que postularon que los hombres “nacen iguales”. De esa forma volvemos a la dicotomía entre la política y la ciencia: las declaraciones legales -efectivamente- tienen poco que ver con la realidad porque los hombres nacen desiguales y su desarrollo y crianza posterior multiplica esa desigualdad originaria. La biodiversidad no alcanza sólo a las especies sino a cada individuo dentro de ellas. Por lo tanto, también alcanza al hombre: todos los hombres son diferentes unos de otros. Pero ¿por qué son diferentes los hombres? Precisamente porque son hombres, es decir, porque todos ellos son iguales; son diferentes porque son iguales y sólo pueden ser diferentes en la medida en que son iguales. Para que dos cosas desiguales se puedan comparar tiene que existir algún punto de semejanza que permita esa comparación. Pero a la burguesía, cuya ideología es metafísica, le interesó a finales del siglo XVIII defender la igualdad y medio siglo después le interesó defender la desigualdad, de manera que en cada momento histórico se quedó con uno de los extremos de la contradicción, olvidándose del otro.
La genética demuestra la unidad dialéctica de la igualdad y la diferencia, por más que unas veces se recurra a un aspecto y otras al otro por separado de manera oportunista, según lo que se pretenda “demostrar” en cada momento. Así, se alude al genoma humano como si todos los hombres tuvieran el mismo, mientras que en otras ocasiones se recurre a determinado gen como elemento diferencial de un determinado rasgo. Está más que comprobado que el genoma de todos los hombres es casi idéntico, e incluso que también coincide hasta extremos sorprendentes con el genoma de algunas especies muy alejadas del ser humano. Esto demuestra que las diferencias más importantes entre las especies y entre los individuos de una misma especie no se agotan con el análisis de su genoma. Los seres humanos se pueden clasificar de muchas maneras diferentes; no obstante, todas ellas serán siempre internas a una única especie. Siguiendo a Aristóteles, Linneo clasificó al hombre entre la materia viva como Homo sapiens, confirmando que en el hombre no hay especies sino que él es en sí mismo una única especie. En consecuencia, todos los hombres son iguales porque todos forman parte de la especie Homo sapiens. Pero también es igualmente posible establecer diferencias entre la especie y valorar que algunas de esas diferencias (rapidez, fortaleza, inteligencia) son mejores o más favorables que otras. Ahora bien, clasificar a los seres humanos es bastante distinto de clasificar a los artrópodos y no cabe duda de que en la especie humana los criterios más importantes a tener en cuenta son las de carácter social y cultural, al menos a determinados efectos.
El concepto de raza tiene un origen biológico que se inicia en los animales y no se aplica a los seres humanos hasta finales del siglo XVII como una manera de estudiar la diversidad y las diferencias entre ellos. Se empezó a poner el acento en la diversidad y no en la unidad de tipo de la que luego hablaría Darwin. Después esa diversidad de razas había que reclasificarla de alguna manera, la más conocida de las cuales es la que elaboró John F.Blumenbach (1752-1840). Existían cinco razas humanas diferentes, que Blumenbach relacionaba con el color de la piel. Se pueden resumir las clasificaciones raciales elaboradas afirmando que ninguna de ellas tenía ningún sentido evolutivo (332), lo cual en biología debe ser suficientemente concluyente del alcance de las mismas. En el siglo siguiente esas diferencias entre razas humanas se habían jerarquizado, se habían convertido en superioridades e inferioridades. Al mismo tiempo que Linneo, el filósofo británico Hume fue uno de los primeros que reconvierte las diferencias en jerarquías, seguido luego por el francés Cuvier, bajo la forma de superioridad de unas razas sobre otras, es decir, adoptando un nuevo significado colectivo. Los hombres no sólo son diferentes sino que, colectivamente, los pertenecientes a una determinada raza son superiores a los de otra. Así, unos pueblos son mejores, más fuertes y más inteligentes que otros.
A finales del siglo XIX el concepto biológico de raza adquiere ya la pretensión de explicar la evolución de la cultura y la historia humanas. Las razas dominantes son las que han promovido las formas culturales más brillantes. La decadencia de las naciones dominantes se ha producido a causa de la degeneración biológica de la raza, por el mestizaje. La historia no es otra cosa que el campo de batalla donde se libran las contiendas entre las razas. Las diferencias entre ellas se preservan porque no son sociales sino naturales, es decir, genéticas o congénitas. El trasiego ideológico de la naturaleza a la sociedad, un recorrido de ida y vuelta, es permanente y concierne a todos los ámbitos de la biología. Se transvasa el malthusianismo que había nacido para las sociedades, pasa luego a todos los seres vivos y retorna de nuevo a la sociedad en forma de superpoblación, de lucha por la subsistencia, colonización, expansión, emigración e imperialismo, en definitiva. Se transvasa también en forma de selección natural, de guerra, concebida como la continuación de la biología por otros medios, la lucha de todos contra todos. Según Paul Rohrbach, la historia no es más que una “selección duradera de los pueblos más capaces que llegarán a realizar una porción de progreso humano imprimiendo al universo el sello de su idea nacional” (333).
Finalmente, la raza superior se puede y se debe preservar en su pureza y, si es posible, mejorarla mediante una cuidadosa crianza. Si el hombre se puede considerar como una maquinaria bioquímica, con más razón se puede también equiparar al ganado. La mejora de la raza es imprescindible para ganar la guerra -biológica y militar- de todos contra todos. En el antiguo Egipto los faraones practicaban el incesto para que su descendencia se pareciera lo más posible a su propia persona, para mantener la identidad y la pureza de su estirpe, descendiente de dioses. No es que el poder político de los reyes derive de dios sino que el rey -como los papas romanos- es la encarnación de dios en la tierra. Según una reiterativa fórmula de las constituciones monárquicas, la persona del rey es sagrada. Por eso la realeza europea ha practicado la endogamia durante siglos; los príncipes, los nobles, los aristócratas pretendían sobrevivir a sí mismos, perpetuarse en su descendencia. El cuento de la Cenicienta nace entre los plebeyos que aspiran a convertir a sus hijas en princesas, porque los príncipes nunca a aspiraron a otra cosa que a preservar su condición (biológica y social). Al fin y a la postre la palabra “bastardo” es un insulto en casi todos los idiomas; las mezclas siguen sin gustar. En biología las hibridaciones del siglo XIX se transformaron en su contrario, en la búsqueda de la pureza, del homozigoto. Los conceptos fundamentales se volvieron del revés. Hibridación pasó a convertirse en sinónimo de degeneración, mientras que la consanguinidad permitía la regeneración, el reencuentro con la pureza perdida. Pero la pureza es difícil de encontrar, por lo que hubo que obtenerla de manera antinatural a través de los cruces consanguíneos. Los criadores de animales de pedigrí practican habitualmente el incesto con ellos para obtener razas puras. Antes de Weismann la biología coincidía en defender que los híbridos se caracterizan por su vigor renovado (heterosis) y por una mayor capacidad de adaptación pero, a partir de entonces, se comenzó a abrir una via opuesta, favorable a la pureza génica. En alemán existen dos vocablos distintos para aludir al incesto: junto a la coloquial inzest existe otra más técnica (inzucht) cuyo empleo se ha extendido a otros idiomas como una técnica de cultivo consanguíneo especialmente utilizado en las plantas, a las que también se puede forzar a la autofecundación, aunque se trate de especies alógamas, a fin de lograr su pureza.
