Lysenko – La teoría materialista de la evolución en la URSS (1)

Por Juan Manuel Olarieta Alberdi
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Biografía resumida]
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Caza de brujas en la biología

En agosto de 1948, hace poco más de 60 años, el presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS, T.D.Lysenko (1898-1976), leía un informe ante más de 700 científicos soviéticos de todas las especialidades que desencadenó una de las más formidables campañas de linchamiento propagandístico de la guerra fría, lo cual no dejaba de resultar extraño, tratándose de un acto científico y de que nadie conocía a Lysenko fuera de su país.Sucedió que Lysenko fue extraído de un contexto científico en el que había surgido de manera polémica para sentarlo junto al Plan Marshall, Bretton Woods, la OTAN y la bomba atómica. Después de la obra de Frances S.Saunders (1) hoy tenemos la certeza de lo que siempre habíamos sospechado: hasta qué punto la cultura fue manipulada en la posguerra por los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos. Pero no sólo la cultura. Si se podía reconducir la evolución de un arte milenario, como la pintura, una ciencia reciente como la genética se prestaba más fácilmente para acoger los mensajes subliminales de la Casa Blanca. Lysenko no era conocido fuera de la URSS hasta que la guerra sicológica desató una leyenda fantástica que aún no ha terminado y que se alimenta a sí misma, reproduciendo sus mismos términos de un autor a otro, porque no hay nada nuevo que decir: “historia terminada” concluye Althusser (2). Es el ansiado fin de la historia y, por supuesto, es una vía muerta para la ciencia porque la ciencia y Lysenko se dan la espalda. No hay nada más que aportar a este asunto.

O quizá sí; quizá haya que recordar periódicamente las malas influencias que ejerce “la política” sobre la ciencia, y el mejor ejemplo de eso es Lysenko: “La palabra lysenkismo ha acabado simbolizando las consecuencias desastrosas de poner la ciencia al servicio de la ideología política”, aseguran los diccionarios especializados (3). Pretenden aparentar que lo suyo es ciencia “pura” y que todo lo demás, todo lo que no sea ciencia “pura”, conduce al desastre. En consecuencia, hay que dejar la ciencia en manos de los científicos. En este juego oportunista a unos efectos “la política” nada tiene que ver con la ciencia y a otros interesa confundir de plano; depende del asunto y, en consecuencia, la dicotomía se presta a la manipulación. Así sigue la cuestión, como si se tratara de un asunto “político”, y sólo puede ser polémico si es político porque sobre ciencia no se discute. Un participante en el debate de entonces, el biólogo francés Jean Rostand, escribió al respecto: “Expresiones apasionadas no se habían dado nunca hasta entonces en las discusiones intelectuales” (4). Uno no puede dejar de mostrar su estupor ante tamañas afirmaciones, sobre todo en un científico que ignora los datos más elementales de la historia de la ciencia desde Tales de Mileto hasta el día de hoy. Ese recorrido en el tiempo mostraría que el pasado -y el presente- de la ciencia está preñado de acerbas polémicas, muchas de las cuales acabaron en la hoguera. No es ninguna paradoja: los estrategas de guerra sicológica que en 1948 trasladaron el decorado del escenario desde la ciencia a la política fueron los mismos que protestan contra la politización de la ciencia, entre los que destaca Rostand.

Tampoco es ninguna paradoja: Lysenko aparece como el linchador cuando es el único linchado. La manipulación del “asunto Lysenko” se utilizó entonces como un ejemplo del atraso de las ciencias en la URSS, contundentemente desmentido –por si hacía falta- al año siguiente con el lanzamiento de la primera bomba atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al significado último de la propaganda: a partir de entonces había que hablar de cómo los comunistas imponen un modo de pensar incluso a los mismos científicos con teorías supuestamente aberrantes. Como los jueces, los científicos también aspiran a que nadie se meta en sus asuntos, que son materia reservada contra los intrusos, máxime si éstos son ajenos a la disciplina de que se trata. Cuando en 1948 George Bernard Shaw publicó un artículo en el Saturday Review of Literature apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el genetista Hermann J.Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no sabía de genética, decía que tampoco convenía fatigar al público con explicaciones propias de especialistas (5).

