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El electrón es divertido: entender las ondas gravitacionales y la teoría de la relatividad

 

Cómo explicarlo y que lo creas

Acostumbrado a que mis artículos sean lo más descriptivos, explícitos y fáciles de entender por los más profanos, se me presenta un reto. El tema que os traigo en esta ocasión es de comprensión compleja, casi una cuestión de fe pues, salvo que seas docto en física, además de intentar comprender hay que «creer» en lo que se está leyendo, y gran parte de mi éxito en conseguirlo radica en mi capacidad para hacer entender cosas que no sólo se escapan al conocimiento ordinario, sino que muchos podrían encuadrarlas dentro de las ciencias paranormales. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que una persona que se mueve rápidamente envejece más lentamente que otra que está parada?, es decir, que en la práctica está viajando al futuro. Cualquiera que realizase este planteamiento a personas de mente poco abierta, podría ser tachado de visionario.

Para tomar conciencia de las dificultades de explicar la teoría de la relatividad, basta citar las palabras del propio Albert Einstein, autor de esa teoría, cuando un periodista quiso que le explicara en qué consistía.

—¿Me puede usted explicar la Relatividad? —le preguntó el periodista
—¿Me puede usted explicar cómo se fríe un huevo? —repreguntó Einstein
—Pues, sí, sí que puedo —dijo el periodista extrañado
—Bueno, pues hágalo —replicó Einstein— pero imaginando que yo no sé lo que es un huevo, ni una sartén, ni el aceite, ni el fuego.

Esta conversación ya te puede dar una idea de a qué nos enfrentamos. Como toda teoría, está sujeta a ser probada, pero cien años después de formulada ya no es una simple teoría, es ciencia cierta. Y no es necesario poner demasiados símiles, me sirve con uno, el de mi querido y amado electrón que da título a la mayoría de mis artículos técnicos: hoy nadie duda de que la electricidad existe, funciona y es el motor de nuestra moderna forma de vivir. La teoría electrónica sigue siendo eso, pues nadie ha visto jamás los electrones en movimiento a través de un cable, como mucho podemos detectarlos, calcularlos, controlarlos, medir su caudal… y tan convencidos estamos de nuestra teoría, que conseguimos construir máquinas increíbles que funcionan con electricidad, capaces de manipular los electrones según nuestra voluntad y para el propósito que se nos ocurra, desde encender una simple lámpara, pasando por la tecnología casi de ciencia ficción de nuestros smartphones de última generación, hasta el envío de sofisticados robots que podemos mover a distancia sobre la superficie de Marte, o ingenios escudriñadores del espacio en los confines del Sistema Solar.

Teorizamos imaginando el átomo con los electrones orbitando alrededor de su núcleo.

¡No vemos el electrón, pero creemos en él!

De igual forma, tienes que abrir tu mente durante la lectura de este artículo, no cerrarte en banda a tus tres dimensiones, y asumir que tu mundo no es sólo lo que ves o percibes a través de tus sentidos. Y repito, no hablo de cuestiones paranormales, hablo de Ciencia.

¿Por dónde empezar? o mejor dicho ¿por «cuándo» empezar?

Aunque el punto de inflexión es el año 1905, en que Albert Einstein formuló la teoría de la relatividad Especial, debemos ir un poco más atrás para entender el porqué Eistein llegó a la conclusión de su famosa teoría.
Con anterioridad a ese año ya existía el concepto o principio de relatividad, el conocido como Relatividad clásica o galileana, formulado por Galileo Galilei en el año 1638, y que más tarde usó Isaac Newton como base para formular su Ley de Gravitación Universal.

Veamos algunos ejemplos de la relatividad clásica

Una persona detenida en un andén observa como un tren pasa por delante a 50 km/hora; para un pasajero sentado dentro del tren quien se mueve ante su vista es el andén y la persona que está detenida sobre él, y según su propia referencia lo hace a 50 km/hora. Si ahora se levantase otro pasajero y comenzase a caminar por el vagón en el sentido de la marcha a 10 km/hora, a la vista de la persona que está en el andén la velocidad de ese pasajero sería de 50+10=60 km/hora, ya que se sumarían la velocidad a la que camina y la del tren. Sin embargo, para el otro pasajero que se encuentra sentado, la velocidad del pasajero que camina es de sólo 10 km/hora, pues ambos van moviéndose dentro del mismo sistema de referencia. Si el pasajero que camina dentro del tren lo hiciese en sentido contrario a la marcha, el otro pasajero que está sentado seguiría viéndolo a 10 km/hora de velocidad, sin embargo la persona que está en el andén lo vería caminar a 50-10=40 km/hora, ya que en este caso las velocidades del tren y del pasajero caminando se restarían.