Una de las discusiones que se entabló en la URSS en torno a Lysenko y el mendelismo concernía precisamente a la técnica de inzucht y la mayor o menor vitalidad que presentaban las plantas híbridas con respecto a las puras. Por lo tanto, la discusión también tenía un aspecto práctico: si había que sembrar variedades puras o era mejor hacerlo con híbridos. Los mendelistas como Vavilov defendían las variedades puras, preferían el inzucht, en definitiva, mientras Lysenko era partidario de las hibridaciones. Según Lysenko “cuanto más homozigoto es el patrimonio hereditario menos se adapta el organismo a los cambios en las condiciones”. Por el contrario, el inzucht de una planta alógama empobrece el patrimonio hereditario y, por consiguiente, disminuye su capacidad de adaptación biológica.
La mayor parte de las críticas vertidas contra Lysenko conciernen precisamente a su falta de consideración sobre la pureza génica de los ejemplares con los que experimentaba, que no se trataba de variedades puras y que esta circunstancia alteraba los resultados. Esta objeción es cierta: Lysenko no sólo no atiende a la pureza génica sino que sus experimentos no se practicaron in vitro sino en condiciones silvestres, lo cual acentúa ese condicionamiento. No sólo los postulados teóricos de Lysenko son distintos sino que también las condiciones en las que realiza los experimentos son diferentes. A Lysenko le interesa la hibridación en condiciones naturales y no de laboratorio. Por lo tanto, sus concepciones botánicas adolecen de esa servidumbre que, indudablemente, debe tomarse en consideración. Pero también deben tomarse en consideración las servidumbres de los experimentos mendelistas, que se realizan con variedades supuestamente puras y en las condiciones asépticas de una laboratorio. Porque estamos tratando de la vida en la naturaleza, no de la vida in vitro (si a eso se le puede llamar vida). ¿Se pueden extrapolar los resultados mendelistas desde el laboratorio a la naturaleza? ¿Acaso existe en la naturaleza algún ser vivo génicamente puro? La conclusión de Mae Wan Ho es que no existen los linajes puros: “Todas las poblaciones humanas son genéticamente diversas y tienen varios alelos comunes en la mayoría de los genes. Para la mayor parte de los organismos que se reproducen sexualmente es imposible obtener líneas puras, las que por definición tendrían que ser homocigotos en todos sus genes. Cuando se llevan a cabo experimentos de laboratorio para producir líneas que sean homocigotos en la mayor cantidad de genes posibles por cruce interno, es decir, cruzando individuos genéticamente relacionados, como hermanos o medio hermanos entre sí o los padres con sus descendendientes, estos tienden a morir rápidamente debido a los efectos adversos denominados en conjunto ‘depresión endogámica’” (334). Los experimentos biológicos en laboratorio y con cobayas de laboratorio también pueden dar lugar a conclusiones erróneas. Los animales criados in vitro se han obtenido por procedimientos incestuosos y han llevaod una vida artificial, por lo que disponen de un sistema inmunitario muy débil y son propensos a contraer toda clase de patologías. La inoculación de virus que en animales de laboratorio les causa graves tumores e incluso la muerte, resulta inocua cuando el mismo experimento se lleva a cabo con animales silvestres.
Entre los mendelistas la búsqueda de la pureza es la persecución de lo inmaculado y virginal. También los alquimistas propagaron la existencia de unos metales “nobles”, el oro y la plata, y en la tabla periódica de los elementos aún se denominan gases “nobles” a aquellos que se mezclan con dificultad. Subyacen aquí dos cosmovisiones radicalmente enfrentadas en los más variados terrenos, incluido el biológico, de las que ya hemos enumerado algunas (las células no se fusionan, las hibridaciones vegetativas no existen) pero podríamos exponer otras parecidas que podrían entrar dentro de la corriente del pedigrí, el homozigoto y demás formas de pureza génica. Así, en la paleontología está muy difundida la tesis (que no es más que una hipótesis harto dudosa) de que los neandertales no se mezclaron con los cromañones, los primeros Homo sapiens, a pesar de que ambos convivieron durante al menos 10.000 años compartiendo el mismo territorio. El legado que la paleontología nos ha transmitido de los neandertales procede del estudio que realizó Marcellin Boule entre 1909 y 1912 de los restos hallados en La Chapelle-aux-Saints, en Francia: había aparecido el hombre de las cavernas. El tamaño de los fósiles neandertales sugiere una baja estatura (1’60 metros), físico corpulento (84 kilos), grandes músculos y una ancha caja torácica, una estampa bestial de seres primitivos, anteriores en la escala evolutiva al hombre moderno, el auténtico Homo sapiens sapiens. Según nos aseguran, los humanos actuales no podemos descender de seres tan primitivos. Esa falsa imagen tradicional ha conducido a afirmar que el neandertal no es un Homo sapiens sino una especie distinta; los análisis genéticos “demuestran” que no tenemos ni rastro de los genes de neandertal. Esta hipótesis (que aparece como tesis) ha creado otro gran misterio de la evolución, la desaparición de los neandertales sin dejar rastro. Como los cromañones no se mezclaron con ellos, la desaparición de los neandertales es una incógnita que a veces se resuelve con el recurso fácil a la lucha por la vida: la comptentecia entre cromañones y neandertales acabó con la extinción de estos porque los primeros eran superiores, mejores, más aptos, más inteligentes.
En 1971 el lingüista Philip Lieberman y el anatomista Edmund Crelin lanzaron la hipótesis de que, por su desarrollo anatómico, los neandertales no tenían capacidad para hablar, parece ser otro componente más del peyorativo estereotipo neandertal. Sin embargo, en Oriente Medio se han descubierto recientemente restos de un neandertal entre los que sobresalía un hueso hioides de la garganta, similar al del Homo sapiens. Quizá aún no podían emitir una gama de sonidos tan amplia como la actual, pero reunían todas las condiciones fisiológicas del habla y, por lo tanto, hablaron. Por otro lado, la exploración realizada en 2007 en la Cova Gran de Santa Linya (Lleida) demuestra que el yacimiento estuvo ocupado tanto por los neandertales como por el Homo sapiens. Es más, la industria lítica fabricada por ambas especies está estratigráficamente separada por sólo 10 centímetros. La paleontología soviética, aunque se fundamentó en el estudio de un escaso número de fósiles, defendió las tesis expuesta por Ales Hridlicka en 1927, según la cual los neandertales “fueron los antepasados del hombre actual. Cuesta suponer -añde Niesturj- que una población tan numerosa de neandertalenses se hubiera extinguido absolutamente, sin dejar huellas” (335). Todo parece indicar, al menos, que neandertales y cromañones estuvieron en contacto, se comunicaron y, posiblemente, incluso intercambiaron entre sí herramientas y conocimientos. Lo más probable es que, además, como sostiene el paleontólogo estadounidense Erik Trinkaus, se cruzaran entre ellos y, por tanto, que los neandertales no desaparecieran sino que se hibridaran con los cromañones. A pesar del legado transmitido por la paleontología desde hace un siglo, se ha ido descubriendo que los neandertales conocían el fuego, tallaban sus herramientas, enterraban a sus muertos y fabricaban adornos rudimentarios, indicios de un modo de vida social muy avanzado y, por lo tanto, de un intelecto muy desarrollado.