Más de medio siglo después lo que concierne a Lysenko es un paradigma de pensamiento único y unificador. No admite controversia posible, de modo que sólo cabe reproducir, generación tras generación, las mismas instrucciones de la guerra fría. Así, lo que empezó como polémica ha acabado como consigna monocorde. Aún hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede faltar una alusión tópica al agrónomo soviético (6). En todo lo que concierne a la URSS se siguen presentando las cosas de una manera uniforme, fruto de un supuesto “monolitismo” que allá habría imperado, impuesto de una manera artificial y arbitraria. Expresiones como “dogmática” y “escolástica” tienen que ir asociadas a cualquier exposición canónica del estado del saber en la URSS. Sin embargo, el informe de Lysenko a la Academia resumía más de 20 años de áspera lucha ideológica acerca de la biología, lucha que no se circunscribía al campo científico sino también al ideológico, económico y político y que se entabló también en el interior del Partido bolchevique.

El radio de acción de aquella polémica tampoco se limitaba a la genética, sino a otras ciencias igualmente “prohibidas” como la cibernética. Desbordó las fronteras soviéticas y tuvo su reflejo en Francia, dentro de la ofensiva del imperialismo propio de la guerra fría, muy poco tiempo después de que los comunistas fueran expulsados del gobierno de coalición de la posguerra. Aunque Rostand –y otros como él- quisieran olvidarse de ellas, la biología es una especialidad científica que en todo el mundo conoce posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados del siglo XIX. Un repaso superficial de los debates suscitados por el darwinismo en España demostraría, además, que no se trataba de una discusión científica, sino política y religiosa. En los discursos de apertura de los cursos académicos, los rectores de las universidades españolas nunca dejaron de arremeter contra la teoría de la evolución (7), buena prueba de las dificultades que ha experimentado la ciencia para entrar en las aulas españolas y de las fuerzas sociales, políticas y religiosas empeñadas en impedirlo. El darwinismo no llegó a España a través de la universidad sino a través de la prensa y en guerra contra la universidad, un fortín del más negro oscurantismo. Se pudo empezar a conocer a Darwin gracias a la “gloriosa” revolución de 1868, es decir, gracias a “la política”, y se volvió a sumir en las tinieblas gracias a otra “política”, a la contrarrevolución desatada en 1875, fecha en la que desde su ministerio el marqués de Orovio fulminó la libertad de cátedra para evitar la difusión de nociones ajenas al evangelio católico (8). Los evolucionistas fueron a la cárcel y 37 catedráticos fueron despedidos de la universidad y convenientemente reemplazados por otros; el evolucionismo pasó a la clandestinidad, al periódico, la octavilla y el folleto apócrifo que circulaba de mano en mano, pregonado por las fuerzas políticas más avanzadas de la sociedad: republicanos, socialistas, anarquistas…

La biología es una fábrica de las más variadas suertes de ideologías que, o bien nacen en “la política” y se extienden luego a la naturaleza, o bien nacen en la naturaleza y se extienden luego a “la política”. El mismo darwinismo no es, en parte, más que la extensión a la naturaleza de unas leyes inventadas por Malthus para ser aplicadas a las sociedades humanas o, por decirlo en palabras de Engels, “la más abierta declaración de guerra de la burguesía contra el proletariado” (9). La patraña que se autodenomina a sí misma como “sociobiología” es más de lo mismo, buena prueba de que hay disciplinas científicas con licencia para fantasear y detectar las mutaciones genéticas que propiciaron la caída del imperio romano. Es lo que tiene la sobreabundancia de “información”, en donde lo más frecuente es confundir un libro sobre ciencia con la ciencia misma, lo que los científicos hacen, con lo que dicen, creen o imaginan. Desde su aparición en 1967, el libro de Desmond Morris “El mono desnudo” ha vendido más de doce millones de ejemplares. En todo el mundo, para muchas personas es su única fuente de “información” sobre la evolución. En muchas ciudades hay zoológicos, jardines botánicos y museos de historia natural que forman parte habitual de las excursiones de los escolares. Gran parte de los documentales televisivos versan sobre la fauna, la flora y la evolución, y en los hogares pueden fallar los libros de física o de filosofía, pero son mucho más frecuentes los relativos a la naturaleza, las mascotas, los champiñones o los bosques. Asuntos como la vida, la muerte o la salud convocan a un auditorio mucho más amplio que los agujeros negros del espacio cósmico. Cuando hablamos de biología es imposible dejar de pensar que es de nosotros mismos de lo que estamos hablando, y somos los máximos interesados en nuestros propios asuntos.

