Las islas son esos microcosmos que se nos hacen inabarcables (por su abundancia y, a veces, por las dificultades de acceso) y ahí están, esperando al curioso o al solitario. Stewart Island no deja de ser una de esas opciones insólitas pero recomendables si uno está viajando por los mares del Sur.
Es cierto que muy pocos de los que llegan a Nueva Zelanda tienen “tiempo” para esta escapada que bien merece un alto en el camino, siquiera para tomar fuerzas para la siguiente etapa. También la recomendaríamos para el personal que está sobrecargado de estrés o una agenda apretada: la tranquilidad es la tónica. Aquí no encontrará el mundanal ruido, sino un “país” único en el aspecto de belleza y vida sosegada. Aunque me atrevería afirmar, eso es algo casi consustancial a las islas, sobre todo las más pequeñas y abarcables a nuestras propias limitaciones de desplazamiento a pie. Stewart, además, nos ofrece una naturaleza casi única y salvaje a pesar de estar a menos de media hora de Invercargill, desde donde se puede tomar el pequeño avión o bien el barquito que realiza la travesía de apenas 30 kilómetros varias veces a la semana.
Apenas encontraremos personal (poco más de 400 personas habitan la isla de manera permanente), pero nos ofrece de todo dentro de la limitada capacidad de acogida en esta tierra de poco más de 1600 km² y casi 800 kilómetros de irregular costa azotada, a veces, por vientos inmisericordes que hacen de sus escasas casas un poblado fantasmagórico y uno llega a creer que está solo en el mundo buscando con desespero algunos de los lugares públicos para resguardarse. Los “cocheros” apenas encontrarán 20 kilómetros de camino transitable para los vehículos, así que la opción se convierte, casi desde la llegada (mejor hacerlo ligero de equipaje), en una de esas escapadas pensadas para los caminantes.
Los amantes de las fotos -aunque no siempre son posibles debido a las cambiantes condiciones meteorológicas- encontrarán infinidad de senderos que permiten descubrir rincones verdaderamente hermosos y, los pájaros exóticos, son también una constante nada mejor que un buen zoom, las máquinas pequeñas, son fáciles de manejar, pero no permiten atrapar a las aves sin tener que acercarse a ellas. Los neozelandeses conciben la isla como el final de la Tierra -en realidad aún hay mas islas al sur del sur, algunas con apenas unos funcionarios y otras con unas cuantas familias que viven a su aire y se las ingenian para soportar la dura realidad de la soledad austral que apenas han salido del anonimato y, muchas de ellas, sólo están documentadas filatélicamente por la presencia de estaciones meteorológicas o fareras que, con el paso del tiempo, se automatizaron.
Stewart es otra de esas tierras cuya marca postal es buscada por filatélicos de medio mundo. Actualmente su matasellos ilustrado con un ancla nos sirve para varias temáticas, aunque la naval sea la básica y principal. Lo curioso es que no deja de ser un matasellos poco común y rara vez está presente en las colecciones especializadas que alguna vez he visto, sin duda aumenta su grado de rareza. Medio millar de personas deben de generar poco correo para que se haya divulgado su conocimiento más allá del circulo filatélico. Su impronta suele ser aplicada con delicada perfección por parte del liliputiense servicio postal en esta aislada zona.
Su oficina de correos se localiza en Bahía de la Media Luna (Halfmoon Bay), así que si viaja, aunque sólo sea por un mero capricho, prepare sus postales -o cartas, total: tienen la misma tarifa y la postal en el interior quedará preservada de las tentaciones-. No es la primera, ni será la última vez que uno deja postales o cualquier otro tipo de correspondencia y, misteriosamente, la mitad (a veces la totalidad) no llegan a destino. Si puedo intento que sean con franqueo prepagado -filatélicamente no es lo más ortodoxo-, pero prefiero que llegue a que se pierda por el exotismo de los sellos, fue la excusa que en determinado momento me dieron los prebostes españoles cuando reclamaba mis envíos certificados: esa vistosidad atrae a los “cucos” y, por eso, no debería franquear -filatélicamente- la correspondencia. Así nos va tan bien con el correo español…
Bueno de las depositadas en Stewart han llegado la mitad e imagino que las otras están en camino. ¡Confiemos! Igual pasa como la del Faro Amedée, la mitad de las depositadas en el buzón viajaron a la ciudad francesa que tiene el mismo código postal [ya se sabe las máquinas leen el número y allá van los envíos, antes nos aplicaban el matasellos y sabías qué había pasado; ahora, como mucho, te encuentras un tachón con rotulador anulando el código barrado erróneo].
Repito, los prebostes decían “que era algo normal por lo exótico de mis envíos” [luego se descubriría que el mismísimo cuco era el jefe del centro de reparto del que dependía mi domicilio]. El tema saltó a la prensa, pero nunca más se supo de aquel avispado “sisador” y su señora, ambos fueron trasladados y ahí acabó, que yo sepa, la responsabilidad de los violadores de las comunicaciones postales. Pero volvamos a lo nuestro, estoy seguro que nadie que reciba una pieza desde esta liliputiense oficina quedará indiferente, sobre todo ahora que está de moda el no matasellado por aquello del franqueo pagado y otros inventos que están acabando con la gran familia de filatelistas (mejor si depositas tus postales con un papel solicitando se les aplique el matasellos filatélicamente; generalmente hacen caso y marcan primorosamente tus piezas).