Los gráficos con los cuales los paleontólogos ilustran la evolución de los homínidos son, ciertamente, muy curiosos y podrían ilustrar también la “ley” de las series homólogas que Vavilov estableció para las plantas cultivadas. Se trata del nacimiento y posterior extinción, una tras otra, de varios tipos diferentes de homínidos que evolucionan en paralelo a lo largo de cientos de miles de años y, aunque algunas de ellas coincidan en el tiempo, se dibujan como las líneas paralelas de Euclides, que jamás se cruzan entre sí. También aquí los paleontólogos lo que buscan son las diferencias de unos homínidos con otros, así como remarcar la importancia del descubrimiento que cada uno de ellos realiza. Está desapareciendo la vieja imagen de la evolución como un “árbol” cuyas ramas son líneas divergentes, lo mismo que la teoría de los eslabones de Darwin: no se trata ya de que los eslabones perdidos no aparezcan sino que nunca los hubo. Al ser especies muy distintas entre sí, no son posibles los cruces entre esos homínidos, no aparece ninguna forma de interacción entre ellos, excepto una, el exterminio, porque en ocasiones se sostiene que los homínidos superiores exterminaron a los inferiores. Algunos paleontólogos pretenden recuperar las peores y más sospechosas versiones del malthusianismo y el darwinismo (335b) y, en lugar de hibridación, lo que prevalecen son otros conceptos: la extinción seguida de la sustitución o reemplazamiento de una especie por otra. Que numerosas especies de seres vivos se han extiguido y que otras se siguen extinguiendo en la actualidad, es algo difícilmente discutible, y los homínidos no tienen por qué ser una excepción a dicha norma. Pero la evolución es incompatible con la generalización de ese fenómeno. La discontinuidad observada hasta la fecha tiene que conducir a alguna forma de continuidad, es decir, de contacto, tanto en cuanto a un origen común de algunas de las diferentes líneas, como a la no desaparición de otras que, bajo una morfología distinta, llegan hasta la actualidad, hasta el Homo sapiens.
Linneo convirtió al animal “racional” de Aristóteles en el Homo sapiens que coronaba la clasificación de las especies vivas, poniendo al intelecto en un primer plano de la evolución. Pero si en biología la noción de vida es un verdadero laberinto, lo mismo sucede a la hora de concebir el pensamiento. Para introducirlo en la evolución el reduccionismo positivista viene identificando la capacidad intelectual con el tamaño cerebral según una ecuación simplista: a mayor cerebro (o una versión un poco más sofisticada, como el denominado coeficiente de cefalización), mayor inteligencia. De ese modo da la impresión de que el cerebro segrega pensamientos del mismo modo que el riñón segrega orina. En ocasiones ni siquiera es todo el cerebro lo que se toma en consideración sino sólo una parte del mismo. Otra versión reduccionista de esta misma concepción consiste en afirmar que un desarrollo tecnológico mayor, materializado en la fabricación de herramientas, acredita una inteligencia superior. Estas concepciones son unilaterales e incluso claramente erróneas algunas de ellas. Los hombres actuales no somos más inteligentes que Tales de Mileto porque seamos capaces de construir aceleradores de partículas. Por otro lado, un comportamiento humano más complejo no es consecuencia de una mayor masa cerebral sino de una reorganización más compleja de la misma. El cerebro del Homo sapiens no se diferencia -principalmente- del de una especie progenitora por su mayor tamaño sino por una mayor densidad neuronal y una reestructuración interna del sistema nervioso. Después de afirmar que el hombre tiene cuatro veces más neuronas que un chimpancé, Chauchard explica la especificidad del cerebro humano de la forma siguiente: “No es el número de neuronas lo que cuenta en sí, sino la riqueza de interconexiones y la densidad de la red […] La diferencia no es de volumen ni de peso sino de estructura íntima. Hay zonas esenciales a las que no podríamos tocar sin perturbar el psiquismo, pero aparte de éstas, podrían hacerse amplias ablaciones sin causar demasiados perjuicios […] La ablación total del cerebro opuesto, si bien causa trastornos motores y sensitivos, no altera la inteligencia” (336). El índice de cefalización, por consiguiente, es sólo una medida muy grosera de la evolución del pensamiento.
Pero la cuestión primordial es que tanto el aumento de tamaño como la reestructuración interna del cerebro no fue la causa sino la consecuencia del pensamiento. El pensamiento no es consecuencia del incremento de la masa cerebral sino del uso, esto es, de la comunicacion entre los hombres. Las facultades cognitivas están íntimamente vinculadas al lenguaje y el lenguaje es consecuencia de la naturaleza social del hombre y, por consiguiente, de la continua comunicación entre ellos: “El lenguaje mismo es tan producto de una comunidad como en otro sentido, lo es la existencia de la comunidad misma. Es, por así decirlo, el ser comunal que habla por sí mismo” (337). El hombre es un animal racional porque es esencialmente social. Es la comunicación entre los seres humanos y su posterior desarrollo en forma de lenguaje articulado lo que transformó cuantitativa y cualitativamente el cerebro. También aquí, como decía Lamarck, la función precedió al órgano: los idiomas se aprenden hablando, con el uso, como lo demuestra el temprano aprendizaje infantil del idioma materno. Además, las primeras formas de comunicación no concernían al pensamiento sino a la actividad y a los estados de ánimo. Las primeras formas lingüísticas son los verbos y, más concretamente, los tiempos verbales imperativos (338).