El evolucionismo tiene poderosas resistencias y enfrentamientos provenientes del cristianismo. En 1893 la encíclica Providentissimus Deus prohibió la teoría de la evolución a los católicos. Un siglo después, en 2000, Francis Collins y los demás secuenciadores del genoma humano se hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados Unidos a la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el mayor descubrimiento científico de la historia de la humanidad. Las imágenes recorrieron el mundo entero en la portada de todos los medios de comunicación. Pero nada de aquello tuvo que ver con la maldita política, o al menos los genetistas no protestaron por ello. Presentarse en la foto con Clinton no es “política” y hacer lo mismo con Stalin sí lo es. En 2001 le otorgaron a Collins el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica. El título de un reciente libro suyo en inglés es “El lenguaje de Dios”, en castellano “¿Cómo habla Dios?” y el subtítulo es aún más claro: “La evidencia científica de la fe” (10). Este científico confiesa que el genoma humano no es más que el lenguaje de dios, que tras descifrarlo, por fin, somos capaces de comprender por vez primera. En una entrevista añadía lo siguiente: “Creo que Dios tuvo un plan para crear unas criaturas con las que pudiera relacionarse […] Utilizó el mecanismo de la evolución para conseguir su objetivo. Y aunque a nosotros, que estamos limitados por el tiempo, nos puede parecer que es un proceso muy largo, no fue así para Dios. Y para Dios tampoco fue un proceso al azar. Dios había planificado cómo resultaría todo al final. No había ambigüedades […] El poder estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los 3 mil millones de letras del ADN humano –que considero el lenguaje de Dios– nos permite vislumbrar el inmenso poder creador de su mente. Cada descubrimiento que hacemos es para mí una oportunidad de adorar a Dios en un sentido amplio, de apreciar un poco la impresionante grandeza de su creación. También me ayuda a apreciar que los tipos de preguntas que la ciencia puede contestar tienen límites” (11). Esto sí es auténtica ciencia, no tiene nada que ver con “la política”, o al menos los genetistas tampoco alzaron la voz para protestar por tamaña instrumentalización de su disciplina. También callan cuando las multinacionales de los genes privatizan el genoma (y la naturaleza viva), patentan la vida y la llevan a un registro mercantil, es decir, la roban en provecho propio. Al fin y a la postre muchos genetistas de renombre internacional son los únicos científicos que, a la vez, son grandes capitalistas, no siendo fácil dictaminar en ellos dónde acaba el amor a la verdad y empieza el amor al dividendo.