Si nuestro tren en movimiento se cruzase con otro tren, no sabríamos si también está en movimiento o parado, salvo que tuviésemos un tercer objeto de referencia estático (el suelo, el paisaje o una simple señal de tráfico). Por tanto existen valores «relativos» al sistema de referencia de cada observador.

¿Quién se mueve? A) ¿nuestro tren o el pasajero que está en el andén? B) ¿nuestro tren, el tren con el que nos cruzamos, ambos..?

Pero, estas leyes y principios clásicos se limitan a sumar o restar velocidades algebráicamente dentro del sistema de referencia que se adopte, y no son de aplicación cuando nos encontramos ante objetos muy acelerados o masivos. Eso traería consigo el problema que se describe a continuación.

Unos escollos en el camino

Esta Relatividad de Galileo de valores absolutos de espacio y tiempo, donde se pueden sumar o restar velocidades, podría aplicarse a cualquier otro objeto estático o en movimiento, incluso a la propia Tierra con respecto al Sol, o la Luna con respecto a la Tierra, y fueron asumidos más tarde por Newton -como ya se dijo antes- para formular sus leyes del movimiento. Sin embargo, a la velocidad de la luz no se le puede sumar ni restar nada porque viaja siempre a la misma velocidad (es una constante), y ese es el motivo del primer escollo que surgió cuando comenzó a estudiarse la luz y el electromagnetismo, y que traía de cabeza a los físicos de la época.Observa, que hasta 1905 la relatividad de Galileo y las leyes de Newton no quedan en entredicho, son válidas y pertenecen a la Mecánica clásica o Newtoniana. Sin embargo, los físicos que experimentaban con electricidad y magnetismo, como fueron Faraday, Oersted o Lenz, dejaron al descubierto una paradoja, que se manifestó cuando el científico inglés James Maxwell unificó toda esa información. Resultó que, según las ecuaciones de Maxwell, un haz luminoso que fuese emitido desde un objeto en movimiento hacia adelante o hacia atrás (por ejemplo desde un cohete), su velocidad medida desde la Tierra sería exactamente la misma, lo cual contradice en principio los valores de espacio y tiempo absolutos de Newton, por los que tales velocidades se sumarían o restarían según vayan hacia delante o en sentido contrario.

Para intentar soslayar este problema, en 1887 los físicos Michelson y Morley realizaron un experimento intentando dar carta de naturaleza al «éter», esa especie de gas invisible que se estimaba cubría el Universo y a través del cual se movería la luz en el espacio, de la misma forma que el sonido utiliza el aire para desplazarse. El experimento consistía en emitir un rayo de luz en el sentido de movimiento de la Tierra y otro en sentido contrario. Para la misma distancia, el movimiento de la tierra tendría que producir un rayo más veloz en un sentido y uno más lento en el otro, pero los resultados (que duraron varios años) jamás mostraron diferencia alguna, ambos rayos de luz llegaban a idéntica velocidad a su destino, por tanto la velocidad de la Tierra no influenciaba en nada, confirmando así las ecuaciones de Maxwell y echando por tierra la supuesta existencia del éter.

Así pues, la mecánica de Newton sólo funcionaba para situaciones de espacio y tiempo absolutos, pero contradecía los nuevos descubrimientos sobre la velocidad constante de la luz.

Una solución al problema de la velocidad y la luz

Es aquí cuando el joven Albert Einstein, casi desconocido, surge formulando una teoría que, aunque había sido esbozada anteriormente por otros físicos, aquéllos no habían llegado al nivel de claridad de Einstein de lo que sucedía con la luz y los objetos en movimiento.
El genial físico, sin negar la validez de la mecánica de Newton para situaciones particulares, postuló con la teoría de la relatividad especial que no existe el tiempo absoluto, ni el espacio absoluto, reformulando la física clásica imperante hasta ese momento, y lo hizo mediante dos postulados:

  1. El movimiento de la luz es una constante. La velocidad de la luz es siempre de 300.000 km/segundo, sea cual sea la velocidad de la fuente que la emita.
  2. No existe ningún experimento de índole mecánica en una nave que nos permita indicar que nos estamos moviendo.