La sociabilidad humana significa también que el intelecto es universal, como sabemos desde los estoicos. Todos los hombres son capaces de pensar y, por ello mismo, de comunicarse entre sí, de recibir y transmitir información por medio del lenguaje. Descartes identificaba la razón con el sentido común. La universalidad de la razón diferencia al hombre del animal e iguala a todos los hombres entre sí (339). Las preocupaciones han cambiado bastante desde entonces. Hoy se habla más del famoso “cociente intelectual” que del intelecto mismo. Algunas corrientes evolucionistas están llenas de prejuicios de la más variada especie, y el pensamiento tampoco podía escapar a ellos. Los prejuicios se acarrean del pasado y se extrapolan al presente: del mismo modo que los brutos neandertales no pudieron mezclarse con los Homo sapiens porque éstos son el hombre moderno, tampoco este hombre moderno podía mezclarse con los salvajes, que son los supervivientes actuales de las especies primitivas, etnias inferiores destinadas también -inexorablemente- a la extinción. Así, para destacar el arcaísmo morfológico de los neandertales, las ilustraciones de las enciclopedias los comparan con un prototipo humano extraído de las calles de Londres, Berlín o Nueva York, como si los yanomani amazónicos, los bosquimanos africanos o los maoríes polinésicos no fueran perfectos ejemplares del Homo sapiens actual. Lo lamentable es que no hay paleontólogos entre los yanomani, bosquimanos o maoríes (o al menos sus enciclopedias no llegan a nuestras librerías). Esa circunstancia ha favorecido que determinados evolucionistas no sólo hayan marginado la existencia de tales Homo sapiens sino que hayan construído sus teorías en su contra.
A finales del siglo XIX Europa se había lanzado a la conquista del mundo. Sus naciones se estaban apoderando de las regiones más remotas de los cinco continentes, practicando una política de exterminio poblacional y saqueo material. A pesar de las invocaciones acerca de su superioridad, las formulaciones ideológicas que justificaban esa política imperialista constituían una degeneración total del intelecto. En su decadencia la burguesía ya no creía en el progreso y sus creaciones son una lamentación pesimista y reaccionaria (340). Apenas quedaba nada del racionalismo y las luces de 1800. La burguesía había entrado en su pesadilla más oscura, de la que el racismo es sólo un pálido exponente con numerosas ramificaciones en la filosofía, la historia, la sociología y, naturalmente, la genética. La pretensión de extraer el vuelco teórico de Weismann de ese ambiente ideológico oprobioso es una manipulación de la historia de la ciencia, lo mismo que el “redescubrimiento” de Mendel, las tesis de Bateson o las de Morgan. La introducción de esas concepciones seudobiológicas -y no otras- en las ciencias sociales no es ninguna casualidad. En 1900 la biología y la sociología se retroalimentan. El director del diario The Economist Walter Bagehot (1826-1877) fue el primero que aplicó la selección natural a las sociedades. La diferencia entre el salvaje y el hombre civilizado es igual a la que existe entre los neandertales y los cromañones, los animales silvestres y los domesticados. El proceso de domesticación es el mismo para los hombres y para los animales.
La obra del sociólogo austriaco Ludwig Gumplowicz (1838-1909) prueba, además, los vínculos entre el racismo y el positivismo. Fue un precursor de lo que hoy llamaríamos el “choque de civilizaciones”. Según Gumplowicz, la ley suprema de la evolución social es el instinto de conservación, que tiene como consecuencia la lucha de las razas por su supremacía, una lucha despiadada en la que el más fuerte se impone al más débil. Éste es el fundamento de la historia de los pueblos. El motor de la evolución social es la guerra de las diferentes razas por conquistar o preservar el poder político, lucha en la cual la raza más fuerte subyuga a la más débil. El derecho perpetúa la desigualdad política, social y económica, lo mismo que el Estado, que expresa el dominio del más fuerte sobre el más débil. Las nociones ilustradas acerca de la igualdad no tienen para Gumplowicz ningún significado. Por razones naturales, o sea, biológicas, el derecho es lo contrario de la libertad y la igualdad: expresa el dominio de los fuertes y los pocos sobre los débiles y los muchos.
La estadística es otra ciencia de la clasificación: establece una “media” y las “desviaciones” y “regresiones” que aparecen a partir de ella. Siempre ha sido un instrumento de poder y de control sobre las sociedades (341). Su confusión con la genética (biometría) tampoco es ninguna casualidad. La biología está repleta de “monstruos” que rompen la norma de la especie, como la medicina de enfermos y la sociedad de “desviados”, de modo que unos son llevados a los laboratorios, otros a los hospitales y otros a los siquiátricos, a las cárceles o a los campos de concentración, lugares en los que se puede experimentar con ellos, practicar lobotomías, electrochoques o drogas. En unos casos la justificación es la enfermedad y la delincuencia, pero en otros es suficiente con la “peligrosidad social”. Entonces ni siquiera es necesario un juicio previo para encerrarles porque el Estado actúa con el benéfico fin de curarles.
El planteamiento eugenista de Morgan, por ejemplo, sigue el siguiente discurso “científico”: antes de empezar a utilizar métodos genéticos para “regular las caraterísticas de la raza humana” hay que determinar un canon de lo que es un ser humano, un prototipo del hombre que queremos alcanzar. Estamos de acuerdo en que no queremos imbéciles, pero ¿quiénes son imbéciles? No existen ese tipo de definiciones biológicas. En el denominado “cociente intelectual” o en la “mayoría de edad” no hay más que recursos políticos y, por tanto, ideológicos, instrumentos de poder. Los ejemplos se pueden multiplicar. No queremos enfermos, pero ¿quiénes están enfermos? ¿A quién corresponde tomar esas decisiones “científicas”? Morgan no lo aclara. ¿Serán personajes cualificados como el propio Morgan, que obtuvo el premio Nobel de Medicina? Pero prosigamos con los argumentos de Morgan: “No cabe duda alguna” de que las personas defectuosas son una carga “perpetua” para la sociedad “que se ve en la obligación de confinarlos en asilos y penitenciarías”. Así ha sucedido “desde largo tiempo atrás”, por lo que la eugenesia no es ninguna novedad. El dilema es el siguiente: si es más conveniente el confinamiento o que queden en libertad previa esterilización. Morgan tampoco aclara para quién es más conveniente una u otra opción. Lo que sí recomienda, sobre la base de criterios genéticos estrictos, es el confinamiento, aunque reconoce que un gobierno puede hacerlo de forma arbitraria. La conclusión “científica” a la que llega es la siguiente: la democracia garantiza que todos los individuos tengan las mismas oportunidades pero “el conocimiento más elemental de la especie humana sabe que semejante conclusión no es sino una ilusión”; luego la democracia contradice la genética (342). Por tanto, lo mejor es que las sociedades se organicen no en torno a la democracia sino en torno a este tipo de argumentos “científicos”, que son tan “elementales” según Morgan.