A mediados del siglo XIX no sólo se publica “El origen de las especies” sino también “La desigualdad de las razas” de Gobineau y las teorías del superhombre de Nietzche. Junto a la ciencia aparece la ideología, ésta pretende aparecer con el aval de aquella y no es fácil deslindar a una de otra porque ambas emanan de la misma clase social, la burguesía, en el mismo momento histórico. Los racistas siempre dijeron que quienes se oponían a sus propuestas, se oponían también al progreso de la ciencia, que se dejaban arrastrar por sus prejuicios políticos. Ellos, incluidos los nazis, eran los científicos puros. En el siglo siguiente la entrada del capitalismo en su fase imperialista aceleró el progreso de dos ciencias de manera vertiginosa. Una de ellas fue la mecánica cuántica por la necesidad de obtener un arma mortífera capaz de imponer en todo el mundo la hegemonía de su poseedor; la otra fue la genética, que debía justificar esa hegemonía por la superioridad “natural” de una nación sobre las demás. La “sociobiología” alega que, además del “cociente intelectual” también existe el “cociente de dominación”, tan congénito como el anterior (12). El Premio Nóbel de Medicina Alexis Carrel ya lo explicaba de una manera muy clara en 1936:

La separación de la población de un país libre en clases diferentes no se debe al azar ni a las convenciones sociales. Descansa sobre una sólida base biológica y sobre peculiaridades mentales de los individuos. Durante el último siglo, en los países democráticos, como los Estados Unidos y Francia, por ejemplo, cualquier hombre tenía la posibilidad de elevarse a la posición que sus capacidades le permitían ocupar. Hoy, la mayor parte de los miembros del proletariado deben su situación a la debilidad hereditaria de sus órganos y de su espíritu. Del mismo modo, los campesinos han permanecido atados a la tierra desde la Edad Media, porque poseen el valor, el juicio, la resistencia física y la falta de imaginación y de audacia que les hacen aptos para este género de vida. Estos labradores desconocidos, soldados anónimos, amantes apasionados del terruño, columna vertebral de las naciones europeas, eran, a pesar de sus magníficas cualidades, de una constitución orgánica y psicológica más débil que los barones medievales que conquistaron la tierra y la defendieron vigorosamente contra los invasores. Ya desde su origen, los siervos y los señores habían nacido siervos y señores. Hoy, los débiles no deberían ser mantenidos en la riqueza y el poder. Es imperativo que las clases sociales sean sinónimo de clases biológicas. Todo individuo debe elevarse o descender al nivel a que se ajusta la calidad de sus tejidos y de su alma. Debe ayudarse a la ascensión social de aquellos que poseen los mejores órganos y los mejores espíritus. Cada uno debe ocupar su lugar natural. Las naciones modernas se salvarán desarrollando a los fuertes. No protegiendo a los débiles (13).

En el universo cada cual ocupa el sitio que le corresponde. ¿De qué sirve rebelarse contra lo que viene determinado por la naturaleza? Sin embargo, la rebeliones se suceden. Siempre hay una minoría ruidosa que no acepta -ni en la teoría ni en la práctica- el “cociente de dominación” que le viene impuesto por la madre naturaleza, que no se resigna ante lo que el destino les depara. Entonces los vulgares jardineros se sublevan contra los botánicos académicos y deben ser reconducidos a su escalafón por todos los medios.

Las aberrantes teorías y prácticas racistas fermentan en la ideología burguesa decadente de 1900 que, tras las experiencias de la I Internacional y la Comuna de París, era muy diferente de la que había dado lugar al surgimiento de la biología cien años antes de la mano de Lamarck. El siglo empezó con declaraciones “políticas” solemnes acerca de la igualdad de todos los seres humanos y acabó con teorías “científicas” sobre -justamente- lo contrario. El linchamiento desencadenado por el imperialismo contra Lysenko trató de derribar el único baluarte impuesto por la ciencia y la dialéctica materialista contra el racismo étnico y social, que había empezado como corriente pretendidamente científica y había acabado en la práctica: en los campos de concentración, la eugenesia, el apartheid, la segregación racial, las esterilizaciones forzosas y la limpieza étnica. Ciertamente no existe relación de causa a efecto; la causa del racismo no es una determinada teoría sino una determinada clase social en un determinado momento de la historia.

