La Antártida guarda fascinantes secretos de vida vegetal, en un lugar donde actualmente la meteorología plantea al ser humano un reto casi imposible, el de subsistir sin apoyo externo.
Antes de descubrirlos, te invito a que embarques conmigo en un viaje virtual a ese continente para conocer su increíble realidad geoclimática. Eso sí, abrígate bien y prepárate a cruzar el tempestuoso Estrecho de Drake, un mar que separa la Antártida del Cabo de Hornos, en el extremo Sur de la americana Tierra del Fuego; una franja de agua de casi mil kilómetros donde a través de la historia se sucedieron apasionantes manifestaciones de valentía y coraje, protagonizadas por aguerridos marinos y exploradores. Impresionantes borrascas circulan cíclicamente sobre ese paso y el Océano Glacial castigando sin cesar a los navegantes que lo atraviesan. Durante al menos tres días de travesía, incluso los marinos más avezados ponen a prueba su templanza.
Un continente helado del tamaño de Europa
La Antártida mide catorce millones de kilómetros cuadrados, equivalente a la superficie de toda Europa desde el sur de España hasta la frontera con Rusia. Es el lugar más frío e inhóspito de la Tierra. Al contrario de lo que sucede en el Ártico, que es un mar helado (sin tierra), el Antártico es un continente helado (con una tierra recubierta por un manto de hielo que tiene un promedio en vertical de 2,5 Km de espesor). Como es sabido la tierra siempre conserva peor el calor que la mar, por eso en la Antártida se registran las temperaturas medias más bajas del planeta. El récord de baja temperatura se registró en la estación rusa Vostok el 21 de julio de 1983; ese día marcaba el mercurio 89,6º bajo cero.
Vivir en la Antártida es una proeza
En un lugar así, vivir constituye una auténtica proeza. El invierno austral es una dura prueba para cualquier ser vivo, tanto terrestre como acuático, sea humano, animal o vegetal. Las inclemencias atmosféricas se suceden continuamente y con extrema violencia; el mar se congela en casi todo el perímetro continental, y durante casi seis meses el Sol la abandona, reinando la oscuridad o una tímida penumbra. Sólo el verano austral viene a traer alguna tregua, con temperaturas más suaves, que permiten a los investigadores moverse con cierta libertad, pero no sin peligros: las aguas circundantes quedan salpicadas de numerosos témpanos de hielo a la deriva, que constituyen riesgos ciertos para la navegación marítima.
Algunos de esos témpanos son enormes icebergs, modelados por las mareas con las más variadas y caprichosas formas, y que rompen cada año de los glaciares navegando a su propio albedrío hacia donde los vientos y las corrientes marinas les lleve; son a la vista un fascinante espectáculo para los que hemos tenido la fortuna de presenciarlos. Aún así, en estas condiciones tan extremas, numerosos científicos, e incluso algunos acompañados de sus propias familias, invernan en la Antártida cada año. Con la llegada del verano programan salidas y realizan investigaciones en variados campos de la ciencia.
El reto de cultivar vegetales de forma autónoma
Ya habrás sospechado, que por las condiciones climáticas y de vida que acabas de leer, obtener cultivos viables en la Antártida es un reto prácticamente insalvable.
El ambiente antártico no es propicio para el desarrollo de una vida normal y permanente; no hay forma posible de cultivar vegetales en el exterior (mucho menos criar animales), cualquier intento de obtener alimentos consume una energía muy superior a la obtenida, pues la radiación solar es escasa y las plantas que necesitan ejercer la fotosíntesis apenas desarrollan, y si lo hacen es a costa de invertir mucha energía en iluminación y calor artificial. Cazar y pescar está igualmente limitado a algunas zonas costeras, sólo durante el corto verano y siempre que las condiciones meteorológicas lo permitan, las cuales son habitualmente inestables y peligrosas para el ejercicio de esas actividades.
La alimentación en el Antártico resulta, pues, un problema irresoluble si no se recibe apoyo desde el exterior, por eso durante los meses del verano austral se hace acopio de víveres, combustible y equipos para poder sobrevivir aislado durante el insufrible invierno polar.
La vegetación silvestre de la Antártida
En algunas zonas de la Antártida nacen vegetales que han conseguido adaptarse a ese clima extremo. De las plantas con flores sólo se conocen dos especies: el clavelito antártico y el pasto antártico, los cuales prosperan únicamente en zonas abrigadas y desprovistas de hielo, habitualmente entre musgos, que son otra clase de vegetales más abundante.
Algunas algas también se han especializado en vivir fuera del medio acuático, especialmente sobre rocas, aprovechando los nutrientes que hallan donde anidan las aves.