Pocas dudas pueden caber de que la eugenesia es una política brutal predispuesta contra los sectores más oprimidos de una sociedad clasista que pretende perpetuarse a sí misma. Aunque es muy conocido que la realeza y la aristocracia europea arrastran taras genéticas, físicas y sicológicas desde hace muchísimas generaciones, la eugenesia no se ha planteado exterminar o esterilizar a estos sectores sociales privilegiados; no son su clientela porque el racismo y la eugenesia no se fundamentan en la condición genética sino en la clase social. No menos revelador es el hecho de fundamentar una intervención física sobre el cuerpo humano, como la esterilización, a causa del árbol genealógico, de una supuesta malformación genética de los ancestros, una reminiscencia seudocientífica del pecado original de la Biblia. Lo mismo cabe decir del intento de proceder de esa manera por razones de probabilidad, de posible riesgo, de peligro o de circunstancias cuya concurrencia es sólo probable, pero en ningún caso comprobada (343). Entre las numerosas leyendas que está aportando la genética a la mitología contemporánea está la creación de “grupos de riesgo”, esto es, personas normales aparentemente pero que portan genes defectuosos que los hacen propensos a enfermedades o comportamientos fuera de la norma. Ya hay pólizas de seguros, licencias de matrimonio y profesiones para las que se exigen pruebas genéticas previas.
Uno de los detractores de Lysenko fue Julian Huxley, nieto del conocido defensor de Darwin y miembro la “Sociedad Eugenésica” (o sea, racista) desde 1931, lo que no le impidió llegar a ser el primer Secretario General de la UNESCO en 1946. Escribió un libro contra Lysenko, y también cosas como ésta:
Por grupo social problemático entiendo a esa gente de las grandes ciudades, demasiado conocida por los trabajadores sociales, que parece desinteresarse de todo y continuar simplemente su existencia desnuda en medio de una extrema pobreza y suciedad. Con demasiada frecuencia deben ser asistidos por fondos públicos, y se vuelven una carga para la comunidad. Desgraciadamente, tales condiciones de existencia no les impiden seguir reproduciéndose, y sus familias son en promedio muy grandes, mucho más grandes que las del país en su conjunto. Diversos tests, de inteligencia y de otro tipo, revelaron que tienen un C.I. [cociente intelectual] muy bajo, y que están genéticamente por debajo de lo normal en muchas otras cualidades, como la iniciativa, el interés y afán general exploratorio, la energía, la intensidad emocional y el poder de la voluntad. Esencialmente, no son culpables de su miseria e imprevisión. Pero tienen la mala suerte de que nuestro sistema social abona el suelo que les permite crecer y multiplicarse, sin otra expectativa que la pobreza y la suciedad.
Como muestran estas afirmaciones, el racismo no era un problema étnico sino social. Las políticas racistas van dirigidas contra los trabajadores y los sectores sociales oprimidos y marginados en su conjunto.
Los positivistas imaginan que ideologías, como el racismo, son ajenas a la ciencia y a los científicos, que llegan de fuera de ella o que son extrapolaciones (manipulaciones) posteriores a ella. La historia demuestra, por el contrario, que la ideología empieza y acaba junto con la ciencia. Por ejemplo, en 1873 se supo que la lepra no era una enfermedad hereditaria, como se había pensado durante siglos, sino que tenía un origen vírico: el bacilo de Hansen. Se trata de una enfermedad que causó estragos entre las poblaciones, adquiriendo un aura mítica y mística, una especie de castigo divino. Antes de conocer sus causas, ya en el siglo XVII la lepra había sido erradicada, gracias a una dilatada experiencia empírica. Pero el pánico estaba arraigado tanto entre la población como entre los científicos, de manera que, pese a desaparecer la enfermedad, los tratados de medicina empezaron a hablar de que existían dos tipos: los leprosos auténticos y los semileprosos. Los primeros habían desaparecido pero subsistían los segundos. Se sabía además que la enfermedad no era contagiosa pero los manuales divulgaron que era hereditaria. De ahí que a partir del siglo XVII empiece a aparecer un supuesto colectivo de semienfermos cuyo mal se transmitía de padres a hijos como la maldición del pecado original: se denominaron agotes y fueron confinados en los Pirineos. Un avance científico abría el camino a una deformación ideológica, con sus lamentables secuelas de marginación, legal y social, seguidas durante siglos (344). Al igual que los leprosos, los agotes fueron internados, se les marcó con distintivos en sus ropas para que la población los marginara, se decía que olían mal (fetidez, halitosis), lo mismo que los gitanos, los moros y los judíos, etc. Como a cualquier otro monstruo, los médicos les extraían sangre e hicieron toda clase de experimentos con ellos, lanzándose las más absurdas teorías acerca de su origen porque -no cabían dudas- tales personas no podían tener el mismo origen que el resto de las personas “normales”: eran una raza distinta y las razas distintas siempre llegan hasta aquí desde algún lugar bien remoto. Por consiguiente, había que adoptar precauciones: sólo podían casarse entre ellos porque -una vez más- la mezcla volvía a presentarse como arriesgada. Lo que se había iniciado como un problema médico, ya resuelto, degeneró en un problema étnico. La pureza se convertía en una cuestión de salud pública. Los agotes eran falsos enfermos, eso que hoy llamaríamos “un grupo de riesgo”, una condición equívoca impuesta por la ciencia como un pesado fardo que debieron soportar de padres a hijos poblaciones completas.
La marginación de los agotes llega prácticamente hasta el día de hoy, pero no se acaba ahí porque las nuevas “ciencias” han creado nuevos “grupos de riesgo”, algunos de los cuales -SIDA- son conocidos y otros -anemia falciforme- no tanto. A partir de los años setenta la anemia falciforme, una deformación de la hemoglobina, convirtió en sospechosos a los afroamericanos en los que se concentra, creando en Estados Unidos en su contra un sistema de controles y precauciones irracional y falto de fundamento. Esta enfermedad está considerada como génica y no tiene cura. No es contagiosa, de modo que su detección masiva no sirve para mucho, salvo para eliminar el derecho a la intimidad, engrosar historiales médicos y vendérselos a las aseguradoras. Sólo se manifiesta en aquellos cuyos dos alelos son coincidentes y, como suele suceder en estos casos, se confundió a los portadores con los auténticos enfermos. Las multinacionales de la salud sembraron la alarma a través de los medios de comunicación asegurando que se trataba de algo peligroso. A pesar de su inutilidad, se lanzó una campaña de detección, imponiendo pruebas a las embarazadas y a los escolares negros. Era un absurdo. En aquellos años no existía manera de detectar la enfermedad en los fetos. Ademas, el aborto era ilegal. Se trataba de un negocio para la sanidad privada y las multinacionales famacéuticas, uno de los primeros fraudes científicos, de los que luego hemos conocido varios. Comenzaron las discriminaciones. Las aseguradoras se negaron a contratar si su posible cliente era portador del alelo; se les negó el trabajo en compañías aéreas e incluso el ingreso en el ejército del aire porque decían que su sangre reaccionaría mal a las bajas presiones que se experimentan al volar a gran altitud. En 1972 la revista Ebony, dirigida a lectores afroamericanos, publicó un anuncio para recaudar fondos para la investigación contra esta enfermedad. En el mismo se caracterizaba erróneamente a los portadores como personas débiles. El anuncio estaba financiado por American Express y aseguraba que quienes no morían quedaban debilitados. Los portadores también eran enfermos: debían evitar las actividades fatigosas y acudir con regularidad al médico. Incluso el mismo Linus Pauling, un prototipo encomiable tanto de científico como de persona, realizó unas desafortunadas declaraciones, sugiriendo que se “marcara” a los portadores para que no se casaran entre sí o, al menos, que no tuvieran hijos. Se dieron casos de matrimonios que tenían hijos enfermos, mientras que uno sólo de los cónyuges era portador, lo cual destrozó parejas por sospechas de infedelidad conyugal… La dominación social siempre necesita agotes a los que ponerles un distintivo ostentoso que los separe de los demás, bajo absurdos protocolos que, además, son preventivos y se justifican por el propio interés “médico” del afectado; por si acaso…
Una de las maneras de clasificar a las personas consiste en otorgarles una nacionalidad, cuyo fundamento, en los países del norte de Europa, es el ius sanguinis, el derecho de sangre, es decir, que son alemanes, por ejemplo, los descendientes de padres alemanes, cualquiera que sea su lugar de nacimiento, cualquiera que sea el lugar donde residan, y aunque ignoren el idioma o la cultura de su país de origen. Según el pangermanismo, las fronteras del Estado deben extenderse hasta el lugar en donde se encuentren esos alemanes. Luego, siguiendo las leyes de Mendel, los posteriores cruces, convenientemente seleccionados, se encargarían de eliminar las impurezas de sangre adheridas a lo largo de la historia procedentes de razas inferiores. Cuando en 1900 se descubrieron los grupos sanguíneos, los eugenistas comenzaron a interesarse por ellos para aparentar un respaldo científico a sus absurdos postulados. En 1928 se formó en Alemania la Gessellschaft für Blutgruppenforschung (Asociación para la Investigación de los Grupos Sanguíneos) que editaba la revista Zeitschrift für Rassen.