Tendremos ocasión de comprobar que la mecánica cuántica y la genética marcharon en paralelo en la primera mitad del siglo XX, tienen el mismo vínculo íntimo con el imperialismo y, en consecuencia, con la guerra. Pero si la instrumentalización bélica de la mecánica cuántica hiede desde un principio, la de la genética se conserva en un segundo plano, bien oculta a los ojos curiosos de “la política”, a pesar de que las primeras Convenciones de La Haya que prohibieron el uso de agentes patógenos en la guerra se aprobaron en 1899 y 1907. Sin embargo, por primera vez en la historia el ejército español gaseó a la población civil del Rif para aplastar la insurrección de 1923, provocando patologías que se han transmitido durante varias generaciones. Igualmente, el carbunco es hoy una enfermedad endémica en Zimbaue porque los colonialistas blancos bombardearon las aldeas nativas con esporas patógenas desde 1978 para impedir la liberación del país. Determinados posicionamientos en el terreno de la biología no son exclusivamente teóricos sino prácticos (económicos, bélicos) y políticos; por consiguiente, no se explican con el cómodo recurso de una ciencia “neutral”, ajena por completo al “uso” que luego terceras personas hacen de ella. Cuando se ensayó la bomba atómica en Los Álamos, Enrico Fermi estaba presente en el lugar, y en los campos de concentración unos portaban bata blanca y otros uniforme de campaña. Con frialdad, Haldane proponía en 1926 que su país renunciara a los convenios internacionales que prohibían los gases porque se trataba de un “arma basada en principios humanitarios” (13b). Otros, como Schrödinger, relacionan la selección natural con la guerra: “En condiciones más primitivas la guerra quizá pudo tener un aspecto positivo al permitir la supervivencia de la tribu más apta” (14). Así se expresaba Schrödinger en 1943, es decir, en plena guerra mundial, en condiciones ciertamente “primitivas” pero de enorme actualidad.

Desde mediados del siglo XIX la metafísica positivista ha separado el universo en apartados o compartimentos para manipularlos de manera oportunista, una veces mezclándolos y otras separándolos. Según los positivistas la ciencia nada tiene que ver con las ideologías, ni con las filosofías, ni con las guerras, ni con las políticas, ni con las economías. ¿Por qué mezclar ámbitos que son distintos? Cuando les conviene, la mezcla es (con)fusión, es decir, error. Pero sólo si la (con)fusión la cometen otros, no sus propias (con)fusiones. Por ejemplo, una de las revistas “científicas” que participó en la campaña de linchamiento fue el Bulletin of the Atomic Scientists que en junio de 1949 publicó un monográfico contra Lysenko con el título “La verdad y la libertad científica en nuestra época”. Es ocioso constatar que no se referían a Estados Unidos, donde la teoría de la evolución estaba prohibida: los censores también son los demás. No obstante, la mayor paradoja era que los mismos científicos que habían masacrado Hiroshima y Nagasaki y que deseaban volver a repetir la hazaña en la URSS, como en el caso del físico Edward Teller, redactor de la revista, tenían la desvergüenza de pontificar acerca de la verdad y la libertad, de reclamar un gobierno “mundial” que controlara el armamento atómico que sólo ellos habían fabricado… Ellos son la enfermedad y luego el remedio; juegan con todas las barajas.

Aquel monográfico “atómico” insertaba un artículo del genetista Sewall Wright que ilustra lo que venimos diciendo. Se titulaba “¿Dogma u oportunismo?” porque los expertos en intoxicación propagandística aún no sabían la mejor manera de encajar el lysenkismo, aunque mostraban cierta inclinación por el dogma… por el marxismo como dogma no por el dogma central de la genética. Por eso el rumano Buican asegura que “como la naturaleza humana, el patrimonio genético del hombre es incompatible con los dogmas del marxismo-leninismo” (15), una frase copiada de la que Sewal Wright había lanzado en la guerra fría: el suicidio de la ciencia -adviértase: de toda la ciencia- en la URSS tenía su origen en la “antítesis esencial entre la genética y el dogma marxista” (16). Fue uno de los hilos conductores del linchamiento repetido hasta la saciedad. No cabe duda de que lo que es dogmático no es la genética sino el marxismo, algo que Wright y Buican ni siquiera se preocupan de razonar. O lo tomas o lo dejas: los dogmáticos son los demás, los que (con)funden son los demás. Ellos lo tienen tan claro que dan por supuesto que el lector también lo debe tener igual de claro y no se merece, por lo tanto, ni una mísera explicación. Ni siquiera es necesario un acto de fe; las cosas no pueden ser de otra manera.

