Aula de Naturaleza educativa

ACTIVIDADES ECOLÓGICAS – COLABORACIONES – GINKGO, MI ÁRBOL DE LA AMISTAD

Por Abel Domínguez

Mi amigo Javier Casanova y yo, modestia aparte, somos grandes conversadores. Compartimos profesión, esa proximidad nos permite aprovechar los espacios inhábiles para dedicarlos a nuestro pasatiempo favorito: el charlar animadamente de nuestras aficiones o de la actualidad reinante.

En una de nuestras últimas conversaciones apareció en escena un árbol tan exótico en la distancia como en el tiempo: el Ginkgo Biloba. La primera vez que cayó en mis manos un libro sobre botánica, apenas me percaté de la existencia de una especie que sobrevivió a todos los cataclismos de nuestro planeta, desde el Mesozoico, mucho antes que el ser humano ni siquiera fuese un vestigio, pasando por los periodos glaciales y la desaparición de los dinosaurios hasta nuestros días. Enrevesadas definiciones como: «Ginkgo biloba: árbol dioico, de hoja cauducifolia, bilobada y nerviación dicotómica; reproducción por conos o estróbilos; único género de las ginkgoinas representante de especies con origen en el pérmico…», no parece lo suficientemente atractiva como para llamar la atención del lector sobre la apasionante historia de un vegetal tan singular.

El Ginkgo parece haberse convertido en un vínculo para nosotros dos. Ocasionalmente intercambiamos información sobre esta especie, y mi amigo incluso lo define como su «árbol favorito». Sabido que crecía un Ginkgo en su jardín se me ocurrió pedirle un esqueje para conservarlo en maceta y, al poco tiempo, me sorprendió con un hermoso ejemplar que superaba los dos metros de altura. Renqueante, con gran esfuerzo y habilidad para transportar en un automóvil utilitario un árbol de esas características, conseguí finalmente «plantarlo» en el salón de mi hogar. Mi esposa, que no había sospechado sus posibles dimensiones, y yo, que todavía me estaba recuperando de la impresión, pasamos un buen rato con la boca entreabierta, sin articular palabra, sentados frente al Ginkgo que se erguía ante nosotros insolente y majestuoso sobre un innoble terrazo impropio para asentar su casta, imaginándonos que futuro honroso podíamos darle.

Esa noche decidimos que el sitio adecuado para un árbol que, como mínimo, superaría los doce metros de altura, no era el hogar. Así que lo llevé al campo, no sin antes recorrer los 200 kilómetros que me separaban de él. Mis padres, agricultores de subsistencia de toda la vida, sabrían como cuidarlo durante mis prolongadas ausencias, aunque quedaba claro quien había demostrado verdadera capacidad de subsistencia. Intuía que este árbol, errante incansable del tiempo, iba a ser el auténtico superviviente de esta historia.

Mi padre, que es un entusiasta de los árboles frutales, pero desde una perspectiva práctica y de rendimiento, observaba el Ginkgo de arriba abajo con extrañeza y frunciendo el ceño cuando me disponía a trasplantarlo, mientras me pregunta con marcada ironía:

   -¿Da manzanas?.
   – No papá, como mucho semillas, aunque en algunos países asiáticos las consumen tostadas.
   – Entonces, ¿Que es? – Insistió.   Me preguntaba a mí mismo como explicarle el valor no material que aquel árbol tenía para mí, así que le hice una exposición corta de diferentes visiones científicas, culturales y religiosas:

   – Pues verás, visto por un naturalista es seguramente un ejemplo perfecto de adaptación. Para un antropólogo es probablemente auténtica historia viva. Un filósofo encontraría en él un motivo de reflexión ante la vida. A un oriental le infundiría mística, creencia y contemplación.

Entonces comencé a relatarle una historia real que recordaba haber leído, sucedida durante la Segunda Guerra Mundial:

   «El 6 de agosto de 1945 una bomba atómica fue lanzada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. En varios kilómetros alrededor del epicentro de la explosión no quedó nada en pie, pero a sólo un kilómetro un árbol renació de sus cenizas, se trataba de un Ginkgo que se encontraba situado junto a un templo igualmente destruido. Para reconstruir el templo pensaron si debían cortar o trasplantar el árbol, pero finalmente decidieron conservarlo adaptando la construcción a él; ahora preside la entrada del templo mientras los peldaños salvan el Ginkgo por ambos lados. Considerado como un árbol sagrado, allí permanecerá como un símbolo portador de paz y esperanza.»

Entonces, mi padre pareció comprender el valor de los símbolos y el significado que puede albergar en otras culturas, y fue entonces cuando me sorprendió:

   – ¿Y que significa para ti?Me quedé en silencio unos instantes preguntándome ¿cual era el objeto de mi interés por él?. Y entonces lo vi claro: independientemente del sentimiento de humildad ante la vida, que evoca acariciar un árbol cuyos orígenes se pierden en los confines de los tiempos geológicos, me di cuenta que aquel ser vivo era para mí un símbolo de amistad. Lo comprendí desde el primer momento en que mi única preocupación se centraba en verlo enraizar y darle a mi amigo Javi una buena noticia. Me habría costado mucho esfuerzo explicarle que no había superado el trasplante, más aún teniendo en cuenta que nos encontrábamos ya muy entrada la primavera, y por tanto existían muchas probabilidades de no conseguirlo. Pero el Ginkgo hizo honor a sus ancestros y se agarró a la tierra con fuerza. Ahora, cada vez que acudo al lugar la primera visita es para él, y al verlo, sin proponérmelo, el primer pensamiento que me aborda siempre es para Javi. Al igual que en el templo de Hiroshima, ese Ginkgo permanecerá allí para siempre como un símbolo también de paz, pero sobre todo de amistad.

Imagino los avatares que nuestro árbol sufrirá a lo largo de su vida. Quizá consiga crecer inexorablemente hasta la treintena de metros de altura que se estima puede alcanzar. Tal vez encuentre la intolerancia de nuestro género, y termine sus días bajo la inapelable sierra mecánica. O puede que consiga desplegar y balancear sus ramas al viento, que su copa llegue alcanzar lo más alto, y desde su privilegiada posición otear el mundo y verlo pasar impávido, imperturbable ante las miserias humanas.

Nuestro Ginkgo acaba de nacer pero ya le auguro una larga vida, mi esperanza es que sea un sinónimo de la nuestra y la de nuestras familias, y que a lo largo de ella podamos algún día revivir viejos momentos a la sombra de sus ramas, quizá alrededor de una mesa saboreando buenos manjares, y con nuestro árbol como vínculo de amistad y testigo de excepción.

A mi amigo Javier Casanova, en agradecimiento a su amistad sincera y doblemente recíproca.


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