Con la relatividad especial la velocidad de la luz es constante, finita y el límite en todo el Cosmos. Es decir, nada en el Universo puede viajar más rápido que la luz, que es de 300.000 km/segundo. Y precisamente fue la velocidad de la luz, la propiedad que Einstein tomó como fundamental para formular la famosa Teoría de la Relatividad Especial en 1905.
Einsten definió unos parámetros:

E = Energía
M = Masa
c = Velocidad de la luz (3.00 x 108), es decir, 300.000 km/segundo

y los plasmó en una fórmula: E = Mc2

La famosa fórmula que revolucionó la física E=Mc2

El motivo de que la velocidad c esté elevada al cuadrado, es debido a que un objeto que se mueva al doble de velocidad que otro objeto, tiene en realidad 4 veces más energía. La velocidad de la luz es aquí una constante. Si un objeto pudiese viajar a la velocidad de la luz, transformaría su masa en energía pura.

Así pues, en la teoría de la relatividad especial las velocidades no se suman o restan, pues es necesario tomar en cuenta también la forma en cómo se mide el tiempo.

Entonces ¿el tiempo no es siempre el mismo en cualquier situación y lugar?

No. Aunque nos parezca increíble, para dos observadores distintos, por ejemplo uno en movimiento y otro detenido, el tiempo transcurre de forma distinta. Es cierto que nuestro sentido común nos dice lo contrario, pues en nuestra vida diaria, cuando viajamos o en las relaciones con los demás, usamos una medida de tiempo que consideramos estándar; un segundo es un segundo, y un minuto es un minuto. Y ciertamente así es, pero no notamos esas diferencias de tiempo porque vivimos a una «velocidad» muy lenta con respecto a la luz. Para percibir los cambios de tiempo tendríamos que movernos a una velocidad cercana a la de la luz, es decir, próximo a los 300.000 km/segundo.

Si fuera físicamente posible movernos a velocidades próximas a la de la luz, podrían darse situaciones paradójicas y aparentemente contrarias a lo que nos dice la lógica. Por ejemplo: dos hermanos gemelos, uno se queda en la tierra y el otro hace un largo viaje a bordo de una nave espacial a una velocidad cercana a la de la luz. Cuando el viajero regresa a la tierra, observa que su hermano gemelo ha envejecido mucho más que él. En realidad, el viajero, por aplicación de la ley de la relatividad, ha vivido más lentamente que su hermano que permaneció en la Tierra.

Aún queda un escollo en el camino

Eistein había conseguido dar una solución matemática al problema de la luz, la masa, el espacio y el tiempo, pero una vez quedó claro que la luz era una constante en el Universo y que nada dentro de él puede moverse más rápido que ella, surgió inmediatamente una contradicción con la ley de la gravedad de Newton.

El problema surgido es el siguiente: imagina que nuestro Sol desaparece de pronto ¿qué le sucederían a los planetas, como la Tierra, que orbitan a su alrededor? Según Newton la gravedad o fuerza de atracción que el Sol ejerce sobre los planetas es instantánea, y esa fuerza es la razón de que se mantengan fijos en sus trayectorias sin salirse de ellas. Eso significaría que al desaparecer la Tierra, instantáneamente los planetas se saldrían de las órbitas, al no ejercer ninguna fuerza sobre ellos, y vagarían perdidos por el espacio. Pero recordemos que nada en el espacio puede moverse más rápido que la luz (tampoco la fuerza de la gravedad), y que si el Sol desapareciese, por esa lógica la Tierra no podría salirse de la órbita del Sol hasta pasados como mínimo 8 minutos, que es el tiempo que tarda la luz solar en llegar a nuestro planeta. Luego, si la fuerza de la gravedad no puede ir más rápido que la luz, existía un error en la ley de la gravedad de Newton.

Una solución al problema: las ondas gravitacionales

Einstein teorizó entonces sobre la forma en que la masa actúa en el universo, y llegó a la conclusión de que los cuerpos con masa deforman el espacio-tiempo. Para entenderlo, podemos imaginar que el espacio es como una tela o tejido que se deforma cuando un objeto con masa se sitúa sobre ella. Lo que harían los planetas es moverse en los bordes o pliegues de esas deformaciones.