La sangre ocupó antiguamente el papel que hoy ocupan los genes. Antes que los genes se concibió la sangre como ese fluido misterioso omnipresente que todo lo condicionaba. En Japón la obsesión por el grupo sanguíneo está muy extendida, mucho más que el signo astrológico en occidente. Fomentada por los medios de comunicacion, esta subcultura se ha convertido allá en un estilo de vida que nadie cuestiona, de manera que algunas guarderías educan a los niños de manera distinta en función de su grupo sanguíneo. Según la Biblia, el alma y, por tanto, la vida, está en la sangre, que es sagrada: “No comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne es su sangre” (Levítico 17:13). Los Testigos de Jehová no permiten transfusiones porque las leyes sobre la sangre son una manera de preservar el sentido sagrado de la vida. El cuerpo le pertenece al hombre pero la sangre (el alma) le pertenece sólo a dios y por eso en los sacrificios rituales, como en las guerras, hay derramamiento de sangre, los homicidios se llaman delitos de sangre y un caballo de buena raza es un “pura-sangre”. La aristocracia tiene la sangre de color azul; ser de buena familia es ser de “buena cuna”, es decir, algo que no surge en la vida, que no se cultiva, sino que se lleva dentro desde siempre y no se debe mezclar. Como la solera para el buen vino, lo aristocrático es lo rancio, cuanto más antiguo mejor, como si sobre el presente influyeran las generaciones pretéritas, como si así tuviera todo más arraigo.
Pero con el capitalismo los homozigotos se conviertien en una cuestión de política económica, dejando atrás los rancios prejuicios nobiliarios. Es lo mismo con otras palabras, cuestión de presupuestos públicos. Cuando los eugenistas aluden hoy a los enfermos, los presidiarios o los locos hay una consideración que prevalece sobre cualquier otra: son una carga para la sociedad. Ellos hablan en nombre de toda la sociedad -no sabemos con qué representación- pero en contra de una parte de esa misma sociedad bajo los fríos cálculos del coste y el beneficio. Ese aspecto cuantitativo autoriza la magia de (con)fundir a enfermos, presos y locos bajo la misma rúbrica, porque no son más que números. El Premio Nóbel de Medicina Alexis Carrel preguntaba por qué se aísla en hospitales a los infecciosos y no a los que propagan enfermedades intelectuales y morales. Además, “se requieren sumas gigantescas para mantener las cárceles y los manicomios”, por lo que lo más barato es abolir las cárceles: “Castigando a los delincuentes con un látigo o con algún procedimiento más científico, seguido de una corta estancia en el hospital, bastaría probablemente para asegurar el orden”. Para los casos de crímenes graves “debería disponerse, humana y económicamente” de la eutanasia mediante gases. Hay que dejarse de sentimentalismos, concluye Carrel, porque las cámaras de gas son el único modo de edificar una sociedad verdaderamente civilizada (345).
Esta epidemia ideológica no ha remitido. Actualmente los libros de bolsillo siguen difundiendo argumentaciones tan frías y repugnantes como las de Carrel en 1936. Las deformaciones que se publican acerca de las enfermedades hereditarias (confundidas con las genéticas, las congénitas y las innatas) conducen a políticas eugenésicas. Hoy seguimos leyendo argumentaciones como la siguiente: antiguamente la parte de la población que padecía enfermedades hereditarias, como la diabetes, moría joven y no tenía descendencia. Pero ahora ya es posible curarlas, al menos en parte, por lo cual ya no se mueren como antes y transmiten sus genes defectuosos a su descendencia. La sanidad generalizada no permite que opere la selección natural, es decir, que se mueran los menos aptos, por lo que en los siglos futuros aumentarán las enfermedades genéticas. Además las radiaciones, las drogas, la proliferación de productos químicos, los pesticidas, la contaminación, el napalm de Vietnam y las explosiones atómicas aceleran las mutaciones génicas y en el futuro crearán perturbaciones en la salud que se transmitirán de generación en generación provocando graves crisis médicas “para socorrer a una sociedad tiranizada por la enfermedad y ayudar a millones de tullidos durante toda su vida” (346).
No hay nada más opuesto a la libertad que el miedo; atenaza a las sociedades y, por lo tanto, siempre ha sido un mecanismo de dominación política. El origen del miedo es la ignorancia. Sólo tenemos miedo de lo que desconocemos, por lo que el mejor antídoto en su contra sigue siendo la divulgación del saber, del conocimiento, de lo que los antiguos llamaban “las luces”.
Presentados como si de una ciencia se tratara, el neodarwinismo y la teoría sintética llegan a los medios de comunicación como burda subcultura, una infraliteratura vulgar que alberga y explota los peores instintos que ha conocido la humanidad. Alteran los detalles de la exposición para que no logremos relacionar ese subgénero con el doctor Mengele y sus experimentos genéticos con gemelos en los campos de concentración. Los ataques contra Lysenko en la posguerra lograron desviar la atención sobre estas teorías seudocientíficas de los imperialistas no sólo en la Alemania nazi sino en Gran Bretaña, Estados Unidos, Suecia y otros países capitalistas. Sólo la URSS se había librado de aquella repugnante plaga “científica”.