Pero lo que más me ha llamado la atención de la vegetación antártica es un ser simbiótico conocido como liquen. Estos organismos son de los primeros en colonizar cualquier ecosistema, y en el Antártico son los líderes por su capacidad de adaptación. Viven preferentemente sobre rocas o suelos de musgos y, curiosamente, no son organismos individuales, sino que están formados por la unión de un hongo y un alga; se alimentan y protegen mutuamente, por eso no pueden vivir por separado, si rompieran esa asociación ambos morirían.
Si nos acercamos también al mundo microscópico, observamos que en la Antártida existen microorganismos muy primitivos, como las bacterias. Son capaces de vivir en un medio dulce o salino, sin luz ni oxígeno y a temperaturas extremas.
Y relacionado con las bacterias antárticas, me gustaría compartir una experiencia personal que, visto hoy desde la perspectiva de la edad y la experiencia, podría ser calificada como ingenua y arriesgada: nuestro buque oceanográfico recién había fondeado en las proximidades de la base chilena Arturo Prat, cuando observamos en las inmediaciones unos cuantos témpanos a la deriva que se habían desprendido de un glaciar cercano. Pensando en el buen número de cubitos de hielo que nos proporcionarían para el gin-tonic o los cubatas, se nos ocurrió echarle el lazo a uno de ellos y amarrarlo a la borda. Esa tarde dimos buena cuenta de nuestra «cubitera» flotante, no sin esfuerzo para arrancar pequeños trozos a aquella mole de hielo milenario. Nos sorprendió su dureza, estaba tan comprimido que podíamos rellenar varias veces nuestros vasos enfriándolos con una sola piedra de hielo. Mientras saboreábamos los licores, no podíamos dejar de recordar que en nuestros vasos se hallaba una pequeña parte de la historia del Antártico, un trozo de hielo blanco-azulado con miles de años condensados en sus moléculas.
Hoy, somos conscientes de que corrimos un riesgo insospechado ingiriendo aquellos hielos añejos. Ignoramos muchas cosas de la historia geológica y biológica del Antártico, pero ya sabemos que las bacterias han conseguido sobrevivir en aquel medio, al menos fueron descubiertas en este siglo XXI hasta 32 organismos distintos. Sencillamente, nos expusimos como ingenuos conejillos de Indias a esas bacterias confinadas en hielos con miles de años de antigüedad.
No siempre fue así. Los bosques secretos de la Antártida.
Ocurrió una vez: la Antártida fue un vergel.
¿Imaginas el paisaje helado del Antártico cubierto de árboles y vegetación?
Hubo un tiempo en que el Continente Blanco estaba poblado por frondosos bosques. El primer vestigio fue una planta fosilizada hallada en el glaciar Beardmore por el malogrado marino inglés Robert Falcon Scott en 1912. Cien años después, una intrépida profesora llamada Janes Francis, de la Universidad de Leeds (Inglaterra), que dedicó parte de su vida a explorar y recolectar fósiles antárticos, descubrió en una de sus expediciones en lo alto de un glaciar varias capas de sedimentos que contenían hojas y ramas. El posterior estudio detallado de las materias halladas confirmó la existencia de restos de hayas con una antigüedad de entre tres y cinco millones de años. Otro árbol, el Ginkgo, mítico por seguir todavía vivo y considerado un auténtico fósil viviente, formaría parte de ese grupo de árboles que lograron sobrevivir en un entorno tan difícil. Estos árboles serían los últimos en habitar la Antártida antes de quedar definitivamente bajo la nieve.
Quedan secretos por desvelar.
Los antiguos bosques antárticos todavía guardan secretos, pues surge la duda de cómo pudieron adaptarse a los prolongados periodos de oscuridad, estimándose que ejercían la fotosíntesis durante las 24 horas del verano austral, acumulando muchas reservas para soportar la oscuridad invernal.
Además, los anteriores hallazgos de fósiles de disonaurios en las regiones polares, acrecienta si cabe la necesidad de respuestas sobre la presencia de estos animales entre los bosques antárticos. El profesor Thomas Rich, del Museo Victoria (Australia), es un conocido «cazador» de dinosaurios fosilizados, autor de muchos de los hallazgos actuales. Rich se pregunta si hace cien millones de años en que Australia se hallaba al este de la Antártida, migraban los dinosaurios durante el invierno polar, o por el contrario estaban adaptados a la oscuridad de los bosques antárticos.
Son secretos que esperemos sean desvelados por la ciencia en poco tiempo, mientras tanto forman parte de los misterios de nuestra fascinante e indomable Naturaleza.
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