Entre los científicos “atómicos”, como a lo largo de toda la campaña de la guerra fría, uno de los aspectos más sobresalientes es la miseria intelectual, el bajo estilo, consecuencia a su vez del positivismo, que en los círculos estadounidenses está, además, ligado al pragmatismo y al nominalismo. El oportunismo hunde sus raíces en la falta de principios de que suelen hacer gala las ideologías de origen anglosajón. Los principios son propios de fanáticos y la defensa de los mismos está aún peor considerado: intransigencia, fundamentalismo, escolástica, ortodoxia, etc. Por el contrario, ellos aplican la navaja (erróneamente atribuida a Occam) realizando una poda implacable de lo que consideran como “metafísica” y se vanaglarian del vacío que han creado, de la falta de ideas, la ineptitud teórica y el empobrecimiento del pensamiento hasta unos extremos pocas veces alcanzado. Es la bancarrota de la biología teórica, el sello indeleble de la producción literaria positivista que tiene su más clara manifestación en la campaña antilysenkista. Nada de abstracciones “metafísicas”; no se puede sacar la vista del microscopio. Cualquier debate de principios lo asimilan a una injerencia exterior y extraña: de la filosofía (materialismo dialéctico) unas veces, de la política (soviética) otras, del partido (comunista)… Cuando necesariamente cualquier debate científico conduce a los principios, los positivistas imaginan que los principios (de los demás) están al principio y que no son tales principios sino prejuicios auténticos. Ellos no quieren saber nada de tales injerencias sino que se atienen a los “hechos” y nada más que a los “hechos”. La ideología dominante, que a partir de 1945 es de origen anglosajón, no hubiera podido imponerse en todo el mundo sin esa hipócrita renuncia a la ideología, a cualquier clase de ideología. De ahí que ellos denuncien continuamente en Lysenko las alusiones al materialismo, a la dialéctica y a todo lo que consideran al margen de la ciencia “pura”. Pero su ciencia “pura” es un puro vacío; sin imponer ese vacío, el positivismo estadounidense no hubiera podido luego introducir por la puerta trasera sus absurdos postulados metafísicos, rayanos en la vulgaridad más ramplona, tanto en biología, como en sicología, en economía o en filosofía.

En biología la metafísica positivista adopta la forma de “teoría sintética”, un híbrido de mendelismo y neodarwinismo que Estados Unidos impuso a los países de su área de influencia a partir de 1945. La teoría sintética no se presenta como una corriente dentro de la genética sino como la ciencia misma de la genética, la genética por antonomasia. Es como decir que el conductismo es la sicología, el marginalismo la economía, el kantismo la filosofía y el impresionismo la pintura. Para llegar a esa conclusión previamente es necesario erradicar a la competencia, que es la tarea emprendida en 1948 por el imperialismo norteamericano para imponer su teoría sintética, lo que ha llenado la biología de herejes, de los cuales Lysenko sólo es el más famoso. A eso se refería Julian Huxley cuando hablaba de la “unidad” de la ciencia, frente a la teoría de las “dos ciencias” que otros esgrimían. La teoría sintética no es tal teoría; no es una teoría más sino que es la ciencia misma de la biología. No hay otra. Los mendelistas -afirma Huxley- adoptan el método científico: parten de los hechos y en base a ellos elaboran las teorías que los explican. Por el contrario, el lysenkismo no es una ciencia sino una doctrina; no parte de los hechos sino de prejuicios, de una serie de ideas preconcebidas que se superponen a ellos. Cuando los hechos no se acomodan a sus concepciones, los rechazan. Como tantos otros, Huxley no ciñe su crítica a la genética sino que la extiende a la ciencia soviética en general (17). A diferencia del dogmático, el empirista cree en la tabla rasa; como Newton, se ha convencido a sí mismo de que él no elabora hipótesis previas: se pone al microscopio con su mente en blanco, a improvisar, a ver qué pasa. Esta concepción es tan ridícula que cae por su peso y no merecería, por lo tanto, mayores comentarios. Pero la campaña ideológica ha logrado camuflarla como si se tratara de la esencia misma del proceder científico. Más bien sucede todo lo contrario. Así, en cualquier ensayo de paleontología son muy pocos los hechos que se exponen y muchas las hipótesis que se aventuran acerca de ellos. Pero no sólo en la ciencia; cualquier faceta del comportamiento humano sigue las mismas pautas (18). Lo que diferencia a un arquitecto de una abeja que construye un panal es que el primero dibuja los planos antes que nada; lo que diferencia a un científico de un charlatán es que el primero diseña un proyecto de investigación, el Estado presenta unos presupuestos antes de gastarse el dinero público, y así sucesivamente. No sólo las hipótesis son trascendentales para la ciencia -siempre lo han sido- sino que su importancia es creciente a causa de la complejidad, los medios y la financiación creciente que requiere cualquier iniciativa científica.

La ciencia es un proceso orientado de acumulación de conocimientos. Las hipótesis desempeñan un papel decisivo en esa orientación de la investigación, que nunca es espontánea. Además, la capacidad humana de lanzar preguntas es mucho mayor que la de responderlas con una mínima solvencia científica. Al mismo tiempo, el afán de saber es insaciable, tiene horror al vacío, no admite lagunas y cuando no puede aportar una explicación fundada, la suple con conjeturas más o menos verosímiles, encadena unos argumentos con otros, etc. Pues bien, las convicciones filosóficas, las ideologías políticas, las religiones, los mitos y supersticiones contemporáneas se disfrazan bajo hipótesis, con el agravante de que la mayor parte de las veces ni siquiera se realiza de manera consciente. Esa introducción de componentes ideológicos en la ciencia no es algo necesariamente pernicioso ni necesariamente falso. La cuestión no reside ahí sino en la inconsciencia con que se lleva a cabo, engendrando modalidades peculiares de alienación en el trabajo científico, de verdadero fetichismo que en nada se diferencia del que aqueja al más vulgar de los analfabetos. El resultado es que las hipótesis aparecen como tesis, deslizándose en el interior de la ciencia un cúmulo de supuestos que muchas veces ni siquiera se formulan explícitamente y otras parecen consustanciales al “sentido común”.

Un ejemplo pertinente del camuflaje de las hipótesis como tesis es la “ley” de la población de Malthus, a pesar de lo cual se ha convertido en otro de los dogmas favoritos de la teoría sintética, su auténtica médula espinal: “La población, si no encuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en progresión aritmética”. En su día Malthus no aportó prueba alguna de su “ley” y dos siglos después los malthusianos siguen sin hacerlo (18b). Como veremos, por más que se repita hasta el hartazgo, esa “ley” es completamente falsa, tanto en lo que a las sociedades humanas concierne, como a las poblaciones animales y vegetales, por lo que resulta apasionante indagar las razones por las cuales ha pasado a formar parte de las supersticiones seudocientíficas contemporáneas. Pastor de la iglesia anglicana, Malthus no sólo era un economista superficial sino un plagiario cuya obra carece de una sola frase original. Su fulminante éxito se produjo porque su publicación coincidió con el estallido de la revolución francesa, cuya influencia en el Reino Unido era necesario frenar. Entre los anglicanos el sumo pontífice es el propio rey de Inglaterra, de quien los predicadores no son más que funcionarios. La burguesía británica recurrió a un reverendo que, además del voto de castidad, tan extraño para un protestante, pregonaba el antídoto frente al librepensamiento y demás excesos procedentes del continente. La consigna británica era la continencia, la moderación de los apetitos políticos y sexuales.