Con esa nueva teoría, si el Sol desapareciese, en su cataclismo crearía lo que Einstein denominó Ondas Gravitacionales, las cuales se moverían a la misma velocidad que la luz. Cuando esas ondas alcanzasen a la Tierra o cualquier otro planeta que orbitase alrededor del Sol, se alteraría el espacio-tiempo (se modificarían los pliegues o deformaciones de ese tejido cósmico), haciendo que los planetas afectados perdieran las órbitas que mantenían. Esta teoría conforma lo que Einstein denominó Teoría de la Relatividad General; a partir de entonces el genial científico adquirió una fama inusitada y obtuvo el premio Nóbel de Física por sus descubrimientos.

Las ondas gravitacionales ¡confirmadas!

Cien años después de que Albert Einstein teorizase sobre la existencia de las ondas gravitacionales con su Teoría de la Relatividad General, las escurridizas ondas predichas por el famoso físico ya no son teoría, han podido ser detectadas. El mérito lo ostentan los científicos de los Institutos de Tecnología de California y Massachusetts, y el Observatorio de Interferometría láser de Ondas Gravitacionales de Estados Unidos, conocido como LIGO.

El hallazgo cambiará sin duda la forma en que observaremos el Universo a partir de ahora. Ya no sólo miraremos hacia el firmamento, ahora además podremos «escucharlo».

Pero ¿qué son las ondas gravitacionales?

Se trata de ondas que se mueven en el espacio-tiempo. Podríamos compararlas con las ondulaciones que se producen en un estanque cuando lanzamos una piedra, o también a las vibraciones que se desplazan en el aire cuando se produce un sonido. La diferencia, es que las ondas gravitacionales se mueven a la velocidad de la luz; se generan cuando colisionan agujeros negros o explosiona una supernova, expandiéndose después por todo el espacio-tiempo.

Las ondas gravitacionales que llegan hasta nosotros son fruto de sucesos ocurridos hace millones de años. En realidad, son como viajeras en el tiempo, pues estamos observando ahora fenómenos de cataclismos estelares que ya no existen, pues sucedieron mucho antes de que ni siquiera el ser humano apareciese sobre la Tierra.

Esas ondas nos llegan tan débiles que se requieren de equipos muy precisos y sofisticados para detectarlas. El LIGO (Observatorio de Interferometría láser de Ondas Gravitacionales), es un ingenio óptico compuesto por dos detectores que están separados entre sí unos 3.000 kilómetros; uno se encuentra en Hanford (Estado de Washington) y el otro en Livingston (Luisiana).

¿Cómo funciona el interferómetro del LIGO?

El interferómetro gravitacional del LIGO consiste en dos tubos de acero al vacío situados en ángulo recto, y de cuatro kilómetros de longitud cada uno. Los tubos poseen unos espejos en sus extremos conectados por un haz de láser, que mide con una precisión atómica la distancia de ambos tubos. En una situación de reposo (sin ninguna interferencia gravitacional), los dos tubos miden exactamente la misma distancia, pero si una onda gravitacional pasa por el lugar, el espacio-tiempo quedará alterado, de forma que uno de los tubos se estirará haciéndose más largo y el otro se encogerá haciéndose más corto (según la onda pase longitudinalmente o transversalmente con respecto a los tubos). Eso quedará evidenciado al leer el tiempo que tarda el haz de láser en recorrer cada tubo, ya que en uno de ellos (el más largo) tardará más tiempo en cubrir la distancia, mientras que en el otro tubo (el más corto) tardará menos.

Instalaciones del LIGO de Hanford

La detección de las primeras ondas gravitacionales se produjo el 14 de septiembre de 2015, a las 09:51 GMT, por los observatorios mellizos del LIGO situados en Estados Unidos, y según los responsables del experimento, esas ondas se produjeron en la última fracción de segundo cuando se fusionaron dos agujeros negros, hace 1.3 millones de años.

Debido a que la variación de longitud de los tubos durante el paso de una onda gravitacional es casi imperceptible, los instrumentos que miden esas variaciones tienen que ser de una precisión atómica. De hecho, son capaces de detectar una variación equivalente a la diezmilésima parte del diámetro de un núcleo atómico. Jamás un instrumento ha realizado una medición tan precisa.

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