En el 350 a.C., Piteas descubrió una tierra al norte de las islas británicas (probablemente Noruega) que bautizó con el nombre de Thule (desconocida en griego). Su experiencia la narró en términos que dejó extasiados a los historiadores: «No existe la noche en verano, Tierra, Agua y Aire tampoco existen por separado».
Dos milenios después, Elisha Kent Kane llevó a su navío Advance (1853) hasta la temible Bahía de Melville y la describió como «una misteriosa región de terror», ya tenía fama de haberse tragado numerosas embarcaciones que habían intentado encontrar la ruta del noroeste entre Europa y Asia por el territorio canadiense.
Vayamos hacia atrás en el tiempo. Las Cortes europeas buscan el paso del norte que, teóricamente, debía conducir a China. En este contexto, Francisco I, se hace con el servicio de Verrazano y le encarga explorar las regiones al norte de las tierras documentadas por Colón. En 1524 penetra en el río Hudson (en el emplazamiento nacía, diez años después, la actual Nueva York y uno de sus puentes honra al navegante italiano).
Una década después Jacques Cartier asciende por el San Lorenzo y llega al poblado indio que denominará Mont-real (1535). Frobisher llegará hasta los 60º norte en la expedición de 1576/78 y bautiza la zona como Estrecho de Hudson. En 1585 mercaderes de Exeter y Londres financian la expedición de John Davis que en tres expediciones cartografiará amplias zonas del archipiélago canadiense hasta los 72º al oeste de la actual Groenlandia.
El siguiente intento será por encargo de holandeses, Henry Hudson zarpa de Ámsterdam en 1609 y sigue los pasos de Verrazano; compraron la isla de Nueva York y la bautizan Nueva Ámsterdam en 1626. Hudson vuelve a la zona en 1610, ahora bajo bandera británica al frente del Discovery, estalló un motín y fue desembarcado junto a su hijo y siete incondicionales, los restantes tripulantes regresaron al Reino Unido. De nuevo lo intentará William Baffin que hizo dos expediciones en 1615 y 1616, pero no supera los 78º, descubre la Bahía de Lancaster que corresponde a la entrada del paso del noroeste (Baffin había escrito que no había tal paso por el noroeste, ante dicho informe, franceses y británicos se desentienden y la historia se cierra con dos siglos de abandono del citado camino).
En la historia de las exploraciones polares, la búsqueda del Pasaje del Noroeste fue una aventura permanente durante todo el XIX. Al iniciarse el siglo, en contraste con Eurasia, la mayor parte de la zona norte del continente americano era totalmente desconocida para el hombre blanco. Algunos balleneros se habían adentrado en los brazos de mar que separan Groenlandia de Canadá; sabían de los peligros y dificultades que les acechaban a todos los que se adentraban por aquellos gélidos territorios que permanecían inexplorados y la mayor parte del tiempo cubiertos por el hielo. Sin embargo, desde Alaska, se habían hecho algunas expediciones para extender los dominios zaristas [el territorio sería vendido a los Estados Unidos] y algunas naciones europeas trataban de realizar expediciones que permitieran descubrir el misterioso pasaje que se resistía a los navíos de la época.
Las guerras napoleónicas dejan a la Royal Navy exhausta (de 140.000 hombres sólo quedaban 19.000) en esta tesitura el Almirantazgo opta por patrocinar expediciones que le permitan recuperar el prestigio en el terreno internacional, en esa etapa un personaje clave fue John Barrow (lo citamos de pasada en el artículo sobre la emisora KBRW de Alaska que colgamos en www.natureduca.com /RADIOBLOG, también se recogió en la edición de EL DIAL, enero 2008). En 1817 el capitán de un ballenero, William Scoresby informaba que las aguas árticas estaban libres de hielo y Barrow no perdió la oportunidad: dos misiones y una recompensa de 5.000 Libras ofrecidas por el Parlamento británico puso a los hombres en marcha. John Ross con sus navíos Isabella y Alexander, pero el intento fracasa en 1818; capitaneados por su segundo Edward Parry logra la confianza de Barrow y el 5 de septiembre de 1819 reunía a la tripulación del Hecla para anunciarles que habían superado los 110º y obtenido el premio. Lo celebraron en las gélidas planicies con doble ración de carne y cerveza.