En la caza de brujas de 1948 la colección de insultos y gruesas descalificaciones es descomunal. No quiero ni imaginar lo que hubiera sucedido si Lysenko hubiera podido ser involucrado, como el jesuita Teilhard de Chardin, en una falsificación como la de los restos fósiles de Piltdown (19). Al agrónomo soviético tampoco se le pueden imputar ninguna de esas acciones, tan características de la élite científica capitalista, donde es habitual que figuren como autores de cientos artículos anuales quienes ni los han redactado y ni siquiera leído (19b). No se le puede reprochar la participación en turbias manipulaciones de ese estilo. No parece haber ningún motivo aparente, pues, para esa catarata de improperios. Ni siquiera se pueden escudar en la equivocación de las tesis lysenkistas porque las soflamas de la guerra fría pasaban por alto la exposición de su contenido. Aún suponiendo que todas ellas fueran erróneas, ¿son pertinentes los adjetivos utilizados? ¿Fue Lysenko el primer científico en la historia que se equivocó? Estas preguntas no tienen ningún sentido dentro del linchamiento porque no es eso lo que se discutió: eso fue un punto de partida, un axioma y, a partir de ahí, el dogma había que utilizarlo como arma arrojadiza contra la URSS. Lysenko sólo era una excusa. Por consiguiente, es en esos científicos a sueldo en donde -como se observa- no hay nada que argumentar porque no hay ningún tipo de ciencia; su tarea es exclusivamente política. De ahí que se permitan la licencia de denostar algo que nunca se van a tomar la molestia de examinar con un mínimo de atención. De ahí también su agresividad porque no apelan a la razón sino que tratan de suscitar emociones. Mientras los juicios son para razonar y para debatir, los linchamientos empiezan poniendo la soga en el cuello de quien -de antemano- está condenado.

Sólo si se comprenden los fundamentos positivistas, nominalistas y pragmatistas imperantes en Estados Unidos es posible, a su vez, comprender los juegos y paralelismos entre la naturaleza y la sociedad que subyacen en la campaña. Que se confunde la sociedad con la naturaleza es tan evidente como lo contrario: a veces hay que enfrentar ambos. El capitalismo busca fundamentar su sistema de explotación sobre bases “naturales”, es decir, supuestamente enraizadas en la misma naturaleza y, en consecuencia, inamovibles. Frente a lo “social”, que se presenta como lo artificial, se dice que algo es “natural” cuando no cambia nunca: ha sido, es y será siempre así. Lo natural es lo eterno y, por consiguiente, lo que no tiene origen. Así es el positivismo en boga, que no permite interrogar sobre el origen de los fenómenos, ni en la biología ni en la sociología, porque demuestra el carácter perecedero del mundo en su conjunto y su permanente proceso de cambio. Cuando la biología demostró que no había nada inamovible, que todo evolucionaba, hubo quienes no se resignaron y buscaron en otra parte algo que no evolucionara nunca para asentar sobre ello las bases de la inmortalidad terrenal.

ÍNDICE
(1) Caza de brujas en la biología (11) La técnica de vernalización
(2) Creced y multiplicaos (12) Cuando los faraones practicaban el incesto
(3) La maldición lamarckista (13) Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS
(4) La ideología micromerista (14) Los lysenkistas y el desarrollo de la genética
(5) Regreso al planeta de los simios (15) Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
(6) El espejo del alma (16) El linchamiento de un científico descalzo
(7) La teoría sintética de Rockefeller (17) Los peones de Rockefeller en París
(8) La teoría de las mutaciones (18) La genética después de Lysenko
(9) Tres tendencias en la genética soviética (19) Notas
(10) Un campesino humilde en la Academia (20) Otra bibliografía es posible

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  • ¿No se dieron cuenta los editores de esta revista de las toneladas de errores que esta payasada seudocientífica contiene? esto no es más que mera basura seudocientífica y estalinista.

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