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He leído algo acerca de eugenesia de la URSS sobre rumanos. ¿ Hay algo de cierto en ésto?
SOBRE LA CREACION EVOLUTIVA QUE REALIZO YAHVE
PADRE HIJO Y ESPIRITU SANTO Y LA QUE SIGUE REALIZANDO.
Principios Religiosos y Principios Científicos.
La religión y la ciencia no son contrarias como se ha venido diciendo por el ateísmo, pura teoría, que nada bueno ha traído, no es capaz de demostrar nada sobre Dios, ni nos da pruebas de su existencia ni nos da pruebas de la no existencia de Dios, es la ideología mas ignorante y mas retrasada que existe, y esto porque la ciencia es la forma de descubrir como han sucedido las cosas, pero la religión va mas allá, trata de enseñarnos, el origen y el principio de todas estas cosas. Por lo tanto ciencia y religión irán siempre de la mano, si es que queremos aclarar nuestras dudas, pues si aceptamos la religión y rechazamos la ciencia vamos a tener dudas, lo mismo, si aceptamos la ciencia y rechazamos la religión, también siempre vamos a tener dudas; el mismo descubridor de la evolución, Charles Darwin, dice: “El Creador formó las primeras especies y después por selección evolucionan y se perfeccionan.”; al hablar del Creador se refiere a Dios, pues este descubridor es una persona, aunque no católica pero si cristiana.
Esta selección no puede ser como algunos piensan por selección puramente natural, sino una selección natural por iniciativa del mismo Creador, por lo cual es obra de él también, pues se necesita una inteligencia y una razón que las seleccione y que las haga cambiar de una manera progresiva, una naturaleza sin inteligencia y sin razón nunca fue ni es capaz de seleccionar ni de evolucionar y perfeccionar por si misma; existe un principio científico y a la vez religioso muy importante: “Nadie da lo que no tiene.”. Una naturaleza que no existe no puede dar la existencia, una naturaleza sin vida no puede dar la vida, una naturaleza sin inteligencia y razón no puede dar la inteligencia y razón, y una naturaleza sin perfección no puede dar la perfección; se necesita pues el Ser que tenga todas estas cualidades para poder darlas, un ser que exista para que pueda dar la existencia, un ser con vida para que pueda dar la vida, un ser con inteligencia y razón para que pueda dar la inteligencia y la razón, y un ser perfecto para que pueda dar la perfección. Y aún así se necesita que este Ser sea perfecto desde un principio, pues un ser sin perfección no puede dar estas cosas, y lo experimentamos en nosotros mismos que no somos perfectos, aunque existamos no podemos sacar algo de la nada, aunque tengamos vida no podemos darle la vida a algo sin vida, aunque tengamos inteligencia y razón no podemos darle inteligencia y razón a algo sin inteligencia y razón, Etc., solo Dios que es perfecto desde un principio es capaz de dar todas estas cosas.
La Creación Evolutiva del Mundo.
A continuación vamos a hablar de esta creación bíblica y de esta evolución científica, con lo cual nos daremos cuenta que la existencia del mundo y del hombre son por una Creación Evolutiva, Creación Evolutiva que es obra de Dios Yahvé: Padre Hijo y Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, quien es el principio y el origen primerísimo de todo cuanto existe, y por lo tanto la religión como la ciencia vienen también de Dios: En la Sagrada Biblia leemos que al principio creó Dios la luz, y así también vemos en la ciencia que lo primero que apareció fue el fuego, y que sosa es el fugo sino la luz y que cosa es la luz sino el fuego?, Después en la Biblia se nos dice que los primeros seres con vida los creó Dios en la tierra, los cuales fueron los vegetales, entes que los animales, y lo mismo nos dice la ciencia, que primero aparecieron los vegetales antes que los animales. Después de los vegetales, en la Sagrada Biblia viene la creación de las estrellas y luceros que iluminen al mundo, pero aquí no se refiere propiamente al astro sol y a la luna planeta o las estrellas astros, pues la luz el fuego ya estaba creado, ya las hierbas existen, las cuales reciben energía del sol para existir; aquí se refiere a la creación de las estrellas del cielo, a los ángeles, esta es la creación por Dios de los ángeles para que nos iluminen y nos ayuden; estos claramente no vienen por evolución, pues son espíritus, creados directamente por Dios en los cielos. Después de esta narración magnífica, viene la creación de los primeros animales que Dios formó, según la Biblia, son los del mar, y según la ciencia los primeros animales aparecen también en el mar; después en la Biblia creó Dios los animales de la tierra y en la ciencia también aparecen después los animales terrestres. Por último, según la Sagrada Biblia, creó Dios al hombre, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó; en la ciencia también se dice que lo último que apareció sobre la tierra fue el hombre.
Si nos damos cuenta en toda esta obra coinciden ciencia y religión, sobre todo en la Sagrada Biblia, la tarea de la ciencia es decirnos como aparecen las cosas, y la tarea de la religión es decirnos quien es el autor de estas cosas. Carlos Alvear Acevedo un gran historiador de la UNAM con mucha razón dice: “Cómo pudo el autor del libro del Génesis narrar hechos que se ajustan a los modernos estudios sin tener él estos conocimientos?, cómo pudo describir hechos que ningún ojo humano vio ni presenció para poderlos contar?.”, y concluye: “Para mi solo hay una explicación satisfactoria, que una Inteligencia Superior, que es el Autor de todo esto, Inspiró al autor del libro del Génesis el Relato Maravilloso de la Creación.”. La única narración de la creación que no aparecen en la ciencia es la de los Angeles, pues la realiza Dios Yahvé Padre, Hijo y Espíritu Santo en el cielo directamente, por eso esta creación se conoce sólo por la Sagrada Biblia, por la Religión, ya que se trata estrictamente de una creación de unos espíritus, por lo tanto de seres sin evolución; ya en otra parte de la Biblia se nos habla de la rebelión de una tercera parte de los ángeles, los cuales se hicieron malos y se convirtieron en demonios y fueron arrojados del cielo hacia el infierno.
La Explicación Antigua de la Narración de un Texto Bíblico.
Estos hechos que describimos arriba, aparecen en el primer capítulo de la Sagrada Biblia, lo cual ya está explicado, pero en el segundo capítulo nos vamos a encontrar con hechos que, si los juzgamos con criterios puramente históricos, parecen mas bien una fábula o un cuento; pero que si los sabemos describir como lo que son, como una catequesis, como una parábola, les encontraremos su verdadero significado y encontraremos en ellos hechos históricos verídicos. Dice que Dios creó al hombre con polvo del suelo y sopló en su rostro aliento de vida, esto de lo formó con polvo del suelo en otros tiempos se entendía como, “formo un muñeco de barro”, lo cual era una explicación proveniente de teorías antiguas, pues en algunas religiones y culturas antiguas se decía lo siguiente: Que su dios había formado un muñeco de barro y lo había metido a cocer al horno, pero se le quemó y de ahí salieron los negritos; después metió otro muñeco de barro y lo metió también a cocer, pero por temor a que se le quemase como el primero lo sacó antes de tiempo, lo sacó crudo, de ahí salieron los blanquitos, y por último metió un tercero, él le calculo bien y lo sacó rojo, de ahí salieron los morenitos o rojos. Esa es la situación por la que se explicaba antiguamente de esa manera, explicación que era la válida para las personas de antes, inclusive en tiempos de nuestros tatarabuelos y aún en tiempos de nuestros abuelos; pero en realidad en la Sagrada Biblia no se habla de un muñeco de barro, sino solo dice que “Formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida.”, no habla de muñeco; y otra diferencia está con el primer capítulo, pues en aquel primero la creación del hombre está después de la de los animales, y en este segundo capítulo, la creación del hombre viene antes de la de los animales. Por lo tanto veremos a continuación como esta este caso.
La Creación Evolutiva del Hombre.
Como se lee en la Sagrada Biblia en el segundo capítulo, Dios crea con polvo del suelo al hombre y sopla en su rostro aliento de vida, y después viene la creación de los animales; pues bien, esta creación de los animales después de la narración de la formación con polvo del suelo, como la Biblia esta abierta a los modernos estudios, ya que la ciencia también es obra de Dios, se puede explicar que es todo el desarrollo o evolución, por la que pasa el cuerpo del hombre, tanto del varón por medio de los cuerpos de los machos, como el de la mujer por los cuerpo de las hembras, de los animales que Dios quiso que pasaran. Aunque nos encontramos con la narración de que el hombre puso nombre a todos los animales que iba conociendo, pero en realidad esto se trata de una figura pluralista en las diversas especies y de diversos lados por los que pasó su evolución, en eso está el conocimiento del hombre de las diversas especies, pues Dios dice antes de crear a los animales: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a darle una ayuda semejante.”. No se trata por lo tanto de que el hombre varón ya estaba creado y anduvo poniendo nombre a los animales que iba conociendo; el soplo en el rostro representa a la creación del alma, no a del espíritu, y por esto está antes de la creación de los animales, pues estos también tienen alma, pero no espíritu, y así también describe la evolución del alma junto con la del cuerpo.
Al final de esta narración Bíblica vemos que se dice: “Pero no encontró Dios un ser a la altura del hombre, y entonces infundió un sueño profundo al hombre y le sacó una costilla, y de esta formó una mujer; no dice que formó el cuerpo de la mujer, ni que del cuerpo del hombre formó una mujer, hay que leer con cuidado: “De la costilla del hombre formó una mujer”, eso es lo que dice, esto es porque el cuerpo y el alma, tanto del varón como de la mujer ya estaban creados, ya estaban en evolución. Entonces el sentido de este mensaje es, que Dios, de lo mas cercano al corazón del hombre, al amor del varón, formó a la mujer, y el despertar de estos dos es el inicio a una nueva vida, este despertar de los dos al último de este capítulo, es el equivalente a lo último del primer capítulo “Creó Dios al hombre, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.”, o sea a la creación del espíritu, a donde los dos ya son seres humanos completos con, espíritu, alma y cuerpo. Esta creación a imagen y semejanza de Dios es la creación del espíritu humano, el cual no viene por evolución como lo es el cuerpo y el alma, el espíritu no viene por evolución sino que es creación directísima de Dios cuando el cuerpo y el alma del hombre (varón y mujer) ya están evolucionados al grado que el mismo Dios quería, ya a partir de este momento no son animales, solo alma y cuerpo, sino humanos, espíritu, alma y cuerpo. De qué especie proviene el hombre?, seguramente que del mono no, ni de ningún otro simio actualmente existente, sino de especies mas evolucionadas y ya desaparecidas actualmente; como el ramapitecus, de ahí el australopitecus y de ahí el pitecántropo, que es el simio mas evolucionado del cual viene ya el hombre de neanderthal, posiblemente la primera raza humana, la cual tuvo una primera pareja humana (Adán y Eva en la Biblia). Entonces, de dónde viene el hombre de la tierra o del simio?; bueno, el hecho de que el maíz venga de la milpa, no quiere decir que no venga de la tierra, ni el que venga de la tierra no quiere decir que no venga de la milpa, viene de las dos procedencias por una evolución; así también el hombre con la tierra y con el simio, pues el simio pasó por toda una evolución desde que salió de la tierra, por esto el que el hombre venga del simio no quiere decir que no venga de la tierra, o el que venga de la tierra no quiere decir que no venga del simio.
La Creación Evolutiva Actual.
Lo importante es que sepamos que tanto el hombre como los animales y todo el mundo son obra de Dios, por medio de una Creación Evolutiva, pero son obra de Dios; esa creación evolutiva original del mundo y de las especies ya termino con el decir que Dios descansó el séptimo día, ahora quedan solo la creación evolutiva particular de cada especie, tanto del hombre como de los animales y de las plantas, pues los seres vivos que Dios sigue creando los sigue creando por medio de una evolución. Una plantita comienza con ser una semillita que se hecha en la tierra, de ahí se forma una plantita chiquita y crece hasta que se hace un árbol; lo mismo un animalito de huevos, se forma el huevo en la hembra, de ahí sale ya como huevo duro y así se encuba y sale un pollito, el cual crece hasta hacerse un gallo; también un espermatozoide de un mamífero fecunda un ovulo en el vientre de la hembra y se desarrolla dentro de este, hasta ser capaz de vivir fuera y sale para seguir creciendo hasta hacerse adulto. Lo mismo el cuerpo del hombre, el ovulo de una mujer es fecundado por el espermatozoide de un varón, en el vientre de la mujer, se forma el bebé ahí adentro hasta poder vivir fuera, sale del vientre por medio del parto o una cesárea y sigue creciendo hasta hacerse una mujer o un varón adulto, pero con la gran diferencia de que aquellos son solo alma y cuerpo son animales y plantas, y este es espíritu, alma y cuerpo es un ser humano; esta es la creación evolutiva que Dios sigue realizando ahora y aquella fue la creación evolutiva que realizó hasta el día en que descansó.
Solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Dios Yahvé, es capaz de realizar tales hechos tan maravillosos, pues los tres son el mismo Dios creador, por esto dice en la Sagrada Biblia: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.”, no dice: hago al hombre a mi imagen y semejanza”, sino: “Hagamos… a Nuestra…”; con estas palabras nos damos cuenta que los tres dialogan pues los tres son el mismo Dios; no solo el Padre es el Dios Yahvé como algunos creen, sino el Padre es Dios Yahvé, el Hijo es Dios Yahvé y el Espíritu Santo es Dios Yahvé, sin embargo no son tres Dioces Yahvés, sino los tres son el mismo Dios Yahvé, la Santísima Trinidad es el Dios Yahve.
“Amor y Paz a los Hombres de Buena Voluntad y a Toda la Humanidad”