John Franklin recorrerá casi 10.000 kilómetros entre 1819 y 1822, la expedición permite, junto al resultado obtenido por otros navegantes, tener esperanzas en desvelar el enigma; estaba determinado en ser el primer navegante en realizar la travesía por esa ruta. De nuevo partió en 1845 con el Erebus y el Terror, viajan 129 hombres dispuestos a soportar condiciones de viaje infrahumanas: ninguno sobrevivió y se sucedieron diez años de intensa búsqueda: en 1859 se localizaba el túmulo en la isla del rey Guillermo con mensajes de los exploradores, sus cuerpos se fueron encontrando a lo largo de 250 kilómetros hacia la desembocadura del Great Fish River (un testimonio de esa gesta lo hemos visto recogido en la londinense Abadía de Westminster, cerca del Parlamento británico: «A Sir John Franklin y a los que murieron con él al descubrir el paso del noroeste»; en realidad no alcanzaron el objetivo que era llegar a las aguas del Pacífico). Los intentos continuaron y en 1905 Roald Amundsen, a bordo del Gjoa, confirma que hay conexión entre el Atlántico y el Pacífico, mientras tanto, varios exploradores lo habían vuelto a intentar.
Se tardaron varios años en poder cartografiarla y sólo se consiguió a mediados de los sesenta. El primer navío que realizó aquella histórica misión fue el Gjoa, comandado por Roald Amundsen, éste empleó tres largos años en completar su expedición (1903-07) y llegar al otro lado de América por la región norte, volvería a la zona con el navío Maud [la soberana noruega tenía este nombre y en la Antártida el sector noruego se denomina, precisamente, Territorio de la Reina Maud] en otra épica expedición exploratoria realizada entre 1918-1923. El intrépido explorador intentaba realizar el viaje desde una posición situada más al Este, pero las dificultades no tardaron en aparecer, entre ellas también estaban las económicas. Sin embargo, aquél viaje sería completado por el Maud y se convirtió en el cuarto en la historia de la navegación que conectó ambas orillas del norteño territorio, se dejaron de lado una serie de objetivos y el navío acabó siendo embargado. Por supuesto, Amundsen continuaría en las expediciones polares y en 1925 realizará otra misión con aviones, pero esta sería ya otra historia (desapareció años después en una operación de salvamento en el Ártico).
El navío noruego quedó grabado en la tradición oral inuit, hoy parte consustancial de la historia de estos territorios y del particular capítulo de exploraciones árticas. Su figura está siendo inmortalizada en la escasa correspondencia que parte desde la gélida ciudad de Cambridge Bay [Nunavut*-Canadá] tiene carácter de matasellos permanente. (*) Un artículo sobre el territorio fue publicado en Crónica Filatélica nº 184/2001, página 10, dentro de la serie Mundo Insólito.
Dicho matasellos ofrece la figura del navío, su nombre aparece debajo de la fecha y la bandera noruega completa esta preciosa marca ilustrada de uso permanente en la oficina del correo canadiense. Comenzó a utilizarse, si nuestras fuentes no nos fallan, a finales del 2001. Los posibles aficionados que deseen incorporar este matasellos polar a sus colecciones pueden intentarlo escribiendo una nota en inglés y enviando tantos IRC (Cupones de Respuesta que se compran en Correos) como piezas deseen cancelar, al contrario que las peticiones que se realizan a las expediciones, al ser una oficina de correos permanente, no hay límite para el número de piezas a cancelar. El sobre colector debe dirigirse a Postes Canada, Attention Head Postmaster, Central Post Office, Request the pictorial postmark with the ship «MAUD», Cambridge Bay, Nunavut X0E 0C0 (Canadá).
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