Pero volvamos a la isla y sus atractivos, recuerde que Invercargill es el punto final del ferrocarril en la isla del Sur, sumamente recomendado para los viajeros sin prisas, el tren atraviesa paisajes simplemente maravillosos. En Stewart puede disfrutar de paisajes inmaculados y aves marinas por doquier (imprescindible una buena cámara y llevar memoria y batería adicional) que le harán olvidarse del mundo en este idílico rincón neozelandés. ¡Lástima que uno no pueda entretenerse en desecar las gigantescas algas que allí prácticamente todos ignoran (o así me lo pareció), salvo el kiwi marrón que busca su ración de mosquitos en ellas!
Tanto en Invercargill como en Halfmoon Bay hay posibilidad de obtener información turística (numerosas son las páginas que también se ocupan de ella en la red). La coqueta oficina insular está situada justo en la Main Road (carretera principal, recuerden que apenas son 20 kilómetros en toda la isla), aunque parezca increíble hay varios negocios turísticos que pueden ayudar al viajero a solucionar cualquier problema de intendencia y, aunque el lugareño no se distinga por ser un gran “charlatán”, no dejará de intentar solucionar cualquier imprevisto: hoy el turismo es su principal fuente de ingresos y los que están acostumbrados a vivir en este paraíso no quieren dejar de hacerlo, ni tampoco matar la gallina de los huevos de oro.
Pocas cosas tenemos para hacer en este rincón del mundo, pero si uno está varado varios días, al margen de recuperar fuerzas, descubrirá que el silencio y la tranquilidad son bienes muy apreciados. Podemos sugerir visitar el coqueto museo Rakiura [sería el nombre maorí de la isla], tomar alguna cerveza en el recoleto hotelito o permitirse una caminata hasta la casa más antigua de toda la isla que se levantó en piedra en 1832, quizá por eso todavía está en pie; hoy no es precisamente el principal elemento empleado en la construcción insular.
Los ornitólogos tienen aquí uno de esos lugares de referencia a nivel planetario y muy pocos, de los que se consideran como tales y tienen esa reputación, dejarán pasar la oportunidad para recomendarle “volar” hacia este mítico paraíso de la avifauna. El kiwi marrón de la isla [Apteryx australis lavaryi sería el nombre científico] difiere de los kiwis del resto de Nueva Zelanda. No es difícil de observar, pero se requiere una paciencia de santo y encontrar un buen mirador. Al atardecer es la hora indicada y lo mejor será dejarse llevar por los guías autóctonos hasta Glory Bay donde, con suerte, los veremos alimentarse entre las algas en descomposición, aquí encuentran sus raciones de insectos y larvas; pero no crea que es la única ave endémica, hay muchas más y lo mejor será llevar una buena cámara, batería y memoria suficiente para luego no tener que lamentarse.
Si se atreve, el Departamento de Conservación gestiona numerosos refugios en los senderos preparados para los visitantes y allí puede uno pasar la noche por lo que recomendamos, al margen de material de abrigo, ir provistos de linterna. Uno de esos senderos mágicos nos llevará hasta el fabuloso MAGOG (una gran roca granítica que han bautizado como Bald Mountain). No se sorprenda si en sus recorridos se topa con ciervos o venados que, introducidos por los europeos en el XIX, ahora forman parte de la fauna silvestre de esta peculiar y fantástica isla del Sur.
Por supuesto, si no hay reserva, uno puede encontrarse sin lugar adecuado para el descanso, para los más aventureros, eso apenas será una anécdota pero para otros que buscan una mínima comodidad, ese puede ser un amargo contratiempo. También se puede optar por una visita relámpago, tomar el primer vuelo y regresar el mismo día en el último, pero estoy convencido que no disfrutará de la verdadera atmósfera de Stewart.
Personalmente recomendaría una estancia adecuada a las pretensiones que uno tenga y lo que se desea hacer. A veces los mismos lugareños te solucionan el problema al alojarte en sus coquetas casitas; a pesar del alto nivel de vida de Nueva Zelanda, los precios tampoco son exageradamente abusivos y, seguramente, la experiencia le deparará los momentos más agradables por esta preciosa y coqueta región. Evite, en lo posible, los meses de invierno que allí coinciden con los del verano europeo.
Como anécdota y por si fuera poco [ya hablé de los independentistas de las islas Bélep] aquí, con la mitad de la población que en la isla caledoniana, también tuvieron su “movimiento independentista” a mediados del XX cuando, incluso, sobrecargaron varios sellos INDEPENDENT RAKIURA que acabaron en manos de coleccionistas y algunos forman parte de los fondos del coqueto museo local. Oficialmente realizaron su Declaración de Independencia el 31 de julio de 1970 y enarbolaron su propia bandera. En fin en una etapa histórica cada vez más globalizada e interdependiente, todo el mundo busca una independencia y como decía [el escritor ampurdanés] Josep Pla ¿Y esto quién lo paga? En esta islita de las antípodas, evidentemente, el coste era para el gobierno neozelandés que de una u otra manera era cuestionado para que les arreglasen algunas infraestructuras